Los cuadros del anatomista (30 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

—¿Dónde está Eloïse? —preguntó a Philippe.

—La he mandado a Canadá para que nos dejase tranquilos esta noche.

—No te creo. Teníamos que cenar juntos. Me habría avisado de su viaje.

—No la dejé. Le dije que nuestra madre estaba muy grave en el hospital y que tenía muy poco tiempo para coger el avión. Yo mismo la puse en un taxi hacia el aeropuerto.

—Maldito seas. Le explicaste un cuento para evitar que saliese conmigo.

—Es más que eso. Ella ya no volverá. Y yo, cuando acabe lo que tengo que hacer, también me marcharé. Será el final de nuestra aventura americana, una aventura que ha sido desastrosa para ambos.

Ken comenzó a impacientarse. Philippe estaba llevando las cosas demasiado lejos.

—Venga. Suéltame y hablemos.

—No te pienso soltar. Primero vas a oír lo que te tengo que contar. Y, luego, te matare.

—¿Pero por qué? ¿Qué te hecho yo?

—Lo mismo que los otros. Habéis hecho daño a mujeres a las que quiero.

—¿Los otros? ¿Qué otros?

—Jacob Jones, Ralph Strong y Héctor Barboza. Ellos mataron a Connie. Y Jack Bolton. Él hizo sufrir mucho a Eloïse. Ya sabes cómo acabaron todos —dijo esbozando una sonrisa.

Todavía bajo los efectos del cóctel litico, se dio cuenta entonces de que estaba frente a El Anatomista.

Capítulo 46

Ken observó que el gran armario que había encontrado cerrado en su primera visita al apartamento estaba abierto de par en par. En sus estantes se amontonaban libros, algunos de gran tamaño. Reconoció los cuatro tomos de la
Anatomía Humana
de los anatomistas franceses Testut y Latarjet, la obra de Rouvière, con magníficas láminas anatómicas a todo color, y el
Atlas de anatomía
de Pauchet y Dupret. Sin duda, a Philippe le gustaba la anatomía y había demostrado que, además, la conocía bien. Algunos de los libros eran de arte. Destacaba un gran volumen del Instituto Geográfico de Agostini sobre Leonardo da Vinci, con sus láminas de más de cuarenta centímetros de alto. Aguzando la vista pudo ver el tratado de Jablin sobre crucifixiones que él había adquirido en Brentano's. También había muchos rollos de papel, como si fueran planos o pósteres. Una pluma Montblanc reposaba al borde de un estante. Era el sanctasanctórum de El Anatomista. Ken pensó que todo cuadraba con sus sospechas: alto y fuerte, culto, conocedor del arte, experto en anatomía y lo suficientemente relacionado con la medicina para poder sustraer curarina de un hospital. Y además estaba seguro de que, inintencionadamente, Eloïse le había mantenido al corriente de su colaboración con la policía.

Ken, por fin, tomó conciencia de la situación de peligro en la que se encontraba. Intentó moverse algo dentro de aquella envoltura férrea que le inmovilizaba pero la cadena no cedió ni un ápice. Había estado más de una vez en peligro de muerte, pero nunca tan cerca como ahora. Pensó rápido. Tenía que hacer hablar a Philippe, distraerlo, que corriese el tiempo. Cuanto más, mejor. Mayores serían sus probabilidades de que les viese alguien, de que Philippe cometiese un error, de que se presentase la oportunidad de escapar.

—Así que tú eres El Anatomista, ¿verdad?

—Ya me contó Eloïse que me habíais apodado así.

—¿Eloïse sabía que eras tú? —dijo Ken alarmado.

—Ella no tiene ni idea de todo esto. Pero el nombre me gusta. Quiere decir que he hecho bien el trabajo.

—Eres un asesino. Esto no es un trabajo.

—No me negarás que las puestas en escena me llevaron su tiempo.

—Has matado a cuatro personas. No creo que puedas sentirte orgulloso de ello.

