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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (12 page)

—No muevas la cabeza, esclava —le advirtió.

Entonces, con fuertes martillazos, remachó el collar de hierro en torno a su cuello.

Hecho esto, un hombre la aferró por el pelo v la arrojó a un lado del yunque. Ella se quedó allí tendida, sollozando.

—La siguiente —gritó Forkbeard.

Echaron a otra llorosa muchacha sobre el tajo de marcar Al final sólo quedaba Aelgifu.

Forkbeard, con el talón de su bota, dibujó un círculo de las esclavas en el suelo.

Ella lo miró.

Entonces, ante la hilaridad de los hombres, con la cabeza alta, remangándose la falda, caminó hasta el círculo y, con la cara vuelta hacia Forkbeard, quedose dentro de él.

—Quítate la ropa, bonita —dijo Ivar Forkbeard. Ella se llevó la mano a la nuca, desabrochó el vestido de terciopelo negro y se lo quitó por la cabeza. Tras esto quedó ante nosotros vestida tan sólo con una fina camisa de seda. Se despojó también de ella y la tiró al suelo.

Entonces, escultural y arrogante, siguió de pie inmóvil.

Ivar se lamió los labios. Varios de sus hombres gritaron con deleite, otros se golpearon el hombro izquierdo con la mano derecha. Dos, que iban armados de escudo y lanza, aporrearon con la hoja de esta última el escudo de madera.

—¿No será realmente un sabroso bocado? —preguntó Ivar Forkbeard a sus hombres.

Éstos vocearon con entusiasmo, y repitieron sus expresivas manifestaciones de placer.

El miedo penetró en los ojos de la arrogante Aelgifu.

—Ve de prisa al hierro, muchacha —ordenó de súbito Ivar Forkbeard, ásperamente. Gimiendo, Aelgifu corrió desde el círculo hasta el tajo de marcar, sobre el que la echaron boca abajo. En un momento el acero la había mordido. Su alarido hizo reír a algunas de las esclavas. Luego la empujaron hasta el yunque y la forzaron a arrodillarse junto a él.

Vi a un joven esclavo, de anchos hombros, que había permanecido a un lado, acercarse a la esbelta rubia y levantarla.

—Veo, Thyri —dijo— que ahora eres una mujer cuyo vientre yace bajo la espada.

—Wulfstan —dijo ella.

—Aquí me llaman Tarsko —replicó.

Le tocó el collar.

—¡La orgullosa Thyri una esclava! —dijo. Y sonrió—. Rechazaste mi oferta de matrimonio. ¿Te acuerdas?

Ella no dijo nada.

—Eras demasiado buena para mí —dijo. Se echó a reír—. Ahora sin duda te arrastrarías ante cualquier hombre que te liberase.

Ella le miró furiosa.

—¿No lo harías? —le preguntó él.

—Sí, Wulfstan —repuso—, ¡lo haría!

Él la sujetó por el collar.

—Pues no te liberarán, Thyri —dijo—. Seguirás llevando esto. Eres una esclava.

Ella bajó la vista.

—Me alegro de que estés aquí —dijo. Dio un paso atrás.

Ella levantó los ojos, enfurecida, para mirarle.

—Una marca —dijo él— embellece a una mujer. A ti te embellece, Thyri. Y también tu collar; el hierro contra la suavidad de tu cuerpo te sienta bastante bien.

—Gracias, Wulfstan —repuso ella.

—Las mujeres están hechas para los collares.

Los ojos de Thyri llamearon.

—A veces —dijo él—, para disciplinar a una esclava se la arroja desnuda entre los esclavos. —Sonrió—. No temas. Si te hacen eso a ti, yo por mi parte te trataré bien, esclava. Muy bien.

Ella se apartó de él.

Sonaron los últimos martillazos del herrero y, agarrándola por el pelo, retiraron del yunque a Aelgifu, que ya llevaba un collar de hierro negro.

