Los intrusos de Gor (26 page)

Read Los intrusos de Gor Online

Authors: John Norman

Miré afuera. Los Kurii aguardaban.

—Ven conmigo —dijo Ivar. Su voz sonaba emocionada. Me volví a él. Me preguntaba cuan profunda podría ser esta pequeña caverna. Esperaba que no más de siete u ocho metros como máximo. Sobre las manos y las rodillas gateé para reunirme con él.

—¡Aquí, en la pared! —exclamó.

Me cogió los dedos y los apretó contra la pared. Noté unas marcas, más bien verticales, con extensiones angulares.

—¡Lo has descubierto! —gritó—. ¡Lo has descubierto. Tarl Pelirrojo!

—No lo entiendo —repuse.

—¡Sígueme! —susurró Forkbeard—. ¡Sígueme!

16. LA FLECHA DE GUERRA

Siguiendo a Forkbeard, avancé a gatas por el angosto pasadizo, que en cierto punto se desviaba a la izquierda para internarse en una estrecha abertura. En el interior de ésta levanté las manos y, luego, cuidadosamente, tentando la oscuridad, me puse en pie. A un lado oí a Forkbeard que buscaba algo a tientas. Oí el entrechocar de dos trocitos de pirita de hierro, salidos de su cartera de cinto, y vi una difusión de chispas. Después quedamos de nuevo a oscuras.

—Hay musgo junto a la entrada —anunció Forkbeard. Hubo otra difusión de chispas, que esta vez cayeron sobre uno de varios montoncitos de encendajas de musgo. Éstas ardieron de inmediato. En ese instante vi que nos hallábamos en una extensa galería cuadrada. Distinguí una antorcha en una argolla; no era la única. Había tallas en la galería, inscripciones en caracteres rúnicos y pictografías, en cenefas lineales. Antes de que la pequeña pila de musgo llameante se convirtiera en un millón de puntitos rojos, Forkbeard cogió una de las antorchas y la introdujo en ella. Advertí que junto a algunos, montoncitos había trozos de pedernal y acero, y junto a otros diminutos rimeros de piritas de hierro. Me estremecí.

Forkbeard levantó la antorcha. Yo también tomé una.

Nadie hizo comentario alguno.

La galería se prolongaba delante nuestro y desaparecía en la oscuridad, más allá de la luz de nuestras antorchas. Tendría alrededor de tres metros cuadrados. Estaba tallada en piedra viva. A lo largo de sus bordes, separadas cosa de cuatro metros una de otra, a ambos lados, se veían argollas con antorchas apagadas.

—Son runas antiguas —dijo Ivar.

—¿Sabes leerlas? —pregunté.

—No.

Se me erizó el vello del cogote. Miré una de las pictografías. Era un hombre a horcajadas sobre un cuadrúpedo.

—Fíjate —dije a Forkbeard.

—Interesante —repuso—. Es una representación de un hombre montado en una bestia mitológica, sin duda un grabado basado en alguna saga que desconozco.

Siguió adelante.

Me demoré ante la pictografía. Nunca había visto algo igual en Gor.

—Sígueme —dijo Forkbeard.

Abandoné la pictografía para seguirle. Era obra de alguien que había estado familiarizado con un mundo que Ivar Forkbeard ignoraba. El cuadrúpedo que montaba el jinete era inconfundible: se trataba de un caballo.

Ahora el pasadizo se ensanchaba. Nos sentíamos extraviados en él. Estaba mucho más adornado que antes, y no se había escatimado el color en la decoración.

—¿No sabes leer éstas runas? —volví a preguntarle a Ivar.

—No soy un sacerdote rúnico —replico—. Pero aquí hay un signo que cualquier tonto podría leer.

Lo señaló.

Yo lo había visto escrito con frecuencia. Naturalmente, no sabía interpretarlo.

—¿Qué dice? —pregunté.

—¿De veras no lo sabes?

—No —repuse—. No lo sé.

Dio la vuelta y siguió caminando. Yo le seguí.

Renovamos nuestras antorchas.

Ahora pasamos junto a cofres abiertos, que contenían tesoros: monedas y joyas en confuso montón, anillos y pulseras.

