Los chicos que cayeron en la trampa

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

 

A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

Junto con su sagaz asistente Assad, retoma la investigación y empieza a atar algunos de los cabos sueltos: ¿qué secretos se esconden en el pasado de unos jóvenes hombres de negocios aparentemente intachables? El departamento de los casos no resueltos inicia su propia investigación.

Jussi Adler-Olsen

Los chicos que cayeron en la trampa

Departamento Q-2

ePUB v1.0

AlexAinhoa
21.05.12

Título original:
Fasandræberne

Jussi Adler-Olsen, 09/2011.

Traducción: Nicolás de Miguel.

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.0

Dedicado a las tres gracias y damas de hierro

Anne, Lene y Charlotte

Prólogo

Por encima de las copas de los árboles resonó otro disparo más.

Los gritos de los ojeadores se oían cada vez con mayor claridad. Su propio pulso le oprimía los tímpanos, al tiempo que el aire húmedo le entraba en los pulmones con tal violencia e intensidad que llegaba a hacerle daño.

Corre, corre, sin caerte. Si me caigo no volveré a levantarme. Joder, ¿por qué no consigo soltarme las manos? Ah, corre, corre… chist. Que no me oigan. ¿Me habrán oído? ¿Habrá llegado el momento? ¿De verdad que voy a acabar así mis días?

Las ramas le azotaban el rostro y trazaban en él líneas de sangre, una sangre entremezclada con sudor.

Los gritos ya se oían por todas partes. Entonces le invadió un terror mortal.

Sonaron varios disparos más. El silbido de los proyectiles al hendir aquel aire cortante le pasó tan cerca que el sudor no tardó en formar una película por debajo de su ropa.

Un minuto o dos y los tendría allí mismo. ¿Por qué no le obedecían las manos? ¿Cómo podía ser tan fuerte la cinta que se las sujetaba a la espalda?

Los pájaros, asustados, alzaron el vuelo por encima de las copas de los árboles con un aleteo. Por detrás del tupido muro de abetos la danza de sombras se hizo más evidente. Debían de encontrarse a unos cien metros. Todo se tornó más claro. Las voces. La sed de sangre de los cazadores.

¿Cómo pensarían hacerlo? ¿Un disparo, una flecha solitaria y se acabó? ¿Eso era todo?

No, claro. ¿Por qué conformarse con tan poca cosa? No eran tan clementes esos cabrones, no. Llevaban sus rifles, sus cuchillos enlodados y ya habían comprobado la eficacia de sus ballestas.

¿Dónde esconderme? ¿Habrá algún sitio? ¿Podré volver? ¿Podré?

Su mirada recorrió el suelo del bosque, aunque la cinta que le cubría los ojos casi por completo dificultaba la tarea, y sus piernas continuaron corriendo a trompicones.

Ahora me toca sentir en carne propia lo que es estar a su merced. No harán excepciones conmigo, así es como satisfacen sus instintos. Es la única posibilidad.

El corazón le latía con tal fuerza que llegaba a hacerle daño.

1

Para ella, aventurarse a bajar por Strøget era casi como andar por el filo de un cuchillo. Con el rostro semioculto tras un pañuelo de un color verde oscuro, pasaba frente a los escaparates iluminados de la calle peatonal sin dejar de analizarla con la mirada alerta ni un segundo. Se trataba de reconocer a la gente y de que no la reconocieran a ella, de poder vivir en paz con sus demonios; el resto corría de cuenta de todos esos que pasaban con tanta prisa, de los hijos de perra que querían hacerle daño y de los que se apartaban a su paso con la mirada vacía.

Kimmie levantó la vista hacia las farolas que dejaban caer su gélida luz sobre Vesterbrogade. Dilató las aletas de la nariz. Las noches no tardarían en refrescar, había que ir preparándose para la hibernación.

Estaba en medio de un grupito de visitantes del Tívoli semicongelados en el paso de peatones de la estación central cuando reparó en una mujer con un abrigo de
tweed
que aguardaba a su lado. Unos ojos entornados la inspeccionaron, la nariz se arrugó un poco y la mujer se apartó ligeramente. Apenas unos centímetros, pero más que suficiente.

Bueno, Kimmie
, una señal de advertencia parpadeó en su cabeza al tiempo que la furia se apoderaba de ella.

Su mirada recorrió el cuerpo de la desconocida hasta llegar a la altura de las pantorrillas. Un leve brillo en las medias, los tobillos prolongados por unos zapatos de tacón. Kimmie sintió que los labios se le crispaban en una sonrisa traicionera. Podía partirle los tacones de una buena patada y tirarla al suelo. Así descubriría que en una acera mojada se manchan hasta los trajes de Christian Lacroix. Así aprendería a ocuparse de sus propios asuntos.

La miró a la cara. La raya bien delineada, la nariz empolvada, los rizos muy bien recortados. La mirada dura y fría. Sí, conocía a las de su clase mejor que la mayoría de los mortales. Ella misma había pertenecido a ese mundo, al pijerío arrogante, tan vacío por dentro que retumbaba. Así eran las que entonces llamaba sus amigas. Así era su madrastra.

Las detestaba.

Bueno, haz algo
, susurraron las voces de su cabeza.
No lo consientas. Demuéstrale quién eres. ¡Vamos!

Kimmie observó a unos críos de piel oscura que había al otro lado de la calle. De no haber sido por sus ojos erráticos, habría empujado a aquella mujer al paso del 47. Ya lo estaba viendo: la enorme mancha de sangre que el autobús dejaría tras de sí; la oleada de conmoción que el cuerpo aplastado de aquella arrogante propagaría entre la multitud; la deliciosa sensación de justicia que le proporcionaría.

