Los masones (25 page)

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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Dos años después, Crowley se hallaba en Gran Bretaña con la intención de crear una orden mágica que debía seguir los pasos de la Golden Dawn y que recibió el nombre de AA por Astron Argon o Astrum Argentium. En 1910, como ya vimos, Crowley se integraba en la OTO, la orden creada por masones, y, por tercera vez, entró en contacto con la masonería, esta vez en la persona de John Yarker, que le confirió los grados 33, 90 y 95 del antiguo y aceptable rito de Menfis y Mizraim.
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En 1920, Crowley fundó la Abadía Thelema en Cefalú. Sin duda, es éste uno de los episodios más turbios de su vida, ya que los niños desaparecían de los alrededores y se pensó que perecían en misas negras celebradas por Crowley. Nunca pudo demostrarse, pero el episodio concluyó con su deportación de Italia. Durante los años siguientes, Crowley se definiría claramente no como luciferino sino como satanista, circunstancia que, de manera un tanto llamativa, no implicó la ruptura de relaciones con la OTO y sus dirigentes. No sólo eso. Además trabaría amistad con un personaje llamado a tener una importancia no pequeña en la historia de las sectas. Nos referimos a Ronald L. Hubbard, el fundador de la Iglesia de la Cienciología.

Hubbard estaba muy vinculado en 1945 con John W. Parsons, que presidía el capítulo de la OTO en Los Ángeles.
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No sólo eso. Hubbard fue, de hecho, un miembro de la secta de Crowley donde, por añadidura, conoció a su segunda esposa. La Iglesia de la Cienciología, comprensiblemente, ha intentado negar esta circunstancia, insistiendo en que Hubbard sólo se estaba infiltrando en el grupo de Crowley. La verdad es que en una serie de conferencias del curso de doctorado de Filadelfia, grabadas ya en 1952, Hubbard se explayó hablando del ocultismo en la Edad Media y recomendó un libro —
The Master Therion
—, de Crowley. Según Hubbard, «es una fascinante obra en sí misma, y esa obra fue escrita por Aleister Crowley, el difunto Aleister Crowley, mi muy buen amigo».
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Realmente, hay episodios en la Historia —como el de la influencia de los masones en el desarrollo del ocultismo contemporáneo— cuyas raíces más profundas y cuyas consecuencias postreras cuesta imaginar. Pero que, en cualquier caso, no es lícito ni eludirlas ni ocultarlas.

QUINTA PARTE. Un mundo en busca de sentido
Capítulo XV. La controversia antimasónica

El escándalo Taxil

A pesar del considerable peso que tuvo la masonería en la articulación del ocultismo contemporáneo, los últimos años del siglo XIX discurrieron en torno a una controversia creciente relacionada con el papel de la masonería en la política. El hecho de que desde la Revolución francesa buena parte de los movimientos subversivos —con o sin éxito— hubieran estado estrechamente vinculados con ella, los repetidos cambios de régimen, la corrupción en los nombramientos públicos relacionada con el favoritismo masónico, la amenaza contra el poder temporal del papa o los programas de laicismo estatal contribuyeron de manera decisiva a mantener una tensión política y social que se iba a extender durante todo el siglo XIX. Ese trasfondo explica episodios peculiares de estas décadas, corno fueron el escándalo Taxil o la fusión del sentimiento antisemita —que también experimentó una mutación durante estos años— con el temor a la masonería.

Las elecciones francesas de 1877 fueron testigo de un encarnizado enfrentamiento entre los partidos de derechas, contrarios a la masonería, y los republicanos, radicales y socialistas, favorables a la misma. Mientras que los primeros insistían en que la nación debía verse a salvo de una nueva revolución que causara docenas de miles de muertos, los segundos —utilizando un lenguaje ya manido pero al que se recurriría profusamente en tiempos posteriores— se presentaron como los valedores del conocimiento, la libertad de conciencia o incluso la luz. No resulta extraño, por lo tanto, que la victoria republicana en las elecciones fuera considerada como un triunfo de la masonería y que fuera seguida por una oleada de anticlericalismo organizado, sistemático y despiadado.

Fue entonces cuando hizo su aparición en escena un personaje llamado Leo Taxil. Originalmente, Taxil —cuyo verdadero nombre era Gabriel Jogand-Pagés— era un masón, miembro del Gran Oriente, que se había caracterizado por escribir libelos que habían sido publicados por la Liga Anticlerical. En 1879, menos de dos años después de la victoria electoral republicana, había visto la luz su primera obra, titulada
Abajo el clero
. El contenido injurioso del panfleto provocó el procesamiento de Taxil, pero salió absuelto y un bienio después publicaba
La secreta vida amorosa de Pío IX
, un papa que había muerto el año anterior.

