Los intrusos de Gor (18 page)

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Authors: John Norman

Imaginé que esta noche dormiría solo.

—Tarl Pelirrojo —oí.

Seguí el sonido de la voz y, para mi deleite, tal cual Ottar la había dejado, olvidándose por lo visto de ella, reparé en Olga, que seguía atada al poste, de rodillas en la tierra.

—Os odio, Tarl Pelirrojo —declaró.

Me arrodillé a su lado.

—Me había olvidado de ti —le dije.

—Os odio, Tarl Pelirrojo —repitió.

Alargué la mano para tocarla. Ella retrocedió furiosa.

—¿Os importaría desatarme? —preguntó.

No quería dormir solo. Me pregunté si las llamas que antes consumieran tan profundamente a Olga se habrían extinguido de veras. Me pregunté si podrían reavivarse.

Me coloqué tras ella. Le levanté el collar a la altura de la barbilla y, con dos dedos de cada mano, le froté los costados del cuello.

—Desatadme, por favor —susurró.

Mis manos descendieron por su cuerpo, demorándose en algunos puntos que merecían más atención. Ella trataba de resistirse, pero yo no tenía prisa. Al fin la oí sollozar.

—Vos sois el dueño. Tarl Pelirrojo —dijo. La besé en el hombro. Ella echó la cabeza hacia atrás.

—Llevadme a vuestro lecho —imploró. La desaté, pero no le quité la soga que le ceñía la muñeca derecha a fin de conducirla por su cabo suelto. Pero no precisé conducirla. Ella me siguió impaciente, intentando apretar sus labios contra mi hombro.

De pie, inmóvil, miraba el lecho a sus pies.

—Forzadme —susurró.

Las esclavas saben que son objetos, y les gusta que las traten como tales. En lo más hondo de toda mujer existe un deseo, más antiguo que las cavernas, de que la obliguen a someterse al inexorable dominio de un macho magnífico e intransigente: un dueño. Todas ellas, en el fondo, desean rendirse, vulnerable y enteramente, a una bestia semejante. La cultura de la Tierra, claro está, da pocas posibilidades a esta recóndita urgencia de las bellezas de nuestra raza; de acuerdo con esto, tales urgencias, frustradas, tienden a expresarse en neurosis, histeria y hostilidad. Hemos construido nuestra propia jaula y la defendemos de los que quieren romper sus candados.

Le torcí el brazo a la espalda y hacia arriba. Ella gritó de dolor. La tumbé sobre el lecho y, sin dejarla mover siquiera, le ceñí el grillete al tobillo; encadenada, se volvió a mí, con lágrimas en los ojos y las rodillas dobladas. Con un movimiento de la cadena hincó las rodillas en el catre, la cabeza gacha.

—Ponte boca abajo —le ordené— y separa las piernas.

—Sí, mi Jarl —repuso. Entonces me dispuse a acariciarla; comencé por sus pies, en los que me entretuve largo rato; pasé luego a sus pantorrillas, rodeándolas con las manos, pellizcando su tensa carne; proseguí hacia los muslos, demorándome en ellos, anticipando mi próxima parada, que tuvo lugar en sus nalgas; inspeccioné ese doble y cálido refugio, revolviendo con los dedos su previsible contenido; me remonté hasta sus pechos, que abarqué con las manos en busca de los ocultos pezones; di con ellos y me explayé con su dureza y grosor. Por medio de la rigidez de sus músculos, las contorsiones de su cuerpo, sus grititos esporádicos, sus jadeos, me indicaba sus flaquezas que yo, como guerrero, podía entonces explotar. En cuanto quedé satisfecho la hice tenderse de espaldas.

—Tengo entendido —dije— que Olga es una de las mejores esclavas.

Ella se incorporó hacia mí, implorando mi contacto. La acaricié por entero, besando y lamiendo.

—¿Qué le has hecho a mi cuerpo? —susurró—. Jamás había gozado de esta forma, tan profundamente, tan plenamente.

