Los pájaros de Bangkok (10 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

El gigante se pasó las dos manos por la impresionante melena blanca y se la despeinó de tal manera que aumentó la dimensión de su cabeza. Miró a Carvalho con ira y desesperación.

—¿Ha pensado ella alguna vez en este pobre anciano que se está muriendo? ¿Sabe a cuánto estoy de presión?

—Higinio, tranquilízate, que es por tu bien.

—¿Ha pensado en su madre, en esta idiota que se lo ha dado todo y que aún ahora la defiende? Lo tenía todo en sus manos para ser feliz, para reírse del mundo, ¿y cómo va a acabar? No quiero ni pensarlo.

—Piénselo rápido porque sería interesante una gestión familiar para que el Ministerio de Asuntos Exteriores metiera baza en el asunto.

—¿Yo? ¿Qué influencia me queda? Yo tenía muy buenos amigos en la Administración, pero a todos los han barrido o los han dinamitado, como al pobre Viola, el ex alcalde de Barcelona, compañero mío de estudios y un caballero. No conozco a nadie.

—Bastará que lo haga en nombre de la familia.

—Que lo haga su marido o su hijo.

—No hay manera de dar con ellos.

—Seguro que es un cuento para chuparme los cuartos. No soltaré un céntimo.

El viejo dio una sacudida y se aferró con las manos a los brazos del sillón mientras cerraba los ojos y apretaba los dientes. La vieja figurilla de porcelana lanzó un gritito y se precipitó sobre él, pero fue más rápido el viejo, que alzó un brazo y contuvo el avance de su mujer con tal rudeza que la hizo tambalear y casi caer al suelo.

—Apártate. Estoy bien. Vais a matarme entre todos. ¿Por qué no ha llamado a su padre? ¿O a su madre? ¿Por qué le ha llamado a usted? Pues bien sencillo. Porque a mí me basta el tono de voz que pone para saber si habla en serio o no. Me ha sacado muchos duros esa desgraciada, pero no me sacará ni uno más.

—No se trata de que ponga usted dinero, sino de que se movilice.

Había cerrado los ojos y cabeceaba negativa y tozudamente. La vieja se llevó un dedo a los labios y con guiños de ojos indicó a Carvalho que se marchara. Salió tras él y al llegar a la puerta le metió un papel en las manos y le dijo en voz baja:

—Es la dirección del chico. Que haga lo que pueda. Yo mientras tanto trataré de convencerle.

—¡María!

Gritó el gigante desde su asiento.

—Ahora váyase, pero manténgame informada. ¿Cree que corre peligro?

Carvalho se encogió de hombros y salió al jardín recibiendo el perfume de la tierra y las plantas mojadas. Llovía y el reloj le dijo que no tenía tiempo de instalarse en el hostal del Binu si quería llegar a tiempo a la cita con Marta Miguel.

16

Biscuter se había comprado un metro de cinta negra y se había hecho dos brazaletes de luto, el uno para la única chaqueta que tenía y el otro para la camisa que lucía, regalo de Charo, igual que el pullover amarillo sin mangas.

—Recaliéntame eso que lleva dos días rodando.

—Imposible, jefe, la berenjena es muy mala de recalentar y lo que no he comido yo lo he tirado.

—¿No hay nada entonces?

—Está usted de suerte, jefe. Esta mañana después del entierro me he pasado por la Boquería y he visto "múrgulas". Se las hago con vientre de cerdo y una picada. Es un momento. Tengo el sofrito base ya hecho.

A Carvalho no le interesaba paladear un vino recio, sino recibir en el paladar la textura fresca de un vinillo cantarín, lanzado con la complicidad del porrón. Se llenó el porrón con un rosado de Cigales bien frío y tragueó metiéndose en la boca un sabor fresco arcilloso. Comió con apetito dos platos de vientre de cerdo con las setas, en el perfecto bálsamo de las dos gelatinas profundas, la del estómago de un cerdo y la del humus de los bosques entregados al otoño. Dos tazas de café. Una copa de orujo del Bierzo bien helado y un Sancho Panza milagrosamente encontrado en un estanco de la calle Puertaferrisa. Llamó a Charo.

