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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (3 page)

Trent tuvo el tiempo justo para decir «¿Billy?» en un tono de boba perplejidad, y entonces los dos hombres se pusieron a disparar.

Permanecían en el pasillo central y disparaban sin prisa pero sin pausa, con las correas de los rifles firmemente apoyadas en el hombro. Desde que la primera víctima cayó con brusquedad hacia atrás, con una expresión de muda sorpresa en el rostro, los pistoleros no se detuvieron: a conciencia, con seriedad, como si intentaran demostrarle a cierta autoridad superior que eran dignos del trabajo, que lo hacían desplegando sus mejores habilidades.

Después de, digamos, otro segundo y dos muertos más, toda la gente del restaurante, fuera de sí, comenzó a pelear por abrirse camino. El tiempo resonaba en cada paso de la carrera y estalló el griterío. Todos intentaban huir, esconderse o poner a alguien de por medio. Algunos corrieron hacia la puerta, pero las armas se giraron como una sola y abatieron con eficacia a los desertores. La línea de fuego barrió la zona donde se encontraban los forasteros y Mark Campbell recibió un impacto directo en la parte trasera de la cabeza al tiempo que el rostro de su esposa se estampaba contra una telaraña de grietas en el cristal de la ventana, que detuvo la progresión de dos balas. Poco después Trent moría con furia, a medio camino de un condenado intento de arrojarse contra los pistoleros. Pocos tuvieron la entereza para siquiera considerar una acción tan positiva, y los que lo hicieron murieron muy rápido.

La mayoría simplemente trataba de correr. Escapar. Lo intentó el vicepresidente de la Bedloe Insurance, y también su ayudante, ineficaz hasta la exasperación. Lo intentaron doce escolares. Lo intentaron todos a la vez, y se bloquearon el paso unos a otros. Muchos se encontraron con los pies atrapados entre los cuerpos de los heridos, y murieron torpemente, dislocándose rodillas y caderas a medida que caían. Los que tenían el camino libre fueron abatidos durante su huida, chocaron contra las mesas, las paredes y el mostrador, tras el cual, la camarera todavía viva yacía ovillada en una tensa bola, demasiado consciente de que estaba tumbada sobre el charco de su propia orina. Desde donde estaba podía ver los pies agitados de Duane Hillman, el joven con el que últimamente había paseado por la vía del ferrocarril. Fue considerado y le propuso que usaran condón. Como advirtió que no solo le habían disparado, sino que había caído mientras sostenía una cubeta con aceite caliente, evitaba mirarle. Esperaba, de hecho, que si no miraba nada en absoluto y se hacía pequeña tal vez todo terminaría bien. Luego una bala perdida atravesó el mostrador limpiamente e impactó en su columna.

Hubo incluso quien ni siquiera intentó escapar, sino que se quedó quieto, con los ojos desorbitados y su alma casi en tránsito antes de que los proyectiles dieran en sus pulmones, ingles o estómago. Al menos uno de ellos, una mujer a la que hacía poco le habían diagnosticado el mismo tipo de cáncer que terminó lentamente con su padre, no contempló ese giro de los acontecimientos bajo una luz del todo negativa, aunque la cuestión era que el joven doctor del hospital, en quien ella no confiaba demasiado porque se parecía un poco al malo de su serie de televisión favorita, habría podido salvarla si ella hubiera sobrevivido y seguido sus consejos.

Los demás tipos estatua no tenían iguales razones para la ecuanimidad. Sencillamente fueron incapaces de moverse hasta que ya no pudieron decidir otra cosa.

En una sala repleta de víctimas, los asesinos parecían dioses. Los tipos seguían disparando, con ocasionales cambios de dirección. Los rifles se movían al unísono para escupir fuego contra un rincón inesperado del local. Recargaron las armas en varias ocasiones, pero nunca al mismo tiempo. Eran muy eficientes. No dijeron nada en todo el ataque.

