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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

Los confidentes (4 page)

En el mostrador le tiendo el frasco vacío al farmacéutico. Este se pone las gafas y mira el recipiente de plástico.

Yo me examino atentamente las uñas de la mano y trato de recordar inútilmente el título de la canción que suena por el hilo musical.

–¿Señorita? – empieza el farmacéutico con timidez.

–¿Sí? – Me quito las gafas de sol.

–Aquí dice «para una sola vez».

–¿Qué? – pregunto, sobresaltada-. ¿Dónde?

El farmacéutico señala las palabras escritas a máquina de la parte de abajo de la etiqueta sujeta con cinta adhesiva al frasco junto al nombre de mi psiquiatra y junto a eso la fecha, 10/10/83.

–Creo que el doctor Nova ha cometido algún… bueno, algún error -digo yo muy despacio, insegura, echando una nueva ojeada al frasco.

–Bien -dice el farmacéutico, suspirando-. Pues yo no puedo hacer nada.

Me vuelvo a mirar las uñas y trato de pensar en algo que decir, que, finalmente, es:

–Pero… necesito más.

–Lo siento -dice el farmacéutico, claramente molesto, cambiando el peso de un pie al otro, nervioso. Me devuelve el frasco y cuando trato de volvérselo a dar, se encoge de hombros.

–Habrá razones por las que su médico no quiso que tomara más -explica amablemente, como si hablara con un niño.

Intento reír, me paso una mano por la cara y digo alegremente:

–Oh, él siempre me gasta esas bromas.

Pienso en el modo en que me miró el farmacéutico después de que yo dijera eso cuando vuelvo en coche a casa, y paso andando junto a la muchacha, y el olor a marihuana me alcanza durante un instante y me acompaña hasta el dormitorio. Cierro la puerta con pestillo y bajo las persianas y me quito la ropa y pongo una cinta en el Betamax y me meto bajo las frescas sábanas y lloro durante una hora y trato de ver la película y tomo algo de Valium y luego registro a fondo el cuarto de baño en busca de una antigua receta de Nembutal y luego ordeno los zapatos de mi armario y pongo otra película en el Betamax y luego abro las ventanas y el olor a buganvilla penetra por entre las persianas parcialmente bajadas y fumo un pitillo y me lavo la cara.

Llamo a Martin.

–¿Diga? – responde otro chico. – ¿Martin? – pregunto de todos modos. – No, lo siento. Hago una pausa.

–¿No está Martin?

–Un momento, voy a ver.

Oigo que deja el teléfono y trato de reírme ante la idea de que alguien, un chico probablemente bronceado, rubio, como Martin, que está en el apartamento de Martin, deja el teléfono y va a buscarle por el pequeño estudio de tres habitaciones, pero al cabo de un rato no me parece nada gracioso.

El chico vuelve al aparato.

–Creo que está en la… bueno, en la playa.

El chico no parece demasiado seguro.

Yo no digo nada.

–¿Quieres dejarle algún recado? – pregunta él, con tono furtivo, al cabo de una pausa-. Espera un momento. ¿Eres Julia? ¿La chica que conocimos Mike y yo en el 385 North? ¿Con el Volkswagen?

Yo no digo nada.

–Tenías tres gramos encima y un Volkswagen blanco.

Yo no digo nada.

–¿Eres o no?

–No.

–¿No tienes un Volkswagen blanco?

–Volveré a llamar.

–Como quieras.

Cuelgo, preguntándome quién será el chico, si sabrá lo mío con Martin y preguntándome si Martin estará tumbado en la arena, tomando una cerveza, fumando un pitillo bajo una sombrilla a rayas en la playa con las gafas de sol Wayfarer puestas, el pelo peinado hacia atrás, mirando fijamente hacia donde termina la tierra y se une con el mar, o si en lugar de eso estará en la cama tumbado debajo de un poster de las Go-Go's, estudiando para un examen de química y al mismo tiempo mirando los anuncios de coches en busca de un BMW nuevo. Me quedo dormida hasta que termina la cinta del Betamax y se oye chisporrotear la electricidad estática.