—¡De prisa, esclavas! —gritó Ivar Forkbeard—. ¡De prisa, holgazanas! ¡Hay un banquete que preparar!

Las esclavas, Thyri y Aelgifu entre ellas, huyeron, cual una manada de aterrados tabuks, a través de la corta hierba semejante a césped, hasta la puerta de la empalizada, para que las pusieran a trabajar.

Ivar Forkbeard se rió con grandes carcajadas, echando la cabeza hacia atrás. En su regazo, desnuda, se sentaba la que fuera Aelgifu, rodeándole el cuello con los brazos, los labios en su sien; ahora la llamaban Budín. Al otro lado, igualmente desnuda, abrazada a la cintura de Forkbeard, restregándose contra él, hallábase la esclava Gunnhild.

Yo tenía en la mano el gran vaso en forma de cuerno que se utilizaba en el norte.

—No hay forma de que se tenga derecho —le dije desconcertado.

Él prorrumpió de nuevo en carcajadas.

—¡Si no puedes apurarlo —dijo—, dáselo a otro!

Eché bruscamente la cabeza hacia atrás y apuré el cuerno.

—¡Espléndido! —gritó Forkbeard.

Le tendí el cuerno a Thyri, que estaba de hinojos a mis pies, desnuda, entre dos de los bancos.

—Sí, Jarl —dijo, y corrió a llenarlo de la gran tinaja. ¡Cuán magníficamente bella es una mujer desnuda y con collar!

—Tu casa —le dije a Forkbeard— apenas es como había esperado.

—Bueno, soy un proscrito.

—No lo sabía.

—Éste es uno de los motivos de que mi casa no sea de madera, sino de piedra y turba.

—Toma, Jarl —dijo Thyri, devolviéndome el cuerno. Estaba repleto del hidromiel de Torvaldsland, elaborado con espesa miel fermentada.

Las dos esclavas, Lindos Tobillos y Morritos, desnudas para el banquete como las demás, se esforzaban por acarrear sobre las espaldas un tarsko asado y espetado, a través de la humosa y oscura estancia. Los hombres les daban palmadas, metiéndoles prisa. Ellas se reían gozosas. Llevaban las espaldas protegidas con rollos de cuero para que no las quemara el espetón de metal. Arrojaron el tarsko asado sobre nuestra mesa. Con su cuchillo de cinto, rechazando a Budín y a Gunnhild, Ivar Forkbeard se aplicó a cortar la carne.

Repartió trozos a lo largo de la mesa.

Procedentes de la oscuridad que se extendía tras de mí, a más de doce metros de distancia, en el altozano, oía los gritos de una muchacha a la que estaban violando. Era una de las recién llegadas. Había visto cómo la arrastraban por el pelo en aquella dirección. Sus gritos eran de placer.

—Comprendo —dije—. Pero al menos tienes una empalizada.

Me tiró una porción de carne.

Cortó dos trozos pequeños y los metió en la boca de Budín y de Gunnhild.

Ellas, sus favoritas, comieron obedientemente.

—La empalizada —explicó— es baja, y las grietas están rellenadas con barro.

Arranqué un trozo de la carne que Forkbeard me había dado y se la tendí a Thyri. Ella me sonrió. Ponía mucho empeño en aprender cómo satisfacer a un hombre.

—Gracias, mi Jarl —dijo. Tomó la carne, delicadamente, con los dientes. Yo sonreí con lujuria, y ella bajó la vista sobrecogida. Sabía que pronto le enseñarían de veras cómo satisfacer a los hombres.

—Eres rico —dije—, y dispones de muchos hombres. Seguramente podrías tener una casa de madera, si quisieras.

—¿Por qué viniste a Torvaldsland? —preguntó Forkbeard de súbito.

—Con ánimo de venganza. Persigo a uno de los Kurii.

—Son peligrosos.

Me encogí de hombros.

—Uno ha atacado aquí —dijo Ottar de repente.

Ivar le miró.

—El mes pasado —siguió Ottar—, se llevó uno de los verros.