De las ochenta y nueve personas que había en el McDonald's aquel mediodía, tan solo cuarenta escucharon la lista de los muertos. Diecinueve de ellos habían fallecido antes del anochecer, de modo que la cifra final de bajas se elevó a los sesenta y ocho. Entre los supervivientes se encontraba la chica de detrás del mostrador, que jamás volvió a caminar y que cayó en el alcoholismo antes de encontrar a Dios y perderlo de nuevo. Una de las niñas también se salvó. La enviaron a casa de una tía en Iowa, y logró llevar una vida de relativa paz. Escapó un amigo de Trent, y cuatro años después hacía de guardacostas en Laguna Beach.

Steve Harris también sobrevivió. En realidad tendría que haber muerto enseguida, pero el cuerpo de Suzy Campbell le cayó encima justo cuando intentaba deslizarse debajo de la mesa. El peso de la mujer lo derribó de la silla y cayó de cabeza contra el suelo. Momentos después se les unía el marido de Suzy, ya muerto. Los rostros de los Campbell quedaron irreconocibles, a juzgar por las fotos de los pasaportes (ambos escrupulosamente guardados en el bolsillo de sus chaquetas, por si acaso alguien asaltaba su coche mientras comían), pero la ropa que llevaba la pareja —una parte embalada con gran esmero y devuelta a Inglaterra, otra adquirida a bajo precio en las rebajas de Gap, en la Back Bay de Boston— estaba casi intacta. Tras un simple cepillado podrían haber salido por la puerta, subido de nuevo al coche de alquiler y seguido el viaje por carretera. Quizá en una realidad mejor eso podría haber pasado y, con suerte, Mark habría encontrado las
Variaciones Goldberg
en algún pueblo del camino, y habrían conducido el resto del día por una larga y recta carretera entre árboles cuyas hojas parecían iluminadas desde su interior, atravesando los repechos y valles de la autopista al tiempo que esta los transportaba hacia el atardecer y luego la noche, sin advertir que circulaban solos.

En nuestro mundo sencillamente le salvaron la vida a otro ser humano, pues Steve Harris yació helado debajo de ambos, aturdido e inmóvil a causa del golpe de su cabeza contra el suelo embaldosado. A su alrededor todo eran miembros, y lo único que podía ver eran el caos y la muerte: solo sentía el chiflido de sus heridas y un frío dolor en la cabeza que se convertiría en una conmoción tan severa que durante algunos días tendría la impresión de queja —más la iba a superar. Una joven enfermera de planta del hospital de Pipersville, que al parecer lo miraba con cierto estupor por el hecho de que hubiera sobrevivido mientras que casi todos los demás habían muerto, se pasó la noche entera manteniéndolo despierto, cuando con diferencia habría preferido que le dejaran dormir.

Pero eso fue más tarde, como el ataque al corazón que en 1995 logró lo que las balas no habían conseguido. Jamás intentó averiguar si la casa victoriana estaba en venta. Simplemente siguió trabajando hasta que se desplomó.

Por encima del mesurado chasquido de los rifles y de la tos y los gritos de los moribundos, se hizo evidente el sonido de unas sirenas que se aproximaban. Los pistoleros dispararon durante tal vez otros veinte segundos para despejar un pequeño hueco que quedaba junto al mostrador y donde la madre y sus hijas habían encontrado un refugio temporal. Luego pararon.

Echaron un vistazo a la sala, sin que sus rostros dejaran advertir la menor reacción ante lo que acababan de hacer. El más joven de los dos —el que se llamaba Billy— retrocedió un paso y cerró los ojos. El otro le disparó a quemarropa en la cara. Mientras el cuerpo de Billy todavía languidecía en el suelo entre espasmos, el hombre se agachó para empaparse la mano de sangre. Se puso de nuevo en pie y examinó la sala una vez más, con calma, a sus anchas. Ni siquiera les dedicó una mirada a los coches de policía que subían volando por la calle principal, demasiado tarde, desde luego, para intervenir en un acontecimiento que finalmente iba a poner a Palmerston en el mapa.