Estoy sentada con mi hijo y mi hija a una mesa de un restaurante de Sunset. Susan lleva una minifalda que compró en una tienda que se llama Flip, en Melrose, una tienda que está situada no demasiado lejos de donde me quemé el dedo cuando almorzaba con Eve y Faith y Anne. Susan también lleva una camiseta blanca con las palabras LOS ÁNGELES escritas a mano con un rojo que parece sangre que no se ha secado del todo y gotea. Susan también lleva puesto un viejo chaleco Levi's con una chapa de los Stray Cats pinchada en una de las descoloridas solapas y gafas de sol Wayfarer. Agarra la rodaja de limón de su vaso de agua y la muerde. No consigo recordar si ya hemos pedido la comida o no. Me pregunto qué es un Stray Cat.

Graham está sentado junto a Susan y estoy casi segura de que está fumado. Mira por las ventanas y sigue los faros de los coches que pasan. William está llamando por teléfono a los estudios. Parece que va a cerrar un trato que no está nada mal. William no ha sido concreto con respecto a la película ni sobre quién va a participar en ella o quién la va a financiar. Sin embargo me han llegado rumores de que se trata de la continuación de una película de mucho éxito que estrenaron el año pasado, en el verano de 1982, sobre un marciano muy chistoso que tenía pinta de uva; una uva grande y triste. William ha ido al teléfono del fondo del restaurante cuatro veces desde que llegamos y tengo la sensación de que William se levanta de la mesa y se limita a quedarse al fondo del restaurante, porque en la mesa de al lado de la nuestra hay una actriz que está sentada con un surfista muy joven y la actriz mira sin parar a William siempre que éste se encuentra en la mesa y sé que la actriz se ha acostado con William y que la actriz sabe que yo lo sé y cuando se cruzan nuestras miradas durante un momento, un accidente, las dos apartamos la vista bruscamente.

Susan se pone a tararear una canción para sí misma mientras tamborilea con los dedos en la mesa. Graham enciende un pitillo, sin que le importe que digamos algo, y sus ojos, enrojecidos y medio cerrados, se le humedecen durante un momento.

–Mi coche hace algo así como un ruido raro -dice Susan-. Creo que será mejor que lo revise. – Pasa los dedos por la montura de sus gafas de sol.

–Desde luego, si hace un ruido raro, debes mirarlo -digo yo.

–Bueno, o sea, es que lo voy a necesitar. Voy a ver a los Psychedelic Furs, en el Civic, el viernes, y tengo que llevar mi coche como sea, oyes. – Susan mira a Graham-. Si es que Graham me ha conseguido las entradas.

–Sí, te he conseguido las entradas -dice Graham, con lo que suena como a gran esfuerzo-. Y ya te vale de decir «o sea».

–¿De dónde las has sacado? – pregunta Susan, tamborileando con los dedos.

–De Julian.

–No, de Julian no.

–¿Y por qué no? – Graham trata de sonar a fastidio, pero suena a cansado.

–Es un colgado, está pasado a todas horas. Probablemente habrá ligado unas entradas asquerosas. Está pasado a todas horas -repite Susan. Deja de tamborilear, mira directamente a Graham-. Igualito que tú.

Graham asiente lentamente con la cabeza y no dice nada. Antes de que pueda decirle que no discuta con su hermana, él dice:

–Sí, igualito que yo.

–Julian vende heroína -dice Susan, como quien no quiere la cosa.

Le echo una ojeada a la actriz cuya mano aprieta el muslo del surfista mientras éste come pizza.

–También es chapero -añade Susan.

Una larga pausa.

–Eso… ¿está dirigido a mí? – pregunto, suavemente.