Pero no la empujó. Siempre había un ojo alerta entre la muchedumbre y, además, eso que llevaba dentro la refrenaba. El terrible eco de unos días lejanos, muy lejanos.

Se llevó la manga al rostro y aspiró con fuerza. La mujer que había a su lado no se había equivocado, apestaba.

Cuando el semáforo cambió a verde, echó a andar por el paso de cebra con la maleta a rastras traqueteando sobre sus ruedas torcidas. Sería su último viaje, ya era hora de jubilar aquel trasto.

Había llegado el momento de cambiarlo.

En mitad del vestíbulo de la estación, delante de la tienda 24-horas, había un letrero con las primeras páginas de los periódicos del día, un auténtico fastidio para quienes iban con prisa y para los ciegos. Ya había visto los titulares varias veces de camino hacia allí; daban asco.

—Cabrón —murmuró al pasar junto a los carteles con la vista al frente.

A pesar de todo, no pudo evitar volverse y entrever el rostro que aparecía entre los titulares del
B. T
.

La sola visión de aquel hombre la hizo echarse a temblar.

El pie de foto decía: «Ditlev Pram posee clínicas privadas en Polonia por valor de 12. 000 millones». Escupió en el suelo y se detuvo un instante a esperar a que la reacción de su cuerpo se suavizara. Odiaba a Ditlev Pram; a él, a Torsten y a Ulrik. Pero un día sabrían lo que era bueno. Algún día acabaría con ellos. Seguro.

Sus carcajadas despertaron la sonrisa de un viandante, otro cándido imbécil que creía saber qué pasaba por la mente de los demás.

De pronto se detuvo.

Tine la Rata estaba un poco más adelante, en su sitio habitual, incapaz de mantener la vertical y cabeceando ligeramente, con las manos sucias, los párpados pesados y el brazo extendido con la descerebrada esperanza de que alguien en medio de aquel hervidero le diera una moneda. Solo una drogadicta podía mantener esa postura hora tras hora. Pobre infeliz.

Kimmie se escabulló por detrás de ella y se dirigió hacia las escaleras que conducían a la salida de Reventlowsgade, pero Tine la vio.

—¡Eh! Joder. Hola, Kimmie —oyó que decía una voz a su espalda; pero no se volvió.

Tine la Rata no era buena compañía en los espacios abiertos, el cerebro solo le llegaba a funcionar pasablemente cuando estaban en su banco de la calle.

Pero era la única persona que Kimmie soportaba.

El viento barría las calles con un soplido inexplicablemente frío y todos se apresuraban a regresar a sus casas; por eso, junto a las escaleras de la estación que desembocaban frente a Istedgade, cinco Mercedes negros aguardaban en la parada de taxis con el motor encendido. Pensó que así quedaría alguno cuando lo necesitara. Eso era todo cuanto quería saber.

Arrastró la maleta hasta la tienda tailandesa que había en el sótano del otro lado de la calle y la colocó junto al escaparate. Solo una vez le habían birlado una maleta después de dejarla ahí, algo que con toda seguridad no se repetiría con semejante tiempo; hasta los ladrones se quedaban bajo techo. Además, le traía sin cuidado, no contenía nada de valor.

Tras poco más de diez tristes minutos en la plazoleta de la estación, el pez picó. De un taxi bajó una mujer espectacular con un abrigo de visón, una maleta con sólidas ruedas de goma y un cuerpo ágil que no debía de pasar de una 38. Antaño a Kimmie solo le interesaban las de la talla 40, pero ya había llovido mucho y vivir en la calle no engordaba, precisamente.

Mientras la recién llegada trataba de orientarse junto a uno de los expendedores automáticos del vestíbulo, le robó la maleta. Después salió por la puerta de atrás con toda la calma del mundo y llegó a la parada de taxis de Rewntlowsgade en un abrir y cerrar de ojos.

Nada como tener práctica.

Una vez allí, cargó el botín en el maletero del primer coche y le pidió al taxista que la llevara a dar una vuelta por ahí.

Sacó un buen puñado de billetes de cien coronas del bolsillo del abrigo.

—Te daré un par de estos de propina si haces lo que te digo —añadió, haciendo caso omiso de su mirada suspicaz así como del temblor que le sacudía las aletas de la nariz.

Al cabo de más o menos una hora regresaría a recoger la maleta vieja vestida con ropa nueva y con el olor de una desconocida impregnado en el cuerpo.

Para entonces las narices del taxista temblarían de un modo muy, pero que muy distinto.

2

Ditlev Pram era un hombre atractivo y lo sabía. Cuando volaba en
business
siempre había un amplio surtido de féminas que no protestaban si les hablaba de su Lamborghini y de lo rápido que lo conducía hasta su humilde morada de Rungsted.

En esta ocasión, el objeto de sus deseos era una mujer con una melena de suaves cabellos y unas gafas de montura negra y poderosa que la hacían parecer inaccesible. Le excitaba.

La había abordado sin éxito, le había ofrecido
The Economist
con una central nuclear a contraluz en la portada sin obtener otra cosa que un gesto de rechazo con la mano y había hecho que le sirvieran una copa que ella no se bebió. Para cuando el vuelo de Stettin aterrizó en el aeropuerto de Kastrup a la hora prevista, había desperdiciado noventa preciosos minutos.

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