Entonces supe que no podía ser el Kur que yo buscaba.

—Lo perseguimos, pero no logramos encontrarlo.

—No cabe duda de que ha abandonado la región —dijo Ivar.

—¿Os molestan a menudo las bestias? —pregunté.

—No —respondió Ivar—. Raramente vienen a cazar tan lejos del sur.

—Son racionales —le expliqué—. Tienen un lenguaje.

—Ya lo sé —dijo Ivar.

No le conté a Ivar que esos que conocía como Kurii, o las bestias, eran en realidad ejemplares de una raza alienígena, que en sus naves combatían encarnizadamente con los Reyes Sacerdotes por el dominio de dos mundos: Gor y la Tierra. En tales batallas, desconocidas para la mayoría de los hombres, aun de Gor, alguna que otra nave de los Kurii había sido destruida y había caído a la superficie. Era costumbre de los Reyes Sacerdotes el desintegrar los pecios de dichas naves, pero, al menos por lo común, no trataban de perseguir y exterminar a los supervivientes. Si los Kurii aislados obraban de acuerdo con las normas armamentistas y tecnológicas de los Reyes Sacerdotes, se les permitía sobrevivir como a los humanos, otra forma de vida. Los Kurii que había conocido eran bestias de salvajes y terribles instintos, que tenían a los humanos, y a las demás bestias, por carnaza. La sangre, como para el tiburón, constituía un excitante para sus organismos. Eran en extremo poderosos, y altamente inteligentes, si bien sus capacidades intelectuales, como las de los humanos, estaban muy por debajo de las de los Reyes Sacerdotes. Aficionados a matar, y tecnológicamente avanzados, eran, a su modo, dignos adversarios de los Reyes Sacerdotes. Muchos de ellos vivían en naves, los lobos de acero del espacio, y sus instintos, hasta cierto punto, veíanse refrenados por La Lealtad de la Nave, La Ley de la Nave. Creíase que su mundo había sido destruido. Esto parecía verosímil a poco que uno tomaba en cuenta su ferocidad y su gula, y cómo podían ponerlas en práctica en virtud de una avanzada tecnología. Con su propio mundo destruido, ahora los Kurii deseaban otro.

Naturalmente, los Kurii con los cuales los hombres de Torvaldsland acaso se habían enfrentado, pudieran llevar generaciones separados de los Kurii de las naves. Sin embargo, se consideraba uno de los grandes peligros de la guerra que los Kurii de las naves pudieran contactar con los Kurii de Gor y servirse de ellos para sus planes.

Los hombres y los Kurii, en donde se encontraban, que normalmente era sólo en el norte, se tenían mutuamente por mortales enemigos. No era infrecuente que los Kurii se alimentasen de humanos, y los humanos, en consecuencia, tratasen de acosar y matar a las bestias. Por lo común, empero, debido a la fuerza y ferocidad de las éstas, los humanos las perseguían solamente hasta las fronteras de sus propias regiones, en particular sólo cuando estaba en juego la pérdida de un bosko o un esclavo. Solía considerarse más que suficiente, incluso por los hombres de Torvaldsland, expulsar a una de las bestias de la propia región. Sentíanse especialmente satisfechos cuando habían logrado desterrar a una al territorio de un enemigo.

—¿Cómo conocerás al Kur que andas buscando? —preguntó Ivar.

—Creo que él me conocerá a mí —respondí.

—Eres un valiente o un necio —replicó.

Bebí más hidromiel, y comí también más tarsko asado.

—Tú eres del sur —dijo Ivar—. Tengo un proyectó, un plan.

—¿Cuál es? —inquirí.

Un remero pasó junto a nosotros llevando en el hombro a la esclava Olga, que reía y pateaba en vano.