—Cuatro no, cinco.

—Yo sólo recuerdo cuatro cuadros. ¿Cuál es el quinto?

—Jacob Jones, el camello de Connie.

—Yo no estaba aquí cuando ocurrió.

—Ya lo sé, llegaste al día siguiente.

—Si no recuerdo mal, me dijeron que había muerto por ingerir sosa cáustica. ¿Qué cuadro hay en que alguien esté tomando sosa cáustica?

—No va por ahí la cosa. Aquello fue un
divertimento.
Le corté la oreja como se la cortó Van Gogh. —Ken recordó que Claudio lo había mencionado—. Y lo del escarabajo ensangrentado, otro
divertimento
—prosiguió Philippe.

—Por cierto, gracias por el cuadro del incendio, pero me he deshecho de él. Se lo he entregado a la policía.

—Ha sido en vano. No encontrarán huellas dactilares. Es una lástima porque tuve que viajar hasta Filadelfia para comprarlo. Hay que reconocer que eres un bastardo con suerte. La explosión del horno tendría que haberte llevado por delante. Debería haber dejado más ampollas.

—¿Qué era?

—Cloruro de etilo. Es muy inflamable. Al calentarse explota.

Cloruro de etilo. Un anestésico volátil que apenas se usaba ya. Sin duda, Philippe tenía acceso a medicación poco habitual.

Ken decidió continuar tirándole de la lengua.

—Hay una cosa que no comprendo. ¿Qué tenías tú que ver con Connie?

—La conocí en el dispensario de drogodependencias del hospital donde yo hacía prácticas. Necesitaba mucha ayuda. Me identifiqué con ella y su problema. Era enfermera, como Eloïse. Intimamos. Me enamoré de ella. Odiaba que tuviese que hacer la calle para comprar droga. Así que decidí cortar por lo sano su hábito. Maté a su camello y le metí su oreja en el bolso.

Ken comenzó a rememorar el caso. El teniente Lyons había estado muy cerca de acertar con el planteamiento.

—¿Así que tú eras el hombre al que Connie le hizo la mamada por cincuenta dólares?

La expresión de Philippe se tornó grave.

—Fue un momento muy malo para mí. Tenía que pasar por aquello para poder ponerle la oreja en el bolso. No es nada agradable que la mujer a la que amas te haga una mamada sin que ella sepa quién eres y encima te pida cincuenta dólares por hacerlo. Pero todo era parte de un plan.

—¿Y ella no te reconoció?

—No. Iba disfrazado y estaba muy oscuro. Pero no sirvió de nada. La pobre se mató. Así que decidí ir a por el causante de todos sus males.

—Ralph Strong.

—Sí, Ralph Strong, su perversor.

—Lo mataste de una sobredosis de heroína.

—Sí, pero antes le había inyectado el cóctel litico, como a ti. —Ken recordó entonces la pequeña marca de una aguja en el cuello que habían observado durante la autopsia—. Lo maté en su casa. Tuve que esperar a que oscureciese del todo y que cerrasen los puestos de pescado para llevar su cuerpo hasta el Wharf. Allí lo crucifiqué.

Ken pensó cómo Roddy Payton había acertado en todo el planteamiento. Ralph Strong murió en un lugar, estuvo tendido boca arriba por un cierto periodo de tiempo y luego trasladado y crucificado en el Wharf. Las livideces no habían mentido.

—¿Por qué lo crucificaste?

—¿No dicen que Jesús murió en la cruz por nuestros pecados? Pues él murió por los suyos.

—Y le clavaste los clavos en las muñecas.

—Claro. Como hicieron con Jesucristo. En la Sábana Santa de Turin se puede apreciar cómo la marca del clavo de la mano derecha atraviesa la muñeca. Concretamente entre los huesos escafoides, semilunar y grande del carpo. En el llamado espacio de Destot.