Entonces llegamos a un gran arco, que delimitaba la entrada a una inmensa pieza, que se perdía en las tinieblas allí donde no alcanzaban las vacilantes esferas de nuestras antorchas.

Nos detuvimos.

Encima del arco, profundamente grabado en la piedra, veíase el único y poderoso signo, el que Forkbeard no me había explicado aún.

Permanecimos en silencio en aquel oscuro y grandioso umbral.

Forkbeard temblaba. Nunca le había visto así.. Yo tenía el vello del cogote rígidamente erizado. Sentía frío. Por supuesto, conocía las leyendas.

Levantó la antorcha hacia el signo.

—¿No conoces este signo? —preguntó.

—Creo que sé cuál es —dije.

—¿Cuál es? —preguntó.

—El signo, el nombre-signo de Torvald.

—Sí —repuso.

Me estremecí.

—Torvald —le dije a Forkbeard—, es sólo una figura de leyenda. Cada país tiene sus héroes legendarios, sus fundadores, sus descubridores, sus gigantes míticos.

—Ésta —dijo Forkbeard, contemplando el signo—, es la cámara de Torvald. — Me miró—. La hemos descubierto.

—No hay ningún Torvald —afirmé—. Torvald no existe.

—Ésta es su cámara. —Le temblaba la voz—. Torvald duerme en el Torvaldsberg, y lo ha hecho durante mil años. Espera que le despierten. Cuando su tierra lo necesite, él despertará. Entonces nos acaudillará en la batalla. Nuevamente acaudillará a los hombres del norte.

—Torvald no existe —le repetí.

Él miró hacia dentro.

—Ha dormido —susurró— durante mil años. Hemos de despertarle.

Alzando la antorcha, penetró en la gran cámara.

Me sentí apenado. Su esperanza de encontrar a alguien lo bastante fuerte como para oponerse a los Kurii, alguien que pudiera infundir ánimo a los hombres del norte, se vería sin duda frustrada.

—¡Espera! —le dije.

Pero él ya había penetrado en la cámara. Le seguí apresuradamente, con lágrimas en los ojos.

Cuando sus ojos se posaran en los huesos y las frágiles vestiduras de lo que otrora fuera un héroe, cuando el mito se rompiera en pedazos, yo quería estar a su lado. No le diría una palabra, pero estaría con él.

Forkbeard quedóse junto al gran lecho de piedra, que estaba cubierto con piel negra.

A los pies del lecho había armas; a su cabecera, colgadas de la pared, veíanse dos lanzas cruzadas debajo de un gran escudo, y, a un lado, una poderosa espada en su vaina. Junto a la cabecera del lecho, a nuestra izquierda, había un gran casco astado sobre una plataforma de piedra.

Forkbeard me miró.

El lecho estaba vacío.

No dijo palabra. Se sentó en el borde, sobre la piel, y reclinó la cabeza entre las manos. Su antorcha reposaba en el suelo; al cabo de un rato se consumió. Forkbeard no se movía. Los hombres de Torvaldsland, a diferencia de la mayoría de goreanos, no se permiten la flaqueza de las lágrimas. Sin embargo, le oí sollozar una vez. Naturalmente, no se lo dije. No quería avergonzarle.

—Hemos perdido —dijo por fin—. Pelirrojo, hemos perdido.

Yo había encendido otra antorcha y estaba examinando la cámara. Imaginaba que el cuerpo de Torvald no había sido sepultado en este lugar. No me parecía probable que los ladrones se hubieran llevado el cuerpo y hubiesen prescindido de los diversos tesoros. Diríase que nada estaba en desorden.

Presuponía que Torvald, sin duda tan astuto y juicioso como lo pintaban las leyendas, habría decidido que no le enterrasen en su propio sepulcro.

—¿Dónde está Torvald? —gritó Forkbeard.

Me alcé de hombros.

—No hay ningún Torvald —dijo Forkbeard—. Torvald no existe.

No traté de responderle.

—Ni siquiera sus huesos están aquí —observó.

—Torvald fue un gran capitán —dije—. Tal vez fue quemado en su navío, el que me dijiste se llamaba
Tiburón Negro
.

