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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

Los cerebros plateados (3 page)

¡BUM!
La máquina redactora de Gaspard reventó con un ruido ensordecedor. Padre e hijo fueron cogidos de lleno por la explosión y quedaron convertidos en trocitos de color turquesa. Se marcharon al otro mundo sin enterarse, víctimas casuales de un extraño conflicto laboral. El incidente en que perecieron fue uno de tantos y, en ese mismo instante, se estaba repitiendo en gran número de lugares cercanos, afortunadamente con pocas víctimas.

A lo largo de todo el Paseo de la Lectoría, al que alguien también había llamado del Sueño, los escritores estaban destrozando las máquinas de redactar. Desde el ennegrecido quiosco–librería, junto al cual había caído Gaspard, hasta la rampa de lanzamiento de la librería–nave al otro extremo del Paseo, los autores sindicados destruían y saqueaban. Inundando la gigantesca Avenida Central de Tierra —de hecho el único centro editorial completamente mecanizado del Sistema Solar—, una abigarrada multitud con boinas y albornoces, togas y gorgueras, quimonos, capas, camisas deportivas, ondeantes corbatas negras, pecheras de encaje y sombreros de copa, calzas y jubones, blusas camiseras y téjanos, penetró tumultuosamente en todas las fábricas de ficción, aullando muerte y destrucción para las gigantescas máquinas: aquellas máquinas de las que ellos habían sido simples cuidadores, y en cuyos buches electrónicos fermentaba la literatura que alimentaba los anhelos y endulzaba los subconscientes de los habitantes de tres planetas, media docena de satélites y varios millares de naves espaciales dispersas por el espacio.

Hartos de verse sobornados con altos salarios y las sencillas galas de la autoría —los atuendos antiguos que eran las vestimentas de su profesión, los nombres consagrados por [a tradición, que podían e incluso debían asumir, las exóticas vidas amorosas que les permitían y estimulaban a llevar—, los escritores destruían, alborotaban y demolían, mientras la policía de un gobierno laborista interesado en romper el poder de los editores permanecía complacientemente al margen. Los robots esbirros, contratados a toda prisa por los sorprendidos y alarmados editores, mantenían también una actitud pasiva, presionados por un veto de última hora de la Hermandad Interplanetaria de Máquinas Comerciales Libres. Tampoco ellos intervinieron; estatuas oscuras y sombrías, con su metal abollado por los ladrillazos, manchado por los ácidos y ennegrecido por los lanzarrayos portátiles de los revoltosos, se limitaban a contemplar cómo morían sus congéneres privados de movimiento e inteligencia.

Hornero Hemingway se abrió paso con su hacha a través del tablero de mandos gris de una Polirredactora Random House y la emprendió brutalmente con la maquinaria.

Safo Wollstonecraft Shaw introdujo un gran embudo de plástico en el banco de memoria de una Versificadora Scribe y vertió diez litros de humeante ácido nítrico en sus superdelicadas entrañas.

Harriet Beecher Bronté roció con gasolina una Novelista Norton y relinchó mientras las llamas se elevaban al cielo.

Eloísa Ibsen, con la blusa desgarrada hasta los hombros y agitando el estandarte gris con el «30», que simbolizaba el final de la literatura hecha a máquina, saltó sobre tres encogidos adjuntos a Gerencia que habían bajado «a ver cómo los robots ponían en tuga a aquellos insolentes simios cochambrosos». Por un instante, se pareció asombrosamente a la
Libertad guiando al pueblo
del cuadro de Delacroix.

Abelardo de Musset, con el sombrero de copa ladeado y los bolsillos repletos de octavillas a favor de la libertad de expresión, ametralló con un subfusil una Tramadora Putnam. Marcel Feodor Joyce dejó caer una bomba de mano en el asociador de una Reflexiva Schuster. Dylan Bisshe Donne descargó su lanzagranadas contra una Bardo Bantam.

Agatha Ngaio Seycrs envenenó a una Romántica Doubleday con óxido de magnetita en polvo.

Somerset Makepeace Dickens destrozó a martillazos una Policíaca Harcourt.

H. G. Heinlein clavó roblones explosivos en una Ciencia–Ficción Appleton y estuvo a punto de perder la vida tratando de empujar a la multitud hasta una distancia segura mientras esperaba a que los ígneos chorros blancos alcanzaran la intrincada red de finos alambres de plata.

Norman Vincent Durant dinamitó una Condensadora de Libros Ballantine.

Talbot Fenimore Forester la emprendió a sablazos con una Histórica Houghton, la abrió en canal con una lanza y vertió en su interior una mezcla inflamable llamada «fuego griego» que él mismo había preparado según una fórmula muy antigua.

Luke Van Tilburg Wister vació sus seis revólveres contra una Western Whittlesey, y la remató con seis cartuchos de dinamita y un «hip–hip–hurra».

Fritz Ashton Eddison soltó una nube de murciélagos radioactivos en el interior de una Fantaseadora Fiction House (en realidad una Soñadora Dutton modificada mediante un control manual de credibilidad).