—¿Qué te comunica tu cuerpo?

—Qué seré maravillosa con vos, Tarl Pelirrojo —susurró—. ¡Maravillosa!

—Dame gusto —le exigí.

—Sí, mi Jarl —repuso—. ¡Sí!

Y en cuanto me hubo proporcionado enorme placer, acabé con ella a la primera acometida.

—Abrazadme —imploró.

—Te abrazaré, esclava —le dije—, y luego, dentro de poco, te volveré a usar.

Me miró alarmada.

—Ésta —le expliqué— es la primera acometida. Su propósito es sólo entibiarte para la segunda.

Ella me asió, sin decir palabra.

Yo la abracé firmemente.

—¿Podré resistir tanto placer? —preguntó sobrecogida.

—Estás esclavizada. No tendrás otra alternativa.

—Mi Jarl, ¿os proponéis someterme a la segunda acometida del dueño goreano? —preguntó aterrada.

—Sí —le respondí.

—He oído hablar de ella —gimió—. ¡En ésta a la muchacha se la trata sin compasión alguna!

—Es cierto.

Permanecimos tendidos, en silencio, durante cosa de medio ahn. Entonces la toqué.

Ella irguió la cabeza.

—¿Empieza ya? —preguntó.

—Sí —le respondí.

—¿Puede una esclava pedirle un favor a su Jarl?

—Tal vez.

Ella se inclinó sobre mí. Sentí el roce de su pelo en mi cuerpo.

—Sed despiadado —imploró.

—Es ésa mi intención —le dije, y la tumbé de espaldas.

—Nunca me he sometido como ahora —gimió—. ¡No cambiaría mi collar por todas las joyas de Gor!

La abracé. Al cabo de un rato se durmió. Faltaban dos ahns para el alba.

La serpiente estaba lista para partir.

Ivar Forkbeard, acaso no muy prudentemente, estaba empeñado en asistir a la Asamblea. En su opinión, allí tenía que acudir a una cita con Svein Diente Azul, un ilustre Jarl de Torvaldsland que le había convertido en un proscrito.

10. UN KUR SE DIRIGIRÁ A LA ASAMBLEA

Atados juntos por la cintura, nos agarrábamos el uno al otro. El combate tenía lugar en el césped de la feria de la asamblea.

Su cuerpo resbaló en mi mano. Hizo presa en mi muñeca, con ambas manos y me la torció. Dio un gruñido. Era Ketil, de la granja montañesa de Diente Azul, campeón de Torvaldsland, un hombre de gran fortaleza.

Mi espalda comenzó a doblarse hacia atrás; me apresté a resistir como mejor pude, cargando el peso en la pierna derecha, inclinándome, adelantando la pierna izquierda.

Los hombres en derredor vociferaban. Oí que apostaban e intercambiaban conjeturas.

Entonces mi muñeca derecha, ante los gritos asombro, comenzó a enderezarse; mi brazo se extendía ante mí; poco a poco lo fui bajando, hacia el suelo; si el otro mantenía su presa, se vería obligado a caer de rodillas. Me soltó la muñeca con un grito de ira. La soga que había entre nosotros, de un metro de longitud, se puso tirante. Él me observaba, asombrado, receloso, enfurecido.

Oí el golpear de lanzas en escudos, y de manos en hombros.

De pronto el campeón me asestó un puñetazo por debajo de la soga. Giré sobre los talones y lo paré en el costado del muslo.

Los espectadores profirieron gritos de cólera.

Entonces cogí el brazo derecho del campeón, una mano en cada extremo, lo puse a la larga, lo torcí de manera que la palma de la mano quedase vuelta hacia arriba y se lo partí de un rodillazo a la altura del codo.

Me desaté la soga de la cintura y la tiré al suelo. Él hincó las rodillas en el césped, lloriqueando, las lágrimas corriendo por su cara.

La gente me palmeó la espalda. Sus gritos de satisfacción me llegaban de todas partes.