—Te invito al cine esta tarde. Despacho un asunto a las cuatro y a las cinco nos encontramos en la puerta del Catalunya.

—¿Qué hacen en el Catalunya?

—No lo sé, pero los asientos son cómodos.

—Pues vaya manera de ir al cine. Ya me fijaré yo en lo que hacen. Yo un bodrio no me lo trago por muy cómodo que sea el cine.

Carvalho estaba contento consigo mismo. Había hecho cuanto había podido por Teresa Marsé, por Charo, por Celia Mataix, por Biscuter, y el cheque de los Daurella le permitía elevar su cuenta corriente a plazo fijo a un millón y medio de pesetas. Era todo su capital y lo tenía ingresado en la Caja de Ahorros a un seis por ciento de interés ante la desesperación de Fuster.

—Cualquier banco te daría un doce y un trece.

—Las Cajas de Ahorros no quiebran.

—Al ritmo que va la devaluación, ¿qué te significa un seis por ciento? Cómprate algo. Cómprate un piso y cuando seas viejo te lo vendes.

—Quién sabe lo que puede ocurrir dentro de diez o quince años. Igual no existe la propiedad privada. Van a ganar los socialistas.

—Iluso.

—O hay tanta oferta de viviendas que me tengo que quedar el piso para pasar los fines de semana.

—Lo alquilas.

—Eso sí que no. Líos con los inquilinos a partir de los sesenta años. A partir de los sesenta años quiero meterme en la casa de Vallvidrera, cobrar la pensión que me corresponda como trabajador autónomo, la rentecilla que me den los cuartos que acumule y a experimentar alguna cocina extraña. Por ejemplo, ¿qué sabemos de la cocina africana?

—Lo suficiente como para preferir la francesa.

Decididamente la tarde era propicia y sólo el reprimido temor de que Teresa lo estuviera pasando realmente mal le privaba de una satisfacción total. Pero al fin y al cabo él no era responsable de la suerte de Teresa Marsé. A partir de los cuarenta años todo el mundo es responsable de su cara, había dicho no sé quién y muy bien dicho. A partir de los cuarenta años nadie merece piedad hasta que no cumpla sesenta o setenta. Supongo. Ramblas arriba, Carvalho se enfrentó a los primeros carteles de la visita del Papa mezclados con la propaganda de las elecciones anticipadas. El atleta cristiano y blanco aparecía en los pasquines con aquella sonrisa mueca de eslavo astuto y las poderosas espaldas de Superman volador por los cielos del mundo. Dobló por la calle del Hospital, por la acera de las putas derruidas y los payeses colorados que disimulaban su busca fingiéndose interesados por los escaparates. Pasó ante las estribaciones de la Boquería y llegó al portalón que da entrada a los jardines del antiguo hospital de la Santa Cruz, romanticismo de luces y sombras prefabricado por el gótico y el neogótico, viejos en los bancos y madres jóvenes con niños todavía vegetales de cintura para abajo, estudiantes de paso entre dos calles o entre dos escuelas o entre la biblioteca de Catalunya y la escuela de Artes y Oficios Massana. Luz de claustro, rumor de claustro, un paraíso prefabricado bajo la bóveda de un cielo excelente de otoño. Hay que elegir entre todos los cuerpos con libro uno que tenga cuarenta años cumplidos y un libro que se titule "Los poderes terrenales" de Anthony Burgess, un libro que ha de ser lo suficientemente voluminoso para que sirva de señal en un ámbito amortiguador de señales. Y allí está, baja pero con cintura, cuadrada pero con cintura, pelo negro corto, facciones blancas y algo grasientas, ojos con poder de convocatoria y una boca triste, blandos y salivados los labios, como contagiados de la misma sensación de humedad que impregna los cabellos de Marta Miguel. Hay un rápido arqueo de cejas en la mujer cuando Carvalho se detiene ante ella y le mira el libro.