Edgar Alien Bloch, blandiendo un bastón eléctrico alimentado por baterías isotópicas portátiles, destruyó personalmente una gran cantidad de acortadoras, rellenadoras, correctoras, exprimideras, etcétera.

Connan Haggard de Camp embistió a una Capa–y–Espada Gold Medal con el puntiagudo morro de un camión de cinco toneladas.

Los Shakespeare devastaban, los Dante infligían la muerte electroquímica, los Esquilo y los Millón luchaban hombro con hombro con los Zola y los Farrell; los Rimbaud y los Bradbury compartían los peligros revolucionarios; en tanto que tribus enteras de Sinclair, Balzac, Dumas y otros autores que sólo se distinguían por sus iniciales limpiaban de enemigos la retaguardia.

Fue un día negro para los amantes de los libros. O quizás el amanecer de algo nuevo.

4

Uno de los últimos incidentes en la matanza de máquinas de redactar —que algunos historiadores compararon más tarde con el incendio de la Gran Biblioteca de Alejandría o las quemas de libros llevadas a cabo por los nazis, y otros con los motines de Boston o la toma de la Bastilla— se desarrolló en la sala de máquinas compartida por Rocket House y Protón Press. Allí, después de que Eloísa Ibsen volara la máquina redactora de Gaspard, se había producido una tregua en la orgía de destrucción. Todos los visitantes supervivientes habían huido a excepción de dos maduras maestras de escuela que, acurrucadas contra la pared, permanecían abrazadas buscando mutuo consuelo, y miraban a su alrededor con aterrado asombro, incapaces de moverse.

Junto a ellas, y al parecer no menos asustado, estaba un esbelto robot cuya capa exterior era de aluminio de color rosa brillante; un robot con cintura de avispa y muñecas y tobillos notablemente delgados, mucho más esbelto que el propio Zane Gort y aspecto extrañamente femenino.

Poco después de la explosión, Joe el Guardián se levantó del asiento que ocupaba al lado del reloj, cruzó lentamente la sala y sacó de un armario una escoba y un recogedor; luego, con la misma lentitud, desando el camino con ellos y empezó a barrer los restos de la destrozada máquina de redactar, metiendo en el recogedor trozos de metal, de cable y de tela color turquesa. En un momento determinado se inclinó a recoger un botón de nácar y lo contempló diez largos segundos antes de menear la cabeza y dejarlo caer en el recogedor con un leve
ping
.

Las dos maestras de escuela y el llamativo robot rosa le seguían con la mirada, pendientes de todos sus movimientos. Como figura paternal y símbolo de seguridad resultaba más bien mediocre, pero en aquel momento no había nada mejor a mano.

Joe el Guardián había llenado y vaciado dos veces su recogedor —operación que requería cada vez un largo viaje de ida y vuelta—, cuando los escritores, ebrios de victoria, aparecieron súbitamente en la amplia estancia. Formaban un grupo compacto, cuyo aspecto resultaba mucho más terrorífico al resplandor de las lenguas de fuego de seis metros de longitud proyectadas por tres lanzallamas.

Mientras las tres parejas que manejaban los lanzallamas se disponían a acabar con las cinco máquinas de redactar aún intactas, los demás escritores saltaban y gritaban como diablos… y su aspecto de ciudadanos del infierno era subrayado por el humeante fulgor rojizo que despedían las terribles armas. Se estrechaban las manos, se palmeaban la espalda, se besaban, se gritaban al oído algún detalle atroz sobre la destrucción de una máquina redactora particularmente odiada, y luego reían estruendosamente.

Las dos maestras de escuela y el llamativo robot rosa sintieron aumentar todavía más su pánico. Las dos primeras se abrazaron con más fuerza. Joe el Guardián miró por encima de su giboso hombro a íos intrusos, meneó de nuevo la cabeza, pareció blasfemar en voz baja y continuó con su ineficaz barrido.

Algunos escritores formaron espontáneamente una serpiente a la que no tardaron en unirse todos los demás, excepto los portadores de lanzallamas. Con las manos sobre los hombros del de delante, empezaron a patear el suelo o arrastrar los pies, avanzando en culebreante espiral hasta dar dos vueltas alrededor de la sala, pasando entre algunas de las ennegrecidas y retorcidas máquinas de redactar y acercándose peligrosamente a las pestilentes llamas. Mientras se movían —dos pasos adelante, un paso atrás—, gritaban y gruñían como fieras.

Cuando parte de la serpiente se dirigió hacia ellos, las dos maestras de escuela y el robot rosa se apretaron más contra la pared. Joe el Guardián quedó atrapado en el interior de la espiral, pero se limitó a seguir barriendo, sin dejar de menear la cabeza y farfullar en voz baja.

Al poco, unas palabras gritadas a coro empezaron a dominar los gruñidos animales y fueron adquiriendo forma concreta. Hasta que se oyó el ofensivo cántico, inconfundiblemente claro:

¡Mueran los odiosos editores!

¡Mueran los odiosos editores!

¡Sucio… mun… do Editorial!

¡Maricas todos los programadores!

¡Maricas todos los programadores!

¡Nunca más… máquinas… de redactar!