—Miré en derredor—. Sin embargo es extraño —comenté—. Si éste fuera el caso, ¿por qué construirían este sepulcro?

—Esto no es un sepulcro —afirmó Forkbeard.

Le miré fijamente.

—Es una alcoba —dijo—. Aquí no hay huesos de animales, o de esclavos, o urnas, y tampoco restos de comestibles, de ofrendas. —Miró alrededor—. ¿Para qué haría Torvald que tallasen una alcoba en el Torvaldsberg?

—Para que los hombres pudieran venir al Torvaldsberg a despertarle —respondí.

Ivar Forkbeard me miró.

De entre las armas a los pies del lecho, de una de las aljabas cilíndricas, todavía del tipo que se llevaba en Torvaldsland, extraje una larga flecha oscura. Mediría más de noventa centímetros de largo. Su astil tendría casi dos centímetros y medio de grueso; estaba armado de lengüetas de hierro y equilibrado con plumas de unos doce centímetros de longitud, dispuestas en tres de sus lados.

La levanté.

—¿Qué es esto? —pregunté a Forkbeard.

—Una flecha de guerra —contestó.

—¿Y qué signo es éste, el que está grabado en un lado?

—El signo de Torvald —susurró.

—¿Para qué crees que está aquí la flecha?

—¿Para que los hombres pueden encontrarla? —preguntó Forkbeard.

—Creo que sí —repuse.

Alargó el brazo y tocó la flecha. La cogió de mi mano.

—Arroja la flecha de la guerra —dije.

Forkbeard bajó los ojos y la miró.

—Creo —dije—, que empiezo a comprender el propósito de un hombre que vivió hace más de mil inviernos. Este hombre, llamémosle Torvald, construyó en el interior de una montaña una alcoba en la que no dormiría, pero a la que los hombres acudirían para despertarle. Aquí no hallarían a Torvald, sino a sí mismos, a sí mismos, Ivar, solos, y una flecha de guerra.

—No lo comprendo —admitió Ivar.

—Creo —continué—, que Torvald fue un hombre grande y sabio.

Ivar me miró.

—Al construir esta cámara —dije— no era la intención de Torvald despertar él en su interior, sino más bien aquellos que vinieran a buscarle.

—La cámara está vacía —observó Ivar.

—No —repliqué—, nosotros estamos en ella. —Le puse la mano en el hombro—. Así es como Torvald nos dice, desde mil años atrás, que sólo hemos de confiar en nosotros, y no esperar que otro haga un trabajo que nos corresponde hacer. Si la tierra tiene que salvarse, somos nosotros, y otros como nosotros, quienes hemos de salvarla. No hay hechizos, ni dioses, ni héroes para salvamos. En esta cámara no es Torvald quien debe despertar, sino tú y yo. —Miré a Forkbeard sin alterarme—. Alza la flecha de la guerra —dije.

Me aparté del lecho, con la antorcha levantada. Despacio, con terrible semblante, Forkbeard alzó el brazo, con la flecha en el puño.

Ni siquiera soy de Torvaldsland, mas era yo quien estaba presente cuando la flecha de la guerra fue alzada, junto al lecho de Torvald, en lo más hondo de la piedra viva del Torvaldsberg.

Entonces Forkbeard se metió la flecha en el cinto. Se agachó a los pies del lecho de Torvald. Buscó entre las armas que allí reposaban. Escogió dos lanzas, y me entregó una.

—Hemos de matar a dos Kurii —dijo.

17. LOS DE TORVALDSLAND VISITAN EL CAMPAMENTO DE LOS KURII

Había un gran silencio.

Los hombres no hablaban.

Debajo nuestro, en el valle, extendido en más de diez pasangs, veíamos el campamento de los Kurii.

A los pies de Ivar Forkbeard, con la cabeza en el suelo, desnuda, esperando órdenes, se arrodillaba Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar.

—Vete —le dijo Ivar.

Ella alzó la cabeza y le miró.

—¿No puedo recibir un último beso, mi Jarl? —susurró.

—Vete —repuso él—. Si vives, recibirás algo más que besos.