—¿Usted es…?

—Lo soy.

Se sopla Marta Miguel el flequillo que no tiene.

—Yo me imaginaba a los detectives de otra manera.

—Con gabardina, supongo.

—Pues sí.

—Yo nunca me pongo gabardina. Sería como aceptar que las chicas de servicio han de llevar cofia.

—Vaya ejemplo.

—Carvalho señaló la perspectiva total del jardín.

—Hablamos por ahí o vamos a cualquier sitio.

—Si le parece caminamos y luego nos sentamos en un banco. Yo vengo mucho por aquí. Estoy haciendo un trabajo en la biblioteca de Catalunya.

—Es usted profesora.

—Sí. Profesora de universidad.

Había dicho lo de profesora de universidad con una fuerza especial, como si quisiera dejar constancia de lo superlativo de su profesorado, de la calidad suprema de la docencia que impartía. Empezaron a andar y Carvalho esperó a que ella dijera algo, pero la mujer se limitaba a avanzar mirándose la punta de los zapatos sucios y viejos o a irse pasando el libro de una mano a otra, mientras con la mano libre se estiraba sobre el vientre hinchado un polo de lanilla barata. Lo único que destacaba en su indumentaria era un collar de bolas rosas, incluso bonito en su evidente baratura.

—¿Y bien?

Dijo ella por fin.

—Yo estoy a la escucha. Es usted la que ha provocado este encuentro.

—Perdone, pero el encuentro lo ha provocado usted rastreando y husmeando por todas partes. Me llamó Rosa Donato y me puso en antecedentes de lo que usted pretende. ¿No cree más sensato dejarlo correr? El mal ya está hecho y ninguno de nosotros quiere remover la basura. Luego está Muriel, la hija de Celia. ¿Cree que vale la pena mantenerla en la platea de un espectáculo desagradable?

—¿Siempre tiene tan mal humor Rosa Donato?

—Es muy variable.

—Parece un camionero con sueño y al que se le acaba de reventar la última rueda de recambio que llevaba.

—¿Por qué la compara con un camionero?

—No lo sé.

—No es que sea santo de mi devoción, pero es una mujer que vale mucho y de mucha cultura.

—No lo dudo. El mundo está lleno de seres que valen mucho, que tienen mucha cultura y que son inaguantables.

—Es una niña mimada, eso es todo. Como lo era Celia.

La dejó que se adelantara un poco y comprobó el ritmo tesonero de su caminar sobre dos piernas fuertes, cortas, ajamonadas, en contraste con un talle estrecho y un tórax fuerte pero mejor proporcionado que las piernas.

—Les ha sido todo muy fácil en la vida y reaccionan con mal humor ante todo lo que les lleva la contraria o les crea problemas. Me hubiera gustado verlas a ellas como a mí, con dieciocho años, recién llegada a esta ciudad con una mano detrás y otra delante y sin dinero ni para comprarme el papel de barba para la instancia de petición de beca.

—¿Se ha hecho usted a sí misma?

—¿Y quién me iba a hacer si no?

—Y ha llegado usted a profesora de universidad.

Silbó Carvalho como apreciando todo el esfuerzo que había hecho aquella pequeña y fuerte mujer que le contemplaba desconcertada.

—No le permito ni la más mínima broma sobre lo que soy, porque lo que soy me lo debo a mí misma y sé lo que me ha costado.

Le había salido un acento raro, un acento de provincia fronteriza, de qué provincia no importa. Un acento de inmigrante no cualificada, es decir, no era un acento inmigrante convencional: andaluz, gallego, aragonés, ni siquiera murciano. Era el suyo un castellano de marca fronteriza y le salía cuando quería decir cosas que sentía por encima de los refajos culturales.

