Los intrusos de Gor (3 page)

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Authors: John Norman

—No eres más que otra esclava —dijo Samos.

—Soy la hija de Marlenus de Ar —dijo ella orgullosamente.

—En el bosque —intervine—, tengo entendido que pediste la libertad, rogando en una misiva que tu padre te comprase.

—Sí —admitió ella—. Lo hice.

—¿Acaso no sabes que, oponiéndose a ti, sobre su espada y sobre el medallón de Ar, Marlenus juró repudiarte?

—No lo creo.

—Ya no eres su hija. Ahora eres una descastada, careces de Piedra del Hogar y de familia.

—¡Mentís!

—Arrodíllate ante el látigo —ordenó Samos.

Se arrodilló, lastimosamente, una joven esclava. Había cruzado las muñecas debajo de ella, como atada, y apoyado la cabeza en el suelo; la curva de su espalda quedaba expuesta.

Se estremeció. Yo tenía pocas dudas acerca de lo que esta esclava conocía bien y temía mucho: el beso disciplinante del azote goreano de los esclavos.

Samos sujetaba la espada, que había introducido bajo el cuello de la prenda de la joven, lista para alzarse y desgarrarlo, partiendo la tela y haciendo que la túnica cayera a sus costados, alrededor de su cuerpo ya desnudo.

—No la castigues —le dije.

Samos me miró, irritado. La esclava no se había portado satisfactoriamente.

—A su sandalia, esclava —ordenó.

Sentí los labios de Talena apretarse contra mi sandalia.

—Perdonadme, amo —susurró.

—Levántate —le mandé.

Ella se puso en pie y retrocedió. Advertí que temía a Samos.

—Fuiste repudiada —le dije—. Ahora tu condición, lo sepas o no, es inferior a la de la más humilde de las jóvenes campesinas, que cuentan con la seguridad conferida por los derechos de su casta.

—No os creo —repuso ella.

—¿Te importo yo, Talena? —le pregunté.

Ella se bajó la parte superior de su traje de ceremonia, descubriéndose el cuello.

—Llevo un collar —dijo. Vi el sencillo collar gris, de la casa de Samos, ceñido en torno a su cuello.

—¿Cuál es el precio? —le pregunté a Samos.

—Yo pagué por ella diez piezas de oro.

A la muchacha pareció alarmarle el que la hubieran vendido por una suma tan insignificante. Con todo, para una muchacha, a finales de la estación, en lo alto de la costa de Thassa, era un precio magnífico. Indudablemente lo había conseguido porque era tan hermosa. Aun así, sin embargo, era menos de lo que habría sacado si se hubiera exhibido expertamente en las calles de Turia, Ar, Ko-ro-ba, o Puerto Kar.

—Yo te daré quince —le ofrecí.

—Muy bien.

Con la mano derecha busqué en la bolsa de mi cinturón y extraje las monedas. Se las tendí a Samos.

—Ponla en libertad.

Samos, con una llave maestra, usada para la mayoría de los collares grises, abrió la banda de metal que rodeaba su adorable cuello.

—¿Soy verdaderamente libre? —preguntó.

—Sí —dije.

—Tendría que haber sacado mil piezas de oro —dijo ella—. Como la hija de Marlenus de Ar, mi precio de compañera podría ser de mil tarns, cinco mil tharlariones.

—Ya no eres la hija de Marlenus de Ar.

—Eres un embustero —replicó. Me miró, desdeñosa.

—Con tu permiso —dijo Samos— desearía retirarme.

—Quédate.

—Muy bien —accedió.

—Hace mucho, Talena, cuidábamos el uno del otro, Éramos compañeros.

—Era una muchacha estúpida la que cuidaba de ti —dijo Talena—. Ahora soy una mujer.

—¿He dejado de importarte?

Ella me miró.

