—Eran falsos, sí.
Asintió sin dejar de sonreír.
—¿Y qué me dices de lo que tú quieres vendernos, Audee? ¿Es auténtico o se trata de un fraude?
A esas alturas, la tercera de la casa Vastra se había retirado discretamente, así que inspiré a fondo y le dije a Dorotha la verdad. Quizá no toda la verdad, pero sí nada más que la verdad.
—Estás viendo todo lo que miles de personas han encontrado después de mucho excavar —dije—. No es gran cosa. El martillo, el piezófono y dos o tres artilugios que hemos aprendido a utilizar, unas cuantas piezas rotas que aún están en proceso de estudio y algunas chucherías. Nada más.
—Eso había oído —contestó ella—. Y otra cosa: ningún descubrimiento data de menos de veinte años atrás.
Era más lista y estaba mejor informada de lo que yo esperaba.
—Dado que últimamente no se ha encontrado nada nuevo, podrías deducir que la riqueza del planeta se ha agotado —convine—. Eso parecen demostrar las pruebas. Los primeros excavadores encontraron todos los objetos de cierta utilidad que han aparecido... hasta ahora.
—Pero tú crees que hay algo más.
—Yo espero que haya algo más. Una cuestión: las paredes de los túneles. Ya las has visto: las paredes azules, totalmente lisas; la luz que despiden, siempre uniforme; su resistencia. ¿Cómo crees que las hicieron los Heechees?
—Pues no tengo ni idea.
—Yo tampoco. Ni nadie. Sin embargo, todos los túneles Heechees son iguales, y si los excavas desde fuera encuentras un idéntico sustrato rocoso, después un estrato de separación que es mitad pared metálica y mitad sustrato, y después el propio tabique. Conclusión: los Heechees no excavaron los túneles y después los recubrieron sino que tenían una máquina que se arrastraba bajo tierra como una lombriz y dejaba esos túneles tras de sí. Y otra cosa: cavaron más de la cuenta. Me refiero a que hicieron montones de túneles innecesarios, que no conducen a ninguna parte y que nunca utilizaron para nada. ¿Eso te sugiere algo?
—¿Que debía de resultarles fácil y económico? —aventuró.
Asentí.
—De modo que probablemente tuvieran una máquina automática y sin duda debe de quedar al menos una en alguna parte del planeta. Siguiente cuestión: el aire. Respiraban oxígeno como nosotros, y debían de extraerlo de alguna parte, pero ¿de dónde?
—Bueno, en la atmósfera hay oxígeno, ¿no?
—Casi nada. Menos de 0,5%. Y en su mayor parte no es oxígeno solo, sino que está mezclado con dióxido de carbono y otras porquerías. Tampoco hay vapor de agua digno de mención. Bueno, un poco, aunque no tanto como dióxido de azufre, por ejemplo. Cuando el agua se filtra por las rocas, en lugar de manar como un manantial de aguas cristalinas se convierte rápidamente en vapor. Se eleva. La molécula del agua es más ligera que la del dióxido de carbono. Cuando llega a un punto donde la luz del Sol puede alcanzarla, se descompone en hidrógeno y oxígeno. El oxígeno y la mitad del hidrógeno principalmente se encargan de convertir el dióxido de azufre en ácido sulfúrico. El resto del hidrógeno sencillamente se pierde en el espacio.
La chica me estaba mirando con expresión burlona.
—Audee —dijo amablemente—, ya veo que conoces Venus al dedillo.
Hice una mueca.
—Pero ¿te haces una idea?
—Me parece que sí. No suena nada bien.
—Es muy desagradable, pero de todas formas los Heechees se las arreglaron para extraer esa pizca de oxígeno, de forma rápida y económica, no olvides que rellenaron túneles de más, además de gases inertes como el nitrógeno, que sólo están presentes en cantidades testimoniales, y consiguieron elaborar una mezcla respirable. ¿Cómo? No lo sé, pero si lo hicieron con una máquina, me gustaría encontrarla. Siguiente cuestión: aeronáutica. Los Heechees volaban a menudo sobre la superficie de Venus.
—¡Tú también, Audee! ¿No eres piloto?
—Piloto de aerotaxi. Sin embargo, fíjate en lo mucho que cuesta hacer volar un aerotaxi. La temperatura de la superficie es de 735 K, y el oxígeno no alcanza ni para mantener encendido un cigarrillo. Así que mi nave necesita dos depósitos, uno para el combustible y otro para la mezcla que lo hace arder. Se necesita algo más que aire y aceite, ¿sabes?
—¿Sí?
—Aquí sí, Dorotha, piensa en la temperatura ambiente. Necesitamos combustibles exóticos para conseguir ese calor. ¿Alguna vez has oído hablar de un tal Carnot?
—¿El científico de la antigüedad? ¿El tipo del ciclo de Carnot?