Al oír esto, se produjo un asombroso cambio en la actitud del robot rosa. Apartando de un codazo a las dos maestras, se irguió y echó a andar con decisión hacía delante moviendo sus delgados brazos de aluminio, como habría hecho una persona para espantar moscas, y diciendo con un hilo de voz algo que el vocerío ahogaba por completo.

Los escritores se dieron cuenta de lo que ocurría y, tan acostumbrados como todos a apartarse del camino de los robots cuando éstos se mostraban agresivos, se limitaron a romper la cadena para dejarle pasar, gritando y riendo mientras lo hacían.

Un escritor que llevaba un sombrero de copa abollado y una raída capa negra gritó:

—¡Es una róbix, muchachos!

El descubrimiento provocó un jolgorio incontenible, y una escritora bajita vestida con ropas masculinas del siglo XIX (su nombre era Simone Wolfe–Sand Sagan) le gritó a la róbix:

—¡Ten cuidado, Rosita! Lo que ahora vamos a escribir hará estallar los circuitos de vuestro robótico gobierno de censores…

La róbix rosa llegó al otro lado de la sala después de cruzar cuatro veces por entre la serpiente. Dio media vuelta y por unos instantes continuó agitando los brazos y diciendo algo en tono inaudible, mientras los escritores más cercanos volvían sus cabezas hacia ella para rugir su canto, entre grandes muecas.

Por último, la róbix golpeó el suelo con su delicado pie de aluminio, se volvió pudorosamente de cara a la pared y realizó ciertos ajustes en las rosadas protuberancias de su busto. Luego se volvió de nuevo y su hilo de voz se convirtió de improviso en un bramido ensordecedor que paró en seco a la serpiente, acalló los cánticos e hizo que incluso las distantes maestras se estremecieran y se taparan los oídos con las manos.

—¡Oh, gente horrible! —exclamó con una voz aguda que habría resultado muy agradable si no hubiese sido tan empalagosa—. ¡No sabéis lo que palabras como ésas, repetidas una y otra vez, perjudican a mis condensadores y relés! ¡Si lo supierais, no las pronunciaríais! Si volvéis a cantar, gritaré de veras, ¡Oh, mis pobres y amados delincuentes! Habéis dicho y hecho cosas tan horribles que apenas sé por dónde empezar a corregiros… Pero ¿no sería más agradable, ¡sí, mucho más agradable!, que para empezar, cantarais vuestra canción de otro modo?

Y la róbix, batiendo rítmicamente sus delicadas pinzas ante su sonrosado busto, cantó con gran sentimiento:

¡Vivan los amados editores!

¡Vivan los amados editores!

¡Limpio… mun… do editorial!

¡Loor a los perfectos programadores!

¡Loor a los perfectos programadores!

¡Siempre… máquinas… de redactar!

Risas histéricas e indignadas exclamaciones, mezcladas en proporciones casi iguales, fueron la réplica de los escritores a la nueva letra.

Dos de los lanzallamas estaban ya sin combustible, pero habían trabajado mucho y bien. Las últimas máquinas contra las cuales habían sido dirigidos (una Dialoguista Protón y una Proteica de la misma marca) aparecían incandescentes en más de la mitad de frontales y hedían a cable quemado. El tercero, cuyo chorro de fuego dirigía Hornero Hemingway, seguía enfocado a medio gas contra una Fraseadora Rocket; Hornero había rebajado la intensidad del arma dos minutos antes, para prolongar la diversión.

Los escritores no rehicieron la serpiente, pero muchos de ellos —aprendices varones en su mayoría— avanzaron contra la róbix gritando, al principio de un modo anárquico, luego acompasadamente, todas las palabrotas que sabían (no más de siete, en realidad). Entonces, la robot «gritó de veras», recorriendo toda la escala a pleno volumen, emitiendo desde vibraciones subsónicas estremecedoras hasta enloquecedores ultrasonidos. El efecto era como siete sirenas de bomberos de las de antes, más un pito sobreagudo y un timbal más que bajo.

Las palmas de las manos taparon oídos. En los rostros aparecieron expresiones de dolor.

Hornero Hemingway dobló su brazo izquierdo por encima de su cabeza para taparse las dos orejas a la vez…, y siguió bizqueando, molesto por el ruido. Con su mano derecha paseó la disminuida llama sobre el suelo hasta que alcanzó a la róbix rosa.

—¡Cierra el pico, hermana! —rugió, rociando con la llama las esbeltas pantorrillas de aluminio. La róbix dejó de gritar para emitir un vibrante y acongojado zumbido, que recordaba un escape en una tubería de alta presión. Se tambaleó y empezó a oscilar como un trompo que pierde fuerza.

Entonces entraron en la sala Zane Gort y Gaspard de la Nuit. El primero se adelantó con toda la rapidez posible en un robot (que es casi cinco veces superior a la de un hombre) y sostuvo a la róbix en el instante en que iba a caer. La sujetó con firmeza, sin decir nada pero mirando fijamente a Hornero Hemingway, quien había vuelto a enfocar con cierta aprensión su lanzallamas contra la Fraseadora Rocket cuando vio aparecer a Zane.

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