—Soy libre —dijo—. Puedo decir lo que quiera. ¡Mírate! Ni siquiera puedes caminar. ¡Ni siquiera puedes mover el brazo izquierdo! ¡Eres un lisiado, un lisiado! ¡Me das asco! ¿Crees que a alguien como yo, la hija de Marlenus de Ar, podría importarle una cosa como tú? Fíjate en mí. Soy hermosa. Tú eres un tullido. ¿Importarme tú? ¡Eres un estúpido, un estúpido!

—Sí —dije, amargamente—. Soy un estúpido.

—¡Esclavo!

—No comprendo —dije.

—Me tomé la libertad —dijo Samos—, de ponerla al corriente de lo que ocurrió en el delta del Vosk, si bien cuando lo hice ignoraba lo de tus heridas, tu parálisis.

Mi mano derecha se crispó. Estaba furioso.

—Lo siento —se disculpó Samos.

—No es ningún secreto —dije—. Es sabido por muchos.

—¡Es asombroso que algún hombre acceda a seguirte! —gritó Talena—. ¡Traicionaste tus códigos! ¡Eres un cobarde! ¡Un necio! ¡No eres digno de mí! ¡Es insultante que oses preguntarme si podría importarme algo como tú, a mí, a una mujer libre! ¡Preferiste la esclavitud a la muerte!

—¿Por qué le contaste lo del delta del Vosk? —le pregunté a Samos.

—Así, si pudiera haber habido amor entre vosotros, dejaría entonces de existir —respondió él.

—Eres cruel.

—La verdad es cruel. Antes o después, ella lo habría sabido.

—¿Por qué se lo contaste?

—Para que ella no se preocupara por ti y te apartara del servicio de aquellos cuyos nombres no hemos de mencionar ahora.

—Nunca me preocuparía por un tullido —admitió Talena.

—Me quedaba aún la esperanza —dijo Samos— de hacerte acordar de un noble servicio, un servicio solemne y de extraña importancia.

Me eché a reír.

Samos se encogió de hombros.

—No supe, hasta demasiado tarde, las consecuencias de tus heridas. Lo lamento.

—Ahora, Samos, ni siquiera puedo servirme a mí mismo.

—Quiero ser devuelta a mi padre —exigió Talena.

Saqué cinco piezas de oro.

—Este dinero —le dije a Samos—, es para que esta mujer viaje sin riesgos a Ar, con escolta y tarn.

Talena se cubrió la cara con el velo, trabándolo de nuevo.

—Haré que te devuelvan este dinero —dijo.

—No —repuse—. Tómalo más bien como un regalo, como recuerdo de un antiguo afecto que tuviera por ti alguien que se sintió honrado de ser tu compañero.

—Es una hembra de eslín —dijo Samos—, perversa e innoble.

—Mi padre vengaría este insulto —replicó ella fríamente— con las caballerías de tarn de la ciudad de Ar.

—Has sido repudiada —dijo Samos; se volvió y se fue. Yo tenía aún las cinco monedas en la mano.

—Dame las monedas —dijo Talena.

Se acercó a mí y me las arrebató, como si le repugnara tocarme. Luego se enderezó y me miró de frente.

—Qué feo eres —dijo—. ¡Qué horrible resultas en tu silla!

No dije palabra.

Se dio la vuelta y se dirigió a grandes zancadas a la puerta de la sala. Allí se detuvo y se giró.

—En mis venas corre la sangre de Marlenus de Ar. Cuan repugnante e increíble que alguien como tú, un cobarde y traidor de códigos, hubiera anhelado tocarme. —Alzó las monedas en su mano. La llevaba enguantada—. Mi agradecimiento, amo —y se alejó.

—¡Talena! —grité.

Ella se volvió para mirarme otra vez.

—Nada —dije.

—Y dejarás que me vaya —dijo con desdén—. Nunca fuiste un hombre. Siempre fuiste un muchacho, un alfeñique —levantó otra vez las monedas—. Adiós, Alfeñique —dijo, y abandonó la estancia.

Ahora me sentaba en mi propia sala, en la oscuridad, pensando en infinidad de cosas.