—Nuevamente correcto. —Advertí con cautela que me había sorprendido por tercera vez—. El rendimiento Carnot de un motor se expresa a partir de su máxima temperatura, digamos el calor de combustión, dividida por la temperatura de escape. Bien, pero la temperatura de escape no puede ser más baja que la temperatura ambiente, porque en ese caso no tienes un motor, sino un refrigerador. Dado que te enfrentas a una temperatura ambiente de 460°C, tu motor es una porquería incluso con combustibles especiales. Todos los motores de combustión de Venus son una porquería. ¿Alguna vez te has preguntado por qué se ven tan pocos aerotaxis? A mí me da igual, así tenemos algo parecido a un monopolio, pero la razón es que cuesta mucho dinero hacerlos volar.
—¿Y los Heechees se las arreglaban mejor?
—Yo creo que sí.
De pronto se echó a reír de nuevo, de aquella forma encantadora.
—Pobrecito —dijo de buen humor—. ¡Crees que un día de éstos vas a encontrar el túnel principal y a hacerte con material Heechee por valor de unos cuantos miles de millones!
No me gustaba el modo con que lo había expresado. En realidad no estaba nada satisfecho de cómo se estaba desarrollando el encuentro que la tercera de Vastra y yo habíamos preparado. Había supuesto que, lejos de su novio, no me costaría sacarle información sobre él a esa tal Dorotha Keefer.
Las cosas no habían salido como yo esperaba. Se las estaba arreglando para que tomara conciencia de ella como persona, algo nada recomendable; es fácil tratar a un objetivo como tal si lo consideras, o la consideras, un ser humano más. Aún peor, me estaba obligando a echarme un buen vistazo a mí mismo.
—Quizá tengas razón, pero te aseguro que voy a intentarlo —me limité a decir.
—Te has enfadado, ¿verdad?
—No —mentí—, sólo estoy un poco cansado. Además, mañana nos espera un largo viaje. Será mejor que la lleve al Huso, señorita Keefer.
Mi aerotaxi estaba amarrado al borde de la plataforma espacial y se llegaba a él del mismo modo que se accedía a la plataforma: había que subir en ascensor hasta la antecámara de la superficie y después encerrarse en la cabina hermética del vehículo oruga que cruzaba la superficie de Venus, un terreno seco, rocoso y tortuoso debido a la constante erosión del viento. Normalmente guardaba el aerotaxi bajo una capa de espuma de amarre, por supuesto. En la superficie de Venus no se debe dejar nada al descubierto si quieres encontrarlo intacto a la vuelta, ni siquiera un objeto de acero cromado.
Había retirado la espuma a primera hora de la mañana, cuando había ido a comprobar la nave y a cargar las provisiones. Ahora estaba lista. La veía desde las portillas del vehículo a través de las tinieblas verde amarillentas y rugientes del exterior.
Cochenour y la chica también la habrían visto si hubiesen sabido adonde mirar, pero no la habrían identificado con algo capaz de volar.
—¿Dorrie y usted se han peleado? —me gritó Cochenour al oído.
—No —respondí.
—A mí me da igual. Sólo quería saberlo. No es necesario que se caigan bien, basta con que hagan lo que yo diga. —Guardó un momento de silencio, para no fatigar sus cuerdas vocales—. Dios, qué viento.
—Céfiro —respondí. No le dije nada más, ya lo averiguaría por sí mismo. La zona que rodea la plataforma espacial es una especie de remanso natural, según los cánones venusianos. El impulso orográfico empuja lo peor del viento por encima de la plataforma, y sólo nos llega una especie de remolino farragoso. Eso permite un despegue y un aterrizaje relativamente sencillos. Lo malo es que algunos de los compuestos de metal pesado del aire se precipitan por separado sobre la plataforma. Lo que en Venus llamamos aire posee, en sus capas más bajas, estratos de sulfuro y cloruro de mercurio, y cuando te sitúas sobre ellas y vuelas entre esas nubes suaves y esponjosas que los turistas ven al descender, descubres que algunas de ellas son gotitas de ácido sulfúrico, clorhídrico y fluorhídrico.
No obstante, hay trucos para eludirlas. Para volar sobre Venus se requieren habilidades tridimensionales. Es bastante fácil desplazarse de un punto A a un punto B por la superficie. Los transpondedores te mantienen unido con la frecuencia electromagnética y van indicando tu posición en las cartas de navegación. Lo complicado es acertar con la altitud. Eso requiere experiencia y seguramente también intuición, y por eso mi aerotaxi y yo valíamos un millón de dólares para gente como Boyce Cochenour.
Ya habíamos llegado a la nave, y el morro telescópico del vehículo oruga se estaba asomando a la antecámara. Cochenour miraba por la portilla.
—¡No tiene alas! —gritó, como si le estuviera tomando el pelo.
—Tampoco tiene velas ni cadenas para la nieve —grité en respuesta—. ¡Suba a bordo si quiere hablar! Será más fácil en el aerotaxi.
Trepamos a través del pequeño morro, abrí la entrada y subimos a bordo sin muchos problemas.
Ni siquiera tuvimos el tipo de problemas que yo me estaba temiendo. Veréis, un aerotaxi, en Venus, es un artefacto muy grande. Había tenido una enorme suerte al conseguirlo y, bueno, no me andaré por las ramas, digamos que estaba loco por él. Mi nave podía transportar a diez personas sin equipo adicional. Entre lo que habíamos comprado en la tienda de equipamiento de Vastra y lo que el certificado de la Zona 88 había considerado esencial como material de a bordo, sólo llevaba tres pasajeros y parecía atestada.