—Casi todo el mundo lo que tiene se lo debe a sí mismo. Unos se deben más a sí mismos que otros. Pero la relación de dependencia con uno mismo no se altera. ¿De qué es usted profesora?

—De pedagogía. De historia de la pedagogía, para ser más exactos.

Carvalho apreció la importancia del tema con una mueca solícita que devolvió cierta tranquilidad a la disposición de Marta. Ahora caminaba adelantando las cortas piernas en sentido circular, como si al pensar y al hablar fuera tomando posesión de un ámbito tan real como invisible y al mismo tiempo se lo estuviera ofreciendo a Carvalho.

—Usted no puede imaginarse lo que era yo cuando llegué a esta ciudad recién terminado el bachillerato en una academia de mi ciudad. Dos profesores para cuatrocientos alumnos y en una clase todos los que queríamos hacer bachillerato o comercio o profesorado mercantil, fueran del curso que fueran. Y venga machacar, machacar. Todo de memoria. Aún me sé la definición de Historia que estudié en la academia. "Historia es la ciencia que trata de los hechos que forman la vida de la humanidad a través de su desarrollo, explicando también las causas que los han motivado". Y venga romper codos de jerseys estudiando y venga mi madre remendar codos.

Carvalho le miró de reojo los codos del polo. Impecables. Marta caminaba a bandazos, y de vez en cuando chocaba con Carvalho para dejarle un mensaje de perfume intenso. Tendrá los sobacos peludos y con propensión al sudor, pensó Carvalho, y se la imaginó desnuda como un caballito percherón o bailando, con esa voluntad de fingir elasticidad que tienen las musculaturas cúbicas.

—Y cuando llegué a Barcelona ¡ay Dios!

Y de nuevo se sopló el flequillo que no llevaba.

—Y cuando entré en la universidad ¡ay Dios! Con decirle que fue el curso de lo del Paraninfo. ¿No recuerda? El año de las algaradas estudiantiles, de las primeras importantes. El curso 1956-1957. Cuando yo veía a aquellos burguesitos tranquilos y ricos jugándose el curso corriendo delante de la policía me sublevaba. Yo tenía que presentar cada año de notable para arriba para que me mantuvieran la beca. ¿Y sabe usted que yo no entendía nada de nada?

Había retenido a Carvalho con una mano corta y fuerte sobre el brazo del hombre.

—Pero es que nada.

—¿Así de pronto?

—No. Del lenguaje. De asignaturas teóricas, por ejemplo. Filosofía. Yo había estudiado de memoria y sabía decir lo que es una mónada según Leibnitz, pero no entendía a Leibnitz. ¿Comprende? En clase me iba haciendo pequeñita, pequeñita, cuando hablaban de Filosofía, y en casa lloraba porque no entendía nada. Y de Literatura. Aquel año le dieron el Nobel a Juan Ramón Jiménez. El profesor de Literatura nos puso un poema de Juan Ramón para que lo comentáramos. Yo me sabía la vida de Juan Ramón y los nombres de todos sus libros y fragmentos enteros de "Platero y yo". Pero no sabía comentar un poema. Tuve que tomar apuntes al pie de la letra, estudiármelos. Trabajaba veinte horas al día y aun entre la chacota de los que pasaban por ser los más listos de la clase, los más brillantes, que se iban a hacer la revolución gritando ¡asesinos! a los guardias. La policía por la mañana y por la tarde el guateque, y yo con las pestañas quemadas de tanto estudiar con mala luz en un cuartucho, el más barato de una pensión de la calle Aribau. Y el Arte. Yo no había visto un cuadro en mi vida, como no fueran los de los calendarios. Me sabía la Arqueología clásica de Melida y la Historia del Arte de Angulo de memoria, eso sí. Pero los profesores empeñados en que yo comentara las reproducciones y el estilo. Me costó tanto entrar en la cultura abstracta de la burguesía, tanto.

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