Luego, cuando estuvo tranquilo y dispuesto, atravesó de un salto la ventana hecha añicos que quedaba detrás de los cadáveres de los Campbell y desapareció: se escapó, al parecer, por las vías de la vieja línea de ferrocarril. Nunca le detuvieron.

Nadie fue capaz de dar una descripción clara de su rostro, y con el tiempo fue como si se hubiera borrado de los hechos y hubiera desaparecido entre las sombras. La culpa terminó por recaer enteramente sobre Billy: un muchacho que no hizo más que lo que le había dicho un hombre al que consideraba su nuevo amigo.

Pasaron diez años.

P
RIMERA PARTE

De la colina, no en la colina.

F
RANK
L
LOYD
W
RIGHT
,

Sobre la arquitectura de Taliesin

1

El funeral fue agradable, puesto que estuvo muy concurrido, la gente se vistió con elegancia y en ningún momento nadie se levantó para decir:

—¿Os dais cuenta de que todo esto significa que están muertos?

Se celebró en una iglesia, al final del pueblo. No tengo ni idea de cuál sería su nombre, y menos aún de por qué estaba estipulado que así fuera en las instrucciones que Harold Davis trajo consigo. Que yo supiera, mis padres no tenían más ideas religiosas que un amable ateísmo y la inconfesada convicción de que si Dios existía, seguramente conduciría un buen coche, con toda probabilidad de fabricación americana.

La oficina de Davids se había encargado de organizar el evento con eficacia y dejarme poco que hacer, salvo esperar a que me tocara aparecer. Pasé la mayor parte de esos dos días en el salón del Best Western. Sé que debería haber ido a ver la casa, pero no podía enfrentarme con eso. Leí casi entera una mala novela y hojeé un buen número de revistas corporativas del hotel, en las que tan solo aprendí que se puede llegar a pagar una cantidad de dinero tremenda por un reloj. Todas las mañanas, temprano, salía del hotel con la intención de pasear por la calle principal, pero al final no conseguía alejarme del aparcamiento. Ya sabía lo que podía ofrecerme la pesadilla comercial de Dyersburg, en Montana, y no estaba interesado ni en sus equipos de esquí ni en el «arte». Por la noche comía en el restaurante del hotel, a mediodía me hacía traer bocadillos a la habitación, directos del bar. Todas las comidas iban acompañadas de una ración de patatas fritas cuya textura hacía suponer que entre la tierra y mi plato habían intervenido un buen número de procesos industriales. Era imposible no comer patatas fritas. Discutí el asunto en un par de ocasiones con la camarera, pero transigí ante el creciente pánico de sus ojos.

Después de que el cura hubiese explicado por qué la muerte no es el completo bajón que a primera vista podría parecer, nos largamos de la iglesia. Lamenté tener que marcharme. Me sentía seguro ahí dentro. Afuera hacía mucho frío, y el aire era seco y silencioso. Por detrás del cementerio se alzaban las laderas de la cordillera Gallatin, cuyos picos se difuminaban a lo lejos, como si estuvieran pintados sobre un cristal. Habían preparado dos fosas, una junto a la otra. Unas quince personas presenciaron el entierro. Estuvo Davids, y alguien que parecía su ayudante. Mary permaneció a mi lado, con el pelo severamente recogido hacia atrás en un moño, su arrugado rostro algo desvanecido por el frío.