Me preguntaba cómo vivir.

En estos momentos Talena se encontraría en Ar. Cuánto la habría desconcertado, confundido, el descubrir al final, incontrovertiblemente, que su repudio era verdadero. Yo sabía que Marlenus la tendría aislada en el cilindro central, que la deshonra de ella no desprestigiaría su gloria. Allí sería, en realidad, una prisionera. Un acto semejante se sometía a la disciplina pública; por ello podía ser suspendida, amarrada por las muñecas y desnuda, de una cuerda de unos doce metros, en uno de los puentes elevados, para ser azotada por tarnsmanes, que pasarían volando junto a ella.

La había dejado escapar, sin tratar de detenerla; lo mismo había ocurrido con Telima. Sonreí. Un auténtico goreano la habría vuelto a traer, con manillas y collar.

Entonces pensé en Vella, antiguamente Elizabeth Cardwell, a quien había encontrado en la ciudad de Lydius, en la desembocadura del río Laurius, bajo los márgenes de los bosques. En otro tiempo la había amado, y quería devolverla incólume a la Tierra. Mas ella no había respetado mi voluntad, sino que, aquella noche, había ensillado mi tarn, el gran Ubar de los Cielos, y volado a Sardar. Cuando el ave regresara, yo, furioso, lo había ahuyentado. Después había encontrado a la muchacha en una taberna de paga en Lydius; había sido esclavizada. Su vuelo había sido un acto de valentía. Yo la admiraba, pero no fue un acto sin consecuencias. Había jugado y había perdido. En una alcoba, luego de haberla utilizado, me había rogado que la comprase, que la pusiera en libertad. Era un acto de esclava, como el de Talena. La abandoné, como esclava, en la taberna de paga. Antes de hacerlo había informado a su dueño, Sarpedon de Lydius, de que era una esclava de placer exquisitamente capacitada, y una muy sugestiva ejecutante de las danzas de esclavas. Aquella noche no había regresado a fin de verla danzar en la arena para complacer a sus clientes. Tenía asuntos que atender. Ella no había respetado mi voluntad. Sólo era una hembra, y me había costado un tarn.

Vella me había dicho que me había vuelto más duro, más goreano. Me preguntaba si era cierto o no. Un auténtico goreano, especulaba, no la habría abandonado en la taberna de paga, sino que la habría adquirido y llevado consigo, para ponerla con sus otras mujeres, una nueva y deliciosa esclava para su casa. Sonreí para mí. La joven Elizabeth Cardwell, antiguamente secretaria en la ciudad de Nueva York, era una de las mozuelas más deliciosas que había visto nunca con la seda de las esclavas. Su muslo lucía la marca de las cuatro astas del bosko.

No, no la había tratado como lo habría hecho un auténtico goreano. Y por si fuera poco, en el delirio febril que precedió mis heridas, cuando yacía en el austero castillo del
Tesephone
, la llamé a gritos por su nombre.

Esto me había avergonzado, y era debilidad. Aunque me hallara medio paralizado, decidí que debía de erradicar de mí los vestigios de debilidad. Aún quedaba en mi interior mucho de la Tierra: frivolidad, compromiso, flaqueza. Mi voluntad no era todavía la de un verdadero goreano.

Asimismo me preguntaba la naturaleza de mi mal. Me habían atendido los más hábiles cirujanos de Gor. Poco pudieron decirme. A pesar de todo, me había enterado de que no existían lesiones en el cerebro, ni en la columna vertebral. Los hombres de la medicina se quedaron perplejos. Las heridas eran profundas, y graves, y sin duda me causarían dolor de cuando en cuando; pero la parálisis, dada la naturaleza de la lesión, les pareció inexplicable.

Entonces otro médico, sin ser requerido, acudió a mi puerta.

—Dejadle entrar —había dicho yo.

—Es un renegado de Turia, un perdido —había replicado Thumock.

—Dejadle entrar —había repetido.

—Es Iskander —susurró Thurnock.