Que en esa situación, en 1884, el papa León XIII promulgara una nueva bula en la que indicaba cómo los masones eran seguidores del Maligno no puede causar sorpresa. Lo que sí la ocasionó fue el anuncio, justo al año siguiente, de que Taxil se había arrepentido de sus pecados convirtiéndose en un buen católico. Por si fuera poco, Taxil comenzó a publicar de manera inmediata una serie de libros y panfletos en los que atacaba a la masonería, mostrándola como una sociedad secreta entregada a la subversión. Que, efectivamente, la masonería era una sociedad secreta y que había estado más que profusamente vinculada con la subversión no admitía dudas a aquellas alturas. Sin embargo, Taxil añadía en sus obras detalles especialmente sugestivos. Así, hacía referencia a la masonería femenina e incluso mencionaba la vinculación entre la sociedad secreta y el culto a Lucifer.

Los textos de Taxil hicieron furor no sólo entre los católicos sino también entre no pocos masones. Mientras que los primeros le aclamaban y aplaudían por atreverse a poner al descubierto una conjura que los amenazaba directamente, los segundos se dividieron entre los que le acusaban de calumniador y los que le suplicaron que les indicara cómo podían ser iniciados en esos grados superiores de la masonería donde era posible establecer contacto con Lucifer. En 1887, Taxil fue incluso recibido en una audiencia personal por el papa León XIII, que le felicitó por la labor que estaba llevando a cabo.

Por si fuera poco, los escritos de Taxil iban revelando en un atractivo crescendo las cuestiones más impresionantes. Hacían referencia a una conjura masónica universal dirigida por el masón norteamericano Albert Pike; daban datos sobre el paladismo, una organización secreta fundada por Pike en la que los masones se entregaban a rituales satánicos, e incluso proporcionaban el testimonio de una señorita llamada Diana Vaughan que formaba parte de tan pernicioso colectivo.

En septiembre de 1896 se celebró en Trento un congreso internacional antimasónico al que, de manera comprensible, fue invitado Taxil y, por supuesto, la señorita Vaughan. Taxil excusó la falta de asistencia de la dama por razones de seguridad —una circunstancia que provocó las sospechas de algún delegado— pero prometió que haría acto de presencia en la Sociedad Geográfica de París el 19 de abril de 1897.

En la fecha mencionada —y con la lógica expectativa—, Taxil compareció ante un nutrido público para presentar supuestamente a la antigua paladista. Sin embargo, en lugar de satisfacer la curiosidad de los presentes, Taxil confesó que toda su actividad de los últimos años no había pasado de ser una colosal impostura. Nunca había existido el Palladium, la señorita Vaughan era simplemente una colaboradora que no tenía nada que ver con la masonería, los relatos sobre el culto a Lucifer eran falsos y no había tenido lugar jamás algo parecido a una conjura masónica mundial. Todo esto —subrayó claramente Taxil— había sido una inmensa estafa y nada más. Acto seguido, en medio de un comprensible escándalo, abandonó la sala.

El episodio Taxil fue objeto casi desde el principio de interpretaciones opuestas. Por supuesto, los masones lo aprovecharon para decir que todo aquello demostraba hasta qué punto las acusaciones que se vertían sobre ellos eran falsas desde la primera hasta la última. Ni su presunta implicación en política, ni su relación con el culto a Lucifer, ni mucho menos la existencia de una conspiración mundial se correspondían con la realidad. Eran calumnias supuestamente desmentidas por el episodio y los que las creyeran demostraban ser tan estúpidos como aquellos a los que había engañado Taxil. La interpretación de los católicos fue, lógicamente, distinta. Taxil había mentido de manera vergonzosa, especialmente en el uso de algunos detalles escabrosos, pero la historia, sustancialmente, era verídica y, muy posiblemente, todo el episodio no era sino una conjura masónica para dejar en evidencia a la Iglesia católica, sin excluir al propio papa.

La verdad —como casi siempre— seguramente se halla en algún punto intermedio entre ambas posiciones. Que Taxil, masón y anticlerical, era un embustero y, quizá, un mitómano es indiscutible. Durante años vivió de la impostura sacándole el máximo beneficio y, al final, la reveló en medio de carcajadas. Es cierto igualmente que la masonería había tenido desde finales del siglo XVIII al menos un papel nada desdeñable en la política y, de manera especial, en los cambios revolucionarios acontecidos en la América hispana y en Europa. A decir verdad, en pocas naciones había resultado tan obvio como en Francia. De la misma manera, era innegable la penetración de sectores esenciales de la administración y de la sociedad por la masonería y no menos irrefutable resultaba su impronta anticristiana y acusadamente anticatólica. Queda por establecer la última cuestión, la relativa al supuesto luciferinismo de, al menos, algunos grados de iniciación masónica.