–Eso es una tremenda mentira -consigue decir Graham-. ¿Quién te contó eso? ¿Esa puta de Valley? ¿Sharon Wheeler?

–Nada de eso. Sé que el dueño del Seven Seas se acuesta con él y que ahora Julian entra gratis y tiene toda la coca que quiere. – Susan suspira, sonríe cansinamente-. Además, resulta irónico que los dos tengan herpes.

Esto hace que Graham se ría por algún motivo y dé una calada a su pitillo y diga:

–Julian no tiene herpes y no se lo contagió el dueño del Seven Seas. – Pausa, expulsa el humo, luego-: Tiene una enfermedad venérea por culpa de Dominique Dentrel.

William se sienta.

–Dios santo, mis hijos están hablando de «éxtasis» y de maricas, vaya por Dios… quítate esas malditas gafas de sol, Susan. Estamos en Spago, no en el jodido club de la playa. – William termina la botella de un vino espumoso que por lo visto había perdido el gas unos veinte minutos antes. Nos lanza una ojeada a la actriz y a mí y dice-: Vamos a ir a la fiesta de los Schrawtz el viernes por la noche.

Estoy toqueteando mi servilleta y enciendo un pitillo.

–Yo no quiero ir a esa fiesta de los Schrawtz del viernes por la noche -digo sin alzar la voz, echando el humo.

William me mira y enciende un pitillo y dice, también sin alzar la voz, mirándome directamente:

–Entonces ¿qué es lo que quieres hacer en lugar de eso? ¿Dormir? ¿Quedarte tumbada junto a la piscina? ¿Contar tus zapatos?

Graham baja la vista, riéndose tontamente.

Susan da un sorbo a su agua, echa una ojeada al surfista.

Al cabo de un rato les pregunto a Susan y Graham cómo les va en la universidad.

Graham no responde.

Susan dice:

–Muy bien. Belinda Laurel tiene herpes.

Me pregunto si a Belinda Laurel se lo habrá contagiado Julian o el dueño del The Seven Seas. Tampoco estoy pasando un buen rato al aguantarme las ganas de preguntarle a Susan qué es un Stray Cat.

Graham habla desganadamente, dice:

–Se lo pegó Vince Parker, cuyos padres le compraron un 928 aunque saben que se mete cantidades de tranquilizantes para animales.

–Eso es… -Susan hace una pausa, busca la palabra adecuada.

Yo cierro los ojos y pienso en el chico que descolgó el teléfono en el apartamento de Martín.

–Asqueroso -termina Susan.

Graham dice:

–Sí, asqueroso de verdad.

William lanza una ojeada a la actriz que mete mano al surfista, y haciendo una mueca dice:

–Dios mío, chicos, sois unos morbosos. Voy a hacer otra llamada.

Graham, con pinta de cansado y resacoso, mira por la ventana hacia la Tower Records del otro lado de la calle con una nostalgia que me sorprende y luego cierro los ojos y pienso en el color del agua, en un limonero, una cicatriz.

El jueves por la mañana llama mi madre. La muchacha entra en mi habitación a las once y me despierta diciendo:

–Teléfono,
su madre, su madre, señora.
[1]


No estoy aquí, Rosa, no estoy aquí…
-digo yo y me vuelvo a dormir.

Después de despertar a la una y dirigirme a la piscina fumando un pitillo y tomando una Perrier, el teléfono suena en la caseta del jardín y comprendo que tendré que hablar con mi madre con objeto de librarme de ella. Rosa descuelga de modo que el teléfono deja de sonar, y eso hace que vuelva a la casa principal.

–Sí, soy yo. – Mi madre parece estar sola y enfadada-. ¿Dónde estabas? Llamé antes.

–Sí. – Suspiro-. De compras.

–Ah. – Pausa-. ¿Y qué compraste?

–Bueno… cosas para los perros -digo yo, y luego-: Estuve comprando unas cosas -y luego-: Para los perros -y luego-: ¿Cómo estás?