Di la vuelta y vi a Forkbeard. Tenía el pelo mojado y se estaba secando el cuerpo con un manto. Sonreía.

—Saludos, Thorgeir del Glaciar del Hacha —dije.

—Saludos, Pelirrojo —repuso. El Glaciar del Hacha se hallaba muy lejos hacia el norte. Daba la casualidad de que él era el único de aquella región que se había desplazado a la feria de la asamblea.

—¿Cómo ha ido la natación? —le pregunté.

—¡He ganado el tálmit de piel de eslín marino! —exclamó riendo. El tálmit es una cinta para la cabeza que posee diversos significados, sobre todo jerárquicos; asimismo puede adjudicarse de premio.

Forkbeard, o Thorgeir del Glaciar del Hacha, como se le podría llamar, había participado en los diversos concursos de la feria: el de trepar al «mástil», el de natación, el de canto, el de composición poética y el de adivinación de acertijos; en total había ganado seis tálmits, obtenidos principalmente en las pruebas atléticas. En las restantes, sin embargo, no se había llevado premio alguno. A pesar de sus varias derrotas estaba de excelente humor.

—Dediquemos la tarde a pasear —propuso.

No me pareció una mala idea, aunque una de mejor habría sido huir cuanto antes para salvar la vida.

Por la mañana podríamos encontrarnos encadenados al pie de calderos de aceite de tharlarión hirviente.

Pero pronto, siguiendo a Forkbeard junto con algunos de sus hombres, me abrí paso a través de la muchedumbre de la asamblea.

Yo llevaba mi espada, el gran arco y el carcaj de flechas. Forkbeard y sus hombres también iban armados, como siempre que abandonaban su casa.

La mayoría de los hombres de la asamblea eran granjeros libres, provistos de hachas, espadas y escudos. Vimos asimismo a capitanes, y Jarls de categoría inferior, así como a insolentes esclavas, traídas por capitanes y Jarls. No es raro que los hombres lleven a sus esclavas con ellos, aunque a éstas no se les permite acercarse a los tribunales o a las asambleas de debate. Había tres razones que explicaban su presencia allí: servían para el placer de los hombres; para indicar, como objetos de exposición, la riqueza de sus dueños; y podían comprarse y venderse.

Forkbeard también había traído algunas esclavas. A éstas, que eran esclavas rurales, les estimulaba sobremanera el ver grandes concentraciones de gente; a varias de ellas incluso se les había consentido que vieran algunos de los concursos. Se dice que tales diversiones perfeccionan a una esclava. A veces, en el sur, a las esclavas se las viste con los atavíos de las mujeres libres, y sus dueños las llevan a ver carreras de tarns, juegos o dramas musicales; muchos suponen que ella, regiamente sentada a su lado, es una compañera, o está siendo cortejada para convertirse en una de ellas. Solamente el dueño y la esclava saben cuál es su verdadera relación. Cuánto se habría escandalizado la mujer libre de haber sabido que, a su lado tal vez, se había sentado una muchacha que no era más que una esclava. Pero no había disfraces en Torvaldsland; la condición de las muchachas que precedían a Forkbeard no admitía malentendidos; eran cautivas. Para mejor exhibir a sus favoritas y despertar la envidia de los demás, Forkbeard las había hecho bajarse los vestidos hasta las caderas, de modo que su belleza quedara bien a la vista, desde sus collares hasta algunos centímetros por debajo del ombligo y, además, las había hecho ceñírselo a las piernas para que los contornos de sus pantorrillas y tobillos quedasen igualmente a la vista; yo había imaginado que podrían sentirse humilladas y tratar de esconderse entre nosotros, pero en cambio, aun Budín y Thyri caminaban como orgullosas e impúdicas esclavas; la exposición del ombligo de la hembra se conoce en Gor como el «vientre de esclava», ya que sólo las esclavas exponen sus ombligos.

Forkbeard les compró a sus chicas tarta de miel; ellas se la comieron glotonamente con los dedos, llenándose de migas las comisuras de la boca.