En los capítulos anteriores hemos podido ver que la masonería tuvo una impronta ocultista desde sus inicios, que esa característica era de signo gnóstico, que no fueron pocos los masones fundadores de grupos esotéricos o de sectas y que incluso en algún caso también hubo masones que se definieron como seguidores de Lucifer, al que, bien es cierto, no contemplaban perfilado con los colores negativos de la Biblia. Precisamente por eso, no resulta extraño que hubiera masones que pidieran a Taxil que los iniciara en esos supuestos grados de iniciación que abrían el camino a la comunión con Lucifer. Desde un punto de vista cristiano, semejante actitud era repugnante; desde el de algunos masones, tenía, por el contrario, una lógica innegable. En ese sentido, la elección de Albert Pike como cabeza de ese culto luciferino resultaba enormemente verosímil. De hecho, su obra clave,
Morals and Dogma
, corno ya vimos, es un texto de centenares de páginas en el que Pike realiza un intento extraordinario por explicar la filosofía de la masonería y lo hace, de manera coherente, recurriendo a los cultos esotéricos, gnósticos y mistéricos de la Antigüedad. Se puede alegar —no sin razón— que las interpretaciones de Pike no se sustentan en la realidad histórica, pero lo que resulta indiscutible es que millones de masones las creyeron. No menos cierto es que la propia obra de Pike apunta a un luciferinismo concebido no como la grosera adoración satánica descrita por Taxil, sino como un culto a Lucifer, un ser espiritual positivo que habría revelado los secretos mistéricos de la Luz a un sector escogido de la raza humana.

Sin embargo, a pesar de la importancia que se suele dar al episodio de Taxil en algunas obras, lo cierto es que su relevancia —salvo para intentar desacreditar con el episodio a los antimasones y lanzar una cortina de humo sobre la innegable relación entre el ocultismo y la masonería— es muy menor. Importancia más acentuada tendría la identificación entre masonería y judaísmo que se produciría en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX.

El antisemitismo se suma a la controversia

El antisemitismo constituye una actitud mental y una conducta que se pierde en la noche de los tiempos aunque es obligado reconocer que no siempre se ha manifestado de la misma manera. Manetón, el sacerdote e historiador judío del periodo helenístico, ya dedicó vitriólicas páginas a los primeros momentos de la historia de Israel y en sus pasos siguieron los antisemitas de la Antigüedad clásica —prácticamente todos los autores de renombre—, desde Cicerón hasta Tácito, pasando por Juvenal. En términos generales, su antisemitismo era cultural y religioso más que racial. Durante la Edad Media, el antisemitismo estuvo relacionado con categorías de corte religioso (la resistencia de los judíos a convertirse al islam o al cristianismo) y social (el desempeño de determinados empleos por los judíos). Solamente con la llegada de la Ilustración, el antisemitismo se fue tiñendo de tonos raciales que aparecen ya en escritos injuriosos —y falsos— de Voltaire y que volvemos a encontrar muy acentuados en Nietzsche o Wagner. La figura del judío perverso y conspirador no se halla ausente de algunas de estas manifestaciones antisemitas y, por ejemplo, Wagner y Nietzsche insistieron en tópicos como el del poder judío o el de su capacidad de corrupción moral (e incluso racial). Con todo, estos aspectos no son la única base del antisemitismo contemporáneo. De hecho, ya a finales del siglo XIX, a estas visiones antisemitas se sumó otra que pretendía tener un carácter científico, y a ella la que pretendía descubrir la existencia de una conspiración judía encaminada a dominar el mundo. La divulgación de esta tesis correspondería, entre otras obras, a un panfleto de origen ruso conocido generalmente como
Los Protocolos de los sabios de Sión
, en el que, supuestamente, se recogían las minutas de un congreso judío destinado a trazar las líneas de la conquista del poder mundial.
Los Protocolos de los sabios de Sión
no fueron, en buena medida, una obra innovadora.

La idea de una conspiración judeomasónica durante las primeras décadas del siglo XIX ni siquiera fue utilizada por los antisemitas. Sería una obra de creación titulada
Biarritz
, debida a un tal Hermann Goedsche, que la difundiría a partir de 1868 en Alemania. La fecha es importante porque por aquel entonces la población alemana comenzaba a ser presa de renovados sentimientos antisemitas a causa de la emancipación —sólo parcial— de los judíos. En un capítulo del relato, que se presentaba como ficticio, se narraba una reunión de trece personajes, supuestamente celebrada durante la fiesta judía de los Tabernáculos, en el cementerio judío de Praga. En el curso de la misma, los representantes de la conspiración judía narraban sus avances en el control del gobierno mundial, insistiendo especialmente en la necesidad de conseguir la emancipación política, el permiso para practicar las profesiones liberales o el dominio de la prensa. Al final, los judíos se despedían no sin antes señalar que en cien años el mundo yacería en su poder. El episodio narrado en este capítulo de
Biarritz
iba a hacer fortuna. En 1872 se publicaba en San Petersburgo de forma separada, señalándose que, pese al carácter imaginario del relato, existía una base real para el mismo. Cuatro años después, en Moscú, se editaba un folleto similar con el título de
En el cementerio judío de la Praga checa
(
los judíos soberanos del mundo
). Cuando en julio de 1881
Le Contemporain
editó la obra, ésta fue presentada ya como un documento auténtico en el que las intervenciones de los distintos judíos se habían fusionado en un solo discurso. Además, se le atribuyó un origen británico. Nacía así el panfleto antisemita conocido como el
Discurso del Rabino
. Con el tiempo, la obra experimentaría algunas variaciones destinadas a convertirla en más verosímil. Así, el rabino, anónimo inicialmente, recibió los nombres de Eichhorn y Reichhorn e incluso se le hizo asistir a un (inexistente) congreso celebrado en Lemberg en 1912.

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