—Sí, mi Jarl —dijo, y, obediente, se perdió en la oscuridad.

El hacha que yo llevaba estaba ensangrentada. Había probado la sangre de un guardia Kur.

No lejos de mí se encontraba Svein Diente Azul. Estaba de pie, inmóvil.

Cerca, detrás de nosotros, hallábase Gorm, Ottar y Rollo, y otros hombres de la casa de Forkbeard. Faltaban algunos ahns para el amanecer goreano.

La flecha de guerra había recorrido Torvaldsland. La habían llevado a la Ensenada de los Acantilados Verdes, al Campamento de Thorstein; desde el Glaciar del Hacha hasta el Roquedal de Einar; la habían llevado a las granjas montañesas, a los lagos, a la costa; la habían llevado a pie y en veloz navío; un millar de flechas tocadas por ella fueron a su vez tocadas por los hombres a cuyas casas las llevaron. Y éstos habían dicho: «Acudiremos». Y acudieron. Capitanes y piratas, granjeros, pescadores, cazadores, tejedores de redes, herreros, tallistas, artesanos y mercaderes, hombres con poco más que cuero y un hacha de nombre, y Jarls con mantos púrpuras y pomos de oro en sus espadas. Y en medio de ellos figuraban asimismo los esclavos, a quienes no se les permite tocar la flecha de guerra, pero sí arrodillarse ante los que la poseen.

Me preguntaba cuántos morirían, y si yo estaría entre ellos.

Al otro lado del valle había otros hombres que aguardaban también. La señal para el ataque sería un destello de sol en un escudo.

Debajo de nosotros, en el valle, distinguíamos las brasas de miles de hogueras en el campamento de los Kurii, Éstos dormían, aovillados, varios en cada refugio de pieles.

Los rebaños de los Kurii estaban tranquilos. En el cuadrante noroeste del campamento había cientos de verros y tarskos encerrados en corrales. Los boskos, miles de ellos, estaban al sur.

Cerca del centro del campamento, en un amplio redil, había cientos de eslines pastores, adiestrados para reunir y guiar animales.

Al norte y al oeste del centro del campamento distinguía las tiendas Thorgard de Scagnar y sus hombres.

Sonreí.

—Casi es hora —me dijo Forkbeard, señalando el sol, que centelleaba en la cumbre del Torvaldsberg.

Asentí con la cabeza.

Entonces oímos el grito de caza de un eslín, y luego de otros dos.

Yo no envidiaba a Hilda, la esclava de Ivar. Los Kurii prestarían escasa atención a los eslines. Sus gritos no eran de alarma ni de furia. Sólo estaban recogiendo a otro animal, tal vez uno nuevo, que se habría acercado demasiado al campamento, o andaría extraviado, para devolverlo al rebaño con toda prontitud. La luz del alba comenzaba a bañar el valle. Por los ruidos de los eslines podíamos deducir el desarrollo de su acoso, y la situación de la esclavizada hija de Thorgard de Scagnar.

—Allí —dijo Ivar, señalando con el dedo.

Vimos su blanco cuerpo, y las sinuosas formas, oscuras y peludas, que se dirigían a él. Al punto la rodearon y ella se detuvo. Entonces los eslines le abrieron un pasadizo, indicándole qué dirección había de tomar. Adondequiera que se volviese, se encontraba con los colmillos y los siseos de los animales que la acompañaban. Cuando intentaba moverse en otra dirección que no fuera la que debía seguir, las bestias trataban de morderla cruelmente. Una sola dentellada podía arrancarle una mano o un pie. A poco, dos de los eslines se colocaron detrás de la muchacha y, gruñendo y mordisqueándole los talones, la llevaron delante de ellos. La veíamos correr, tratar de escapar de las veloces y terribles fauces. Más de una vez temimos que le dieran muerte. Si una hembra no puede ser guiada los eslines acaban con ella.

Other books

The Cryo Killer by Jason Werbeloff
Seagulls in My Soup by Tristan Jones
Eden by Stanislaw Lem
Eden's Spell by Heather Graham
Hands of the Traitor by Christopher Wright
Man in the Blue Moon by Michael Morris