Conocía bien el nombre de Iskander de Turia. Sonreí. Él se acordaba bien de la ciudad que le había exiliado, y aún conservaba su nombre como una parte de sí mismo. Hacía mucho que viera sus altas murallas por última vez. En una ocasión, en el transcurso de su ejercicio como médico en Turia, había atendido extramuros a un joven guerrero Tuchuk llamado Kamchak. Por esta ayuda prestada a un enemigo, le habían exiliado. Como muchos había ido a Puerto Kar. En la ciudad había prosperado, siendo, durante años, el médico privado de Sullius Maximus, quien fuera uno de los cinco Ubares, gobernador de Puerto Kar hasta la toma del poder por el Concejo de Capitanes. Sullius Maximus era una autoridad en poesía, y muy ducho en el estudio de los venenos. Cuando éste huyera de la ciudad, Iskander se había quedado atrás. Incluso había participado en la batalla del 25 de Se'Kara. Poco después del convenio del 25 de Se'Kara, Sullius Maximus había buscado asilo en Tyros y se lo habían concedido.

—Saludos, Iskander —había dicho yo.

—Saludos, Bosko de Puerto Kar.

Los descubrimientos de Iskander de Turia concordaron con los de los otros médicos, pero, para mi asombro, en cuanto hubo devuelto su instrumental al zurrón que colgaba de su hombro, dijo:

—Las heridas fueron causadas por espadas de Tyros.

—Sí, en efecto.

—Hay un sutil contaminante en las heridas —explicó.

—¿Estás seguro?

—No lo he detectado, mas parece no existir ninguna explicación alternativa adecuada.

—¿Un contaminante? —pregunté.

—Acero envenenado —dijo.

No repliqué.

—Sullius Maximus —dijo— se encuentra en Tyros.

—No habría pensado que Sarus de Tyros utilizara acero envenenado —reconocí. Semejante recurso, como la flecha envenenada, no sólo iba contra los códigos de los guerreros, sino que, generalmente, se consideraba indigno de un hombre. El veneno se consideraba un arma de mujeres.

Iskander se encogió de hombros.

—Sullius Maximus —dijo—, inventó tal droga. La experimentó, por medio de alfilerazos, en los miembros de un enemigo capturado, paralizándole de cuello para abajo. Lo tuvo sentado a su diestra, como un invitado en vestiduras regias, durante más de una semana. Cuando se cansó de la diversión, hizo que lo mataran.

—¿Existe un antídoto? —pregunté.

—No.

—Entonces, no hay esperanza.

—No —convino Iskander—. No la hay.

—Tal vez no sea el veneno —aventuré.

—Tal vez.

—Thurnock —dije—, dale a este médico un doble tarn, de oro.

—No —dijo Iskander—. No quiero cobrar.

—¿Por qué no? —inquirí.

—Estaba contigo el 25 de Se'Kara.

—Te deseo ventura, Médico —dije.

—Y yo te deseo ventura también, Capitán —dijo, y se marchó.

Me preguntaba si lo que Iskander de Turia había conjeturado era correcto o no.

Me preguntaba si, de existir, semejante veneno podía ser vencido.

—¡Capitán! —oí—. ¡Capitán! —Era Thurnock. Oí correr de pies tras de él, la reunión de los integrantes de la casa.

—¿Qué pasa? —oí preguntar a Luma.

—¡Capitán! —gritó Thurnock.

—¡He de verle inmediatamente! —exclamó otra voz. Me alarmé. Era la voz de Samos, primer mercader de esclavos de Puerto Kar.

Entraron, portando antorchas.

—Poned las antorchas en las argollas —dijo Samos.

La sala quedó iluminada. Los miembros de la casa se adelantaron. Samos apareció ante la mesa. A su lado estaba Thurnock, todavía con una antorcha alzada en la mano. Luma estaba presente. Vi, asimismo, a Tab, que era el capitán de la
Venna
. Clitus también estaba allí, y el joven Henrius.

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