Estaba preparado para oír, como mínimo, algún comentario sarcástico. Sin embargo, Cochenour se limitó a echar un vistazo hasta localizar la mejor litera. Acto seguido avanzó hacia ella con decisión y se la apropió. La chica estaba demostrando un gran espíritu deportivo respecto a todos los inconvenientes. O sea que ahí estaba yo, con todas las glándulas a punto para afrontar una crítica hostil y sin nadie que me criticase.
El interior de la nave era mucho más silencioso. Aunque el ruido del viento llegaba hasta nosotros, sólo resultaba algo molesto. Repartí tapones para los oídos y, una vez colocados, casi dejamos de oírlo.
—Siéntense y abróchense los arneses —ordené. Cuando estuvieron sujetos, despegué.
A noventa mil milibares, las alas no son sólo inútiles sino que se convierten en algo letal. Mi aerotaxi poseía toda la fuerza propulsora necesaria incorporada en su casco en forma de valva. Abrí la llave de la doble mezcla de combustible para que alimentara los termorreactores, rebotamos por el terreno, más o menos plano, que bordeaba la plataforma espacial (lo apisonaban semanalmente, por eso se mantenía más o menos plano), y salimos zumbando al salvaje firmamento amarillo verdoso (instantes después, al salvaje firmamento marrón grisáceo) tras una carrera de menos de cincuenta metros.
Cochenour se había dejado el arnés flojo para estar más cómodo. Me hizo gracia oírle gritar cuando empezó a zarandearse debido a un breve período de violentas turbulencias. Aquello no iba a matarlo, y sólo duró unos instantes. A los mil metros localicé parte de la inversión atmosférica semipermanente de Venus, y la turbulencia descendió a un nivel que me permitía desabrocharme el cinturón y ponerme de pie.
Me quité los tapones de los oídos e indiqué por señas a Cochenour y a la chica que hicieran lo mismo.
Él se frotaba la cabeza por donde se había golpeado con el marco de un mapa de navegación, pero sonreía un poco.
—Muy emocionante —admitió mientras hurgaba en el bolsillo—. ¿Pasa algo si fumo?
—Los pulmones son suyos.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Ahora sí —admitió—. Una cosa, ¿por qué no nos ha dado tapones para los oídos cuando íbamos en el tractor?
Los guías solemos adoptar dos actitudes opuestas: o bien dejamos que nos avasallen a preguntas y nos pasamos el rato explicando lo que significa que aquel extraño indicador se ponga rojo... o mantenemos la boca cerrada, hacemos nuestro trabajo y nos embolsamos la pasta. Esto hacía que la cuestión se redujera a una pregunta: ¿estaba dispuesto a mantener una relación cordial con Cochenour y su novia o no?
Si la respuesta era afirmativa, debía procurar portarme bien con ellos. Dado que íbamos a pasar tres semanas juntos en un espacio equiparable a la cocina de un apartamento, tendríamos que esforzarnos al máximo por ser simpáticos con los compañeros de viaje o acabaríamos odiándonos a muerte; y puesto que a mí me pagaban por ser amable, debía ser el primero en dar ejemplo.
Por otra parte, a veces resulta imposible que te caigan bien los Cochenour de turno. Si aquél iba a ser el caso, cuanta menos charla mejor, y más me valdría soslayar las preguntas como aquélla con una respuesta del tipo «se me ha olvidado».
Pese a todo, en realidad el hombre aún no se había esforzado mucho en mostrarse desagradable. La chica incluso había intentado ser amable. De manera que opté por la cortesía.
—Bueno, es una cosa curiosa. Verán, oímos gracias a las diferencias de presión. Mientras el aerotaxi estaba despegando, los tapones rechazaban parte del sonido, las ondas de presión, pero cuando les he gritado que se pusieran el arnés, los tapones han filtrado el exceso de presión de mi voz y me han oído con relativa facilidad. Sin embargo, hay un límite. Por encima de los ciento veinte decibelios, eso es una unidad de sonido...
—Ya sé lo que es un decibelio —gruñó Cochenour.
—Bien. Por encima de los ciento veinte aproximadamente, el tímpano ya no responde. Así que en el tractor había demasiado ruido. El sonido no sólo llegaba hasta nosotros a través del casco, sino que venía del suelo, conducido por las bandas de rodamiento. Si hubieran llevado los tapones puestos, ni siquiera habrían oído... bueno, nada en absoluto —concluí sin convicción.
Dorotha escuchaba mientras se recomponía el maquillaje de los ojos.
—¿Nada como qué? —preguntó.
Decidí considerarlos amigos, al menos por el momento.
—Como la orden de que se pusieran el traje térmico. En caso de accidente, me refiero. Una ráfaga podría haber volcado el vehículo... Y a veces vuelan sobre las colinas objetos sólidos que te golpean antes de que te des cuenta.