Ken no pudo dejar de admirar los conocimientos anatómicos de Philippe. Sin duda, habían acertado con el apodo. Éste prosiguió.

—Se ha demostrado científicamente, en la sala de autopsias, que si se clava un clavo en la palma, el peso del cuerpo desgarra la mano, mientras que si pones el clavo a través del carpo, o aún mejor, entre el radio y el cúbito, tienes un apoyo más sólido, que aguanta todo el peso.

—Como lo pintaron Rubens, Van Dyck, Langetti y Ge.

—¿Cómo sabes tú esto? —Philippe puso cara de sorpresa.

—Yo también he leído ese libro —contestó Ken señalando con su barbilla el tratado de Jablin.

Ken trataba de alargar la conversación al máximo. Philippe le leyó el pensamiento.

—Continuemos hablando. Tengo que esperar a que se haga noche cerrada antes de ajusticiarte.

Ken, asustado, prosiguió.

—Y Jack Drummond, ¿qué tenía que ver con Connie?

—Éste era el cabrón al que más odiaba de todos. No tenía nada que ver con Connie pero destrozó mi vida.

—¿Cómo?

—Si recuerdas, el día que nos conocimos en la conferencia del doctor Barnard, te dije que sentía una cierta afinidad por la cirugía.

—Sí, lo recuerdo.

—Bien, era más que eso. Era mi pasión. Por ese motivo vine a los Estados Unidos. Mi jefe en Quebec, el profesor Sarreau, me recomendó que viniese a la Universidad George Washington. Después del internado comencé como residente de primer año. Y allí estaba Jack Drummond para hacerme la vida imposible. Se acababa de separar, lo habían degradado en el hospital y la tomó conmigo. Me ponía más guardias y me hacía asistir a más operaciones que a los otros residentes. Siempre me criticaba, nunca hacía nada a su gusto. Un día me enfrenté a él y casi llegamos a las manos. Cuando llegó junio, me anunciaron que no iba a pasar a ser residente de segundo año. Y lo peor es que, sin recomendaciones, no pude cambiarme de hospital y seguir mi formación en cirugía. Se me cerraron todas las puertas.

—Y te pasaste a la psiquiatría.

—Sí. Además Eloïse acababa de llegar y no quise volverme a Canadá y dejarla sola aquí.

Ken volvió a impresionarse con el sobreproteccionismo de Philippe con su hermana.

—Era el hombre de Vitrubio, ¿verdad?

—Claro. El apartamento lo pedía. Yo había estado en su casa un par de veces y me había fijado en aquel marco del dormitorio, con el cuadrado y el círculo. Cuando decidí vengarme de él, inmediatamente pensé en el dibujo de Leonardo.

—Pero lo dejaste destrozado.

—Tan destrozado como dejó mi carrera quirúrgica ese hombre —chilló Philippe.

—Me refería a cómo lo mutilaste. Le sacaste un ojo y le cortaste una mano. Profanaste la belleza de la obra de Leonardo.

Philippe se levantó y se acercó a Ken, sus ojos traduciendo una locura vesánica.

—¡No me hables de la belleza de la obra de Leonardo!

—Pero ¿qué tienes tú contra Leonardo? El otro día, en la barbacoa, también reaccionaste así.

—Era un bastardo.

—Ya sé que sus padres no estaban casados, pero por eso no tienes que despreciarle.

—No. Me refiero a que era un hijo de puta. Hizo algo que yo nunca podré llegar a perdonarle.

—¿Leonardo da Vinci? —preguntó Ken incrédulo.

Philippe se levantó y tomó el enorme libro con las obras del pintor que estaba en el armario. Buscó una página y se la mostró a Ken. En ella estaba la reproducción deun cuadro en el que aparecía una dama con la cara ladeada y el pelo recogido por una cadenita que le cruzaba la frente. En la parte inferior, una especie de muro ocultaba las manos de la dama.