Vi a varias de las esclavas en los brazos de los hombres de Ivar. En medio de ellas, pugnando algunas por resistir, estaban las nuevas. Un remero, tras haberle sujetado las manos, estaba azotando con su cinturón a una que le había enfurecido. En cuanto la soltó, ella comenzó a besarle, gimoteando, con el afán de complacerle. Los hombres rieron. A otra de las recién llegadas la arrojaron sobre uno de los bancos; quedó tendida de espaldas, con la cabeza colgando, y su negro cabello, largo y desordenado, se esparció por el suelo, entre la tierra y los juncos; sacudió la cabeza de un lado a otro, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, con lo que yo veía sus dientes.

—¡No paréis, mi Jarl! —imploró—. ¡Vuestra esclava os suplica que no paréis!

—Soy un proscrito —dijo Ivar—. En un duelo maté a Finn Cintoancho.

—Fue en un duelo —dije.

—Finn Cintoancho era el primo de Jarl Svein Diente Azul.

—Ah —repuse. Svein Diente Azul era el Sumo Jarl de Torvaldsland, lo cual significaba que, en general, se le tenía por el más poderoso. Se decía que en su casa daba albergue a más de un millar de hombres. Fuera de esto, se decía también que sus heraldos podían llevar la flecha de guerra a diez mil granjas. Diez barcos tenía en su muelle, y se aseguraba que podía solicitar cien más.

—¿Es él tu Jarl? —pregunté.

—Lo fue.

—Tu precio debió de ser alto —especulé.

Forkbeard me miró y esbozó una sonrisa burlona.

—Lo pusieron tan alto —dijo—, a pesar de las protestas de los sacerdotes rúnicos y de sus hombres, que nadie, a su entender, podría pagarlo.

—¿Y de este modo tu proscripción permanecería vigente hasta que te arrestaran o te asesinaran?

—El pretendía expulsarme de Torvaldsland.

—Pues no lo ha logrado —repuse.

Ivar sonrió.

—No sabe dónde estoy. Si lo supiera, un centenar de barcos entrarían en la cala.

—¿A cuánto asciende el precio? —pregunté.

—A cien piedras de oro.

—Has ganado mucho más en el saqueo del templo de Kassau.

—Y el peso de un hombre adulto en zafiros de Schendi —dijo Forkbeard.

No repliqué.

—¿No estás sorprendido? —preguntó.

—Parece una exigencia absurda —admití, sonriendo.

—¿Sabes, sin embargo, lo que hice en el sur? —preguntó.

—Es bien conocido que liberaste a Chenbar, el Eslín Marino, Ubar de Tyros, de las cadenas de una mazmorra de Puerto Kar, y que se te recompensó con el peso de éste en zafiros de Schendi.

No le mencioné a Forkbeard que había sido yo, como Bosko de Puerto Kar, almirante de la ciudad, el responsable del encarcelamiento de Chenbar.

Con todo yo admiraba la audacia del hombre de Torvaldsland, aunque su acto, al liberar a Chenbar para que tomara medidas contra mí, casi me había costado la vida el año pasado en los bosques del norte. Sarus de Tyros, actuando bajo sus órdenes, había emprendido una maniobra para capturar tanto a Marlenus de Ar como a mí. Yo había salido bien librado de la misma y, finalmente, había conseguido poner en libertad a Marlenus, junto con sus hombres y los míos y vencer a Sarus.

—Ojalá que ahora Svein Diente Azul duerma peor entre sus pieles —dijo riendo Forkbeard.

—Ya has acumulado cien piedras de oro y el peso de Chenbar en zafiros de chendi.

—Pero hay otra cosa que me exigió Diente Azul —repuso.

—¿Las lunas de Gor? —pregunté.

—No —replicó él—, la luna de Scagnar.

—No lo entiendo.

—La hija de Thorgard de Scagnar, Hilda la Altiva.

Me eché a reír.

—Thorgard de Scagnar —dije— goza de un poder comparable al del propio Diente Azul.

—Tú eres de Puerto Kar —dijo.

—Mi casa se halla en esa ciudad.

—¿Acaso no es Thorgard de Scagnar un enemigo de los portokarenses? —inquirió.

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