—¡Mirad! —exclamó Budín—. ¡Una chica de seda! —La expresión «chica de seda» se emplea con frecuencia entre las esclavas del norte para referirse a las del sur. La expresión refleja su creencia de que tales muchachas son excesivamente consentidas, favoritas de relamido aspecto que tienen poco que hacer salvo acicalarse con cosméticos y aguardar a sus dueños graciosamente acostadas sobre colchas de felpa escarlata con orla de oro. Presumo que existe una cierta envidia en esta acusación. Más literalmente, la expresión propende a basarse en el hecho de que la breve túnica de la esclava del sur, la única prenda que se permite llevar a la esclava, suele ser de seda. A las muchachas del sur, en mi opinión, aunque apenas se las explota como a sus hermanas de esclavitud del norte, se las hace trabajar duro, en particular si no han complacido a sus dueños. Sin embargo, creo que sus tareas son menores que las que realizan las esposas de la Tierra. Esto es una consecuencia de la mayor simplicidad de la cultura de Gor, en la que hay menos cosas que hacer, menos que limpiar, menos de que preocuparse, etcétera; e, igualmente, del hecho de que el dueño goreano, si le contenta la muchacha, pone cuidado en mantenerla vigorosa y dispuesta para el lecho. Una mujer fatigada por un exceso de trabajo es menos sensible al contacto de su dueño. El dueño goreano, al tratarla como el animal que es, la manipula y la trata de tal manera que las reacciones de su apasionada y excitante favorita llegan a aguzarse hasta la perfección. Algunos hombres saben hacerlo mejor que otros, naturalmente. En Gor existen libros acerca de la alimentación, los cuidados y el adiestramiento de las esclavas. Hay otros que afirman, como cabría esperarse, que el trato de una esclava a fin de sacarle el máximo partido es un don ingénito.

La chica de seda acompañaba a su dueño, un capitán de Torvaldsland. Llevaba, claro está, una breve túnica del sur, un collar de oro y, colgados de las orejas, un par de aros del mismo metal.

—¡Chicas de granja montañesa! —susurró al pasar junto a las esclavas de Ivar Forkbeard. Por lo común la esclava del sur tiene a las del norte por palurdas, por bobas de las granjas situadas en las montañas de Torvaldsland; piensa que no hacen más que dar de comer a los tarskos y estercolar los campos; las considera, esencialmente, poco menos que una forma de hembra de bosko, y para trabajar, para dar sencillo placer a los hombres rudos, y para engendrar esclavos.

—¡Frígida! —gritó Budín.

—¡Pavisosa! —gritó Morritos.

La chica de seda fingió que no las oía.

—¡Orejas perforadas! —chilló Morritos.

La chica de seda se volvió, herida. Se llevó las manos a las orejas. De pronto sus ojos se arrasaron de lágrimas. Entonces, sollozando, dio la vuelta y se alejó apresuradamente tras de su dueño, con la cabeza entre las manos.

Las esclavas de Ivar Forkbeard reían encantadas. Forkbeard asió a Budín por el cogote. La miró a ella y a Morritos, que reculó medrosa.

—Vosotras, mozuelas —dijo—, tendríais buen aspecto con las orejas perforadas.

—¡Oh, no, mi Jarl! —gimió Budín.

—¡No! —gimió Morritos—. ¡No, por favor, mi Jarl!

—Tal vez —comentó Forkbeard distraído— os lo haré a todo el lote en cuanto regresemos. Gautrek puede realizar este trabajito, supongo.

—¡No! —gimotearon las muchachas, apretadas unas contra otras. Entonces Forkbeard dio la vuelta y seguimos nuestro camino. Forkbeard se puso a silbar. Estaba de excelente humor. Al cabo las chicas volvían a reír y a bromear y a mostrarse mutuamente cosas de interés. Sólo una de ellas no se divertía. Se llamaba Dagmar. Llevaba una correa atada al collar; Thyri la conducía. Tenía las manos amarradas a la espalda. La habían traído a la asamblea para venderla.

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