El cura dijo algunas palabras más, reconfortantes mentiras con las que envolver aquellos hechos. Posiblemente tuvieran cierto efecto sobre alguno de los dolientes. Yo apenas si podía oírlas, concentrado como estaba en evitar que me estallara la cabeza. Luego un par de tipos —que lo tenían por trabajo, lo hacían todas las semanas— bajaron los ataúdes hasta el suelo con suma profesionalidad. Las cuerdas se deslizaban suavemente entre sus manos, y los ataúdes llegaron a los dos metros convenidos por debajo del llano suelo sobre el que los vivos permanecíamos en pie. Se nos ofrecieron unas cuantas frases de consuelo más, pero ahora murmuradas con prisa, como si la iglesia reconociera que su tiempo para aquel montaje se estaba terminando. No se puede poner a la gente bajo tierra en cajas de madera sin que los presentes adviertan que ahí hay algo que no encaja.

Una última y calmosa declaración y aquello fue todo. Ya estaba hecho. A Donald y Philippa Hopkins ya no iba a sucederles nada más. Nada cuyo pensamiento pudiera soportarse, al menos.

Algunos de los afligidos permanecieron ahí todavía un momento, ya sin ningún objetivo. Luego me quedé solo bajo un cielo maravillosamente inmenso. Me quedé ahí como si fuera dos personas. Una cuya garganta estaba bloqueada por una piedra ardiente y que no podía siquiera barajar la posibilidad de volver a moverse; y otra que estaba al tanto de su dimensión pictórica junto a las tumbas, y también de que, a poca distancia, la gente pasaba en su coche escuchando a las Dixie Chicks con vagas preocupaciones monetarias en la cabeza. Cada una de mis partes consideraba ridícula a la otra. Sabía que no podía permanecer ahí para siempre. No esperaban eso de mí. No tendría ningún sentido, no iba a cambiar nada, y además hacía mucho frío. Cuando por fin alcé los ojos me di cuenta de que Mary también estaba presente, de pie a solo unos pocos metros de distancia. Tenía los ojos secos, endurecidos por la certeza de que aquel seria su propio destino en no mucho tiempo, y que no era asunto para reír ni para llorar. Yo fruncí los labios y ella levantó la mano y me la puso en el brazo. Ninguno de los dos dijo nada durante un rato.

Cuando me llamó, tres días atrás, yo estaba sentado en la terraza de un pequeño y encantador hotel de De la Vina, en Santa Bárbara. Me encontraba temporalmente sin trabajo, o mejor, estaba otra vez sin trabajo y empleaba mis escasos ahorros en unas inmerecidas vacaciones. Me había sentado ante una botella del buen merlot local—, y me la ventilaba con eficiencia. No era el primero de la tarde, así que cuando sonó el móvil estuve tentado de dejar que respondiera mi buzón de voz. Pero cuando miré el teléfono vi quién me llamaba.

Pulsé el botón verde.

—¡Hola! —dije.

—Ward —respondió ella. Y luego nada.

Por fin escuché un ruido al otro lado de la línea. Era un sonido suave, pegajoso.

—¿Mary? —pregunté de inmediato—. ¿Estás bien?

—¡Oh, Ward! —dijo con la voz quebrada y muy vieja.

No dudé en tomar asiento de nuevo, con la vana esperanza de que esa falsa disposición, ese rigor de último momento, pudiera de algún modo limitar el peso con el que aquel martillazo iba a golpearme.

—¿Qué sucede?

—Ward, será mejor que vengas.

Al final conseguí que me lo dijera. Un accidente de tráfico en el centro de Dyersburg. Ambos llegaron muertos al hospital.

No tardé un segundo en figurarme que tenía que tratarse de algo así. Si no les implicara a ambos, Mary no estaría al teléfono. Pero incluso entonces, mientras permanecía junto a ella al lado de las tumbas, mirando los féretros, era incapaz de encontrar una frase que abarcara ambas muertes en toda su dimensión. Tampoco podría devolver ya la llamada que mi madre había dejado en el contestador la semana anterior. No había encontrado la ocasión para hacerlo. No me esperaba que les borraran de la faz de la tierra sin previo aviso, que les enterraran debajo de ella en un lugar desde el que no podrían oírme.

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