—Mira este cuadro. ¿Te gusta? —le preguntó a Ken.

—Es bonito.

—Ahora mira el título.

Ken leyó.

—La belle Ferronière.
La bella Ferronière. ¡Se llama como tú! —dijo sorprendido.

—Exacto. Esta preciosa dama era la esposa de uno de mis antepasados, Charles Ferronier. Vivían en Francia, en la corte de Francisco I, uno de los reyes más despreciables que pueda haber habido. El rey se encaprichó de la dama y la obligó a trasladarse a palacio. Mi pariente, conocedor de lo que iba a ocurrir, le transmitió la sífilis a su mujer en una de sus últimas cópulas, sabiendo que, con el amancebamiento, el rey también contraería la enfermedad. Y así fue. Poco tiempo después, Francisco I contrajo la sífilis. ¡Qué venganza más sutil!

—¿Y qué tiene que ver Leonardo con todo esto?

—Leonardo pintó este cuadro por encargo del rey. Se sabe que lo tenía en su
appartement des bains.
Pero fíjate bien. ¿Qué tiene de extraño este cuadro, si lo comparas con otros de Leonardo?

—Es un poco... soso. No tiene la belleza que encuentras en otros cuadros suyos. Además, a la mujer no se le ven las manos.

—Exactamente. Leonardo hizo, por la misma época, otro retrato a Cecilia Gallerani en el que pintó una de las manos más maravillosas de la historia de la pintura, acariciando un armiño. Y no hablemos de las manos de la Gioconda. Y las de los personajes de
La Virgen de las rocas,
los niños con sus manos regordetas. Y el
San Juan Bautista,
con su dedo índice señalando al cielo. —Philippe iba enseñando a Ken las láminas de los cuadros que iba mencionando—. Y este bastardo, seguro que por orden del rey, ocultó las manos de mi antepasada detrás de este muro.

—Pero ¿por qué iba a hacer una cosa así?

—Porque estaban afectadas por la sífilis.

A pesar de lo angustioso de la situación en la que Ken se encontraba, soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes? —le preguntó Philippe.

—Eres patético. Estás evocando una afrenta a tu familia, cometida hace más de cuatrocientos años, y te basas en un hecho improbable y médicamente falso.

—¿Cuál?

—La sífilis afecta la palma de las manos, pero no el dorso. Y tanto la dama del armiño como la Gioconda muestran el dorso de sus manos. Tu teoría no se aguanta.

Ken conocía muy bien las lesiones de las manos en la sífilis secundaria. Las había diagnosticado y tratado en soldados asiduos a los prostíbulos de Saigon. A la vez, se dio cuenta de la personalidad paranoica y obsesiva del individuo que tenía delante.

Desconcertado, Philippe desvió el tema.

—Te doy la razón. Convertí el hombre de Vitrubio en un guiñapo tuerto, con la cabeza colgando y sin mano izquierda.

—Se la desarticulaste, ¿verdad?

—Sí. Con un bisturí. Separé el carpo del radio y del cubito. Una operación simple y rápida.

—Y le pusiste el ojo en la palma de la mano.

—Sí. Se lo enucleé con una cucharilla.

Ken había estado en lo cierto. Era un viejo truco.

—Y la mano cortada con el ojo destrozado encima era el símbolo de tu carrera quirúrgica destrozada. ¿No es así?

—Muy bien, profesor. Veo que pescaste bien el significado.

—Era una variante macabra del símbolo de Pere Virgili.

Philippe abrió los ojos desmesuradamente. Estaba impresionado.

—¿Conoces el emblema de Pere Virgili?

—Sí. Lo encontré en un opúsculo de simbologia médica, en la Biblioteca Nacional de Medicina. Y tú, ¿de dónde lo sacaste?

—Lo vi en una medalla que le concedieron a mi jefe y lo encontré fascinante. Reúne dos de los requisitos que todo buen cirujano debe tener: ojo de águila y mano de dama.

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