–¿Tú cómo crees que estoy?

Suspiro, me tumbo en la cama.

–No lo sé. ¿Como siempre? – y luego, al cabo de un momento-: No llores -digo-. Por favor. No llores, por favor.

–Resulta todo tan sin sentido… Continúo viendo al doctor Scott todos los días y sigo esa terapia y él no deja de decir «Saldrá adelante, saldrá adelante» y yo siempre le pregunto «¿Qué es eso de que saldré adelante», «¿Qué es eso de que saldré adelante?». Y luego… -Mi madre se interrumpe, sin aliento.

–¿Todavía te receta Demerol?

–Sí -dice ella, suspirando-. Todavía sigo con el Demerol.

–Bien, eso está… bien.

La voz de mi madre se vuelve a quebrar.

–No sé si podré seguir tomándolo. Mi piel, está toda… mi piel…

–Por favor.

–… amarilla. Está toda amarilla.

Enciendo un pitillo.

–Por favor. – Cierro los ojos-. Todo irá perfectamente.

–¿Dónde están Graham y Susan?

–Están… en clase -digo yo, tratando de no parecer demasiado dubitativa.

–Me habría gustado hablar con ellos -dice-. A veces los echo de menos, ya sabes.

Apago el pitillo.

–Sí. Bien. También ellos… te echan de menos, ya sabes, sí… -Lo sé.

Tratando de entablar conversación, pregunto:

–Oye, ¿que has hecho últimamente?

–Acabo de volver de la clínica y me dedicaba a ordenar el desván y encontré aquellas fotos que sacamos aquellas Navidades en Nueva York. Las estaba buscando. Tú tenías doce años. Cuando nos alojamos en el Carlyle.

En los últimos quince días mi madre parece que siempre está ordenando el desván y encontrando las mismas fotografías de aquellas Navidades en Nueva York. Recuerdo vagamente las Navidades. Las horas que tardó en elegir un vestido para que me lo pusiese en Nochebuena, luego el modo en que me cepilló el pelo con toques que se prolongaban mucho. Un espectáculo de Navidad en Radio City Music Hall y el bastón de caramelo que comí durante el espectáculo, que parecía un Santa Claus delgado y asustado. Además, estaba la noche en que mi padre apareció borracho en el Plaza y la pelea entre mis padres en el taxi durante el camino de vuelta al Carlyle y cómo les oí discutir aquella misma noche, más tarde, y que se rompían copas o vasos en la habitación de al lado de la mía. Una cena de Navidad en La Grenouille, en la que mi padre intentó besar a mi madre y ella se apartó. Pero lo que recuerdo con más claridad y lo que más me asusta es que durante ese viaje no nos hicimos fotos.

–¿Cómo está William? – pregunta mi madre cuando no le comento nada de las fotos.

–¿Qué? – pregunto yo, sorprendida, retomando la conversación.

–William. Tu marido -y luego, con cierto retintín-: Mi yerno. William.

–Está bien. Bien. Está bien. – La actriz de la mesa vecina a la nuestra de ayer por la noche en Spago besó al surfista en la boca cuando él quitó con un cuchillo el caviar de la pizza, y cuando me levanté para irme, me sonrió. Mi madre, con la piel amarilla, su cuerpo delgado y frágil debido a la falta de alimento, se muere en una casa enorme y vacía que da a la bahía de San Francisco. El chico que se ocupa de la piscina ha puesto trampas con mantequilla de cacahuete en el borde de la piscina. Sin precisión, con desgana.

–Me alegro.

No decimos nada durante casi dos minutos. Yo llevo la cuenta y oigo el tictac del reloj y a la muchacha tarareando una canción mientras limpia las ventanas de la habitación de Susan, y enciendo otro pitillo y espero que mi madre cuelgue pronto. Por fin mi madre se aclara la voz y dice algo.

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