Los pazos de Ulloa

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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

 

La acción está ambientada en Ulloa, agreste región de Galicia, alrededor de 1866.

El joven y recién ordenado sacerdote Julián Álvarez llega como capellán al poblado de Los Pazos, donde se levanta el castillo perteneciente a don Pedro Moscoso, de 30 años de edad, hombre licencioso, frívolo y desaprensivo, que ilegítimamente ostenta el título de marqués de Ulloa.

En Los Pazos reina el más completo desorden y abandono. Los aldeanos roban impunemente al marquesado todo cuanto pueden. Quien verdaderamente manda y administra el solar es Primitivo, astuto labriego a las órdenes de don Pedro, que no ve con buenos ojos la llegada de Julián.

La hermosa Isabel, hija de Primitivo, es la amante de don Pedro (y de cualquier campesino de los alrededores que la solicite), relación propiciada por su propio padre para tener así mayor dominio sobre el amo.

De estos amores ilícitos ha nacido un niño, Perucho, de quien nadie se ocupa y por ello crece salvaje, sucio y solo.

El sacerdote desaprueba tanto saqueo y libertinaje. Con no poco esfuerzo, convence a don Pedro de que abandone su vida viciosa, elija una mujer digna y la haga su esposa. La elección recae en Marcelina, llamada cariñosamente Nucha, virtuosa joven citadina y además prima del marqués. El matrimonio parece aquietar al principio el desenfreno de don Pedro, pero cuando a costa de su salud Nucha da a luz una niña y no un heredero varón, Moscoso, frustrado, vuelve junto a Isabel y al escándalo de sus antiguas costumbres. Esta conducta del marido atormenta y consume el ánimo de Nucha, quien finalmente muere de angustia y aflicción.

Los Pazos de Ulloa, describe con realismo y fidelidad el ambiente y los caracteres, tanto el de los protagonistas como el de los personajes secundarios, el abad de Ulloa, el doctor Juncal —ejemplo de médico de aldea—, Perucho y los caciques que participan en la lucha electoral, entre otros.

La sensibilidad de la autora ha captado el clima social de atraso, corrupción y pasiones primitivas que se vive en ese apartado rincón de Galicia, símbolo de la provincia española a fines del siglo XIX, pero sobre todo ha puesto énfasis en el elemento humano, la víctima de su instinto, del dolor o el desengaño.

Novela intensa, amena, concebida con dominio de los efectos y escrita con estilo sencillo, es la mejor y más representativa de Emilia Pardo Bazán.

Emilia Pardo Bazán

Los pazos de Ulloa

ePUB v1.0

Liete
25.08.12

Título original:
Los pazos de Ulloa

Emilia Pardo Bazán, 1886-1887.

Editor original: Liete (v1.0)

ePub base v2.0

PRIMERA PARTE

Los Pazos de Ulloa

TOMO I
- I -

Por más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda de cordel y susurrando palabritas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigualísimos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino real de Santiago a Orense en términos que los viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando que tenía bastante más declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar la carretera en semejante dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se pescaban, y alguna quinta de personaje político, alguna influencia electoral de grueso calibre debía andar cerca.

Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de personas linfáticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un niño, a no desmentir la presunción sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto de amarillo polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo era de paño negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar vestidas por clérigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada se lo hiciesen saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del mundo. Bajo el cuello del desairado levitín asomaba un dedo de alzacuello, bordado de cuentas de abalorio. Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.

Al acabarse el repecho, volvió el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el jinete enderezarse sobre el aparejo redondo, cuya anchura inconmensurable le había descoyuntado los huesos todos de la región sacro-ilíaca. Respiró, quitóse el sombrero y recibió en la frente sudorosa el aire frío de la tarde. Caían ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y un peón caminero, en mangas de camisa, pues tenía su chaqueta colocada sobre un mojón de granito, daba lánguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tiró el jinete del ramal para detener a su cabalgadura, y ésta, que se había dejado en la cuesta abajo las ganas de trotar, paró inmediatamente. El peón alzó la cabeza, y la placa dorada de su sombrero relució un instante.

—¿Tendrá usted la bondad de decirme si falta mucho para la casa del señor marqués de Ulloa?

—¿Para los Pazos de Ulloa?—contestó el peón repitiendo la pregunta.

—Eso es.

—Los Pazos de Ulloa están allí—murmuró extendiendo la mano para señalar a un punto en el horizonte.—Si la bestia anda bien, el camino que queda pronto se pasa… Ahora tiene que seguir hasta aquel pinar ¿ve? y luego le cumple torcer a mano izquierda, y luego le cumple bajar a mano derecha por un atajito, hasta el crucero… En el crucero ya no tiene pérdida, porque se ven los Pazos, una
costrución
muy grandísima…

—Pero… ¿cómo cuánto faltará?—preguntó con inquietud el clérigo.

Meneó el peón la tostada cabeza.

—Un bocadito, un bocadito…

Y sin más explicaciones, emprendió otra vez su desmayada faena, manejando el azadón lo mismo que si pesase cuatro arrobas.

Se resignó el viajero a continuar ignorando las leguas de que se compone un
bocadito
, y taloneó al rocín. El pinar no estaba muy distante, y por el centro de su sombría masa serpeaba una trocha angostísima, en la cual se colaron montura y jinete. El sendero, sepultado en las oscuras profundidades del pinar, era casi impracticable; pero el jaco, que no desmentía las aptitudes especiales de la raza caballar gallega para andar por mal piso, avanzaba con suma precaución, cabizbajo, tanteando con el casco, para sortear cautelosamente las zanjas producidas por la llanta de los carros, los pedruscos, los troncos de pino cortados y atravesados donde hacían menos falta. Adelantaban poco a poco, y ya salían de las estrecheces a senda más desahogada, abierta entre pinos nuevos y montes poblados de aliaga, sin haber tropezado con una sola heredad labradía, un plantío de coles que revelase la vida humana. De pronto los cascos del caballo cesaron de resonar y se hundieron en blanda alfombra: era una camada de estiércol vegetal, tendida, según costumbre del país, ante la casucha de un labrador. A la puerta una mujer daba de mamar a una criatura. El jinete se detuvo.

—Señora, ¿sabe si voy bien para la casa del marqués de Ulloa?

—Va bien, va…

—¿Y… falta mucho?

Enarcamiento de cejas, mirada entre apática y curiosa, respuesta ambigua en dialecto:

—La carrerita de un can…

¡Estamos frescos!, pensó el viajero, que si no acertaba a calcular lo que anda un can en una carrera, barruntaba que debe ser bastante para un caballo. En fin, en llegando al crucero vería los Pazos de Ulloa…. Todo se le volvía buscar el atajo, a la derecha…. Ni señales. La vereda, ensanchándose, se internaba por tierra montañosa, salpicada de manchones de robledal y algún que otro castaño todavía cargado de fruta: a derecha e izquierda, matorrales de brezo crecían desparramados y oscuros. Experimentaba el jinete indefinible malestar, disculpable en quien, nacido y criado en un pueblo tranquilo y soñoliento, se halla por vez primera frente a frente con la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza, y recuerda historias de viajeros robados, de gentes asesinadas en sitios desiertos.

—¡Qué país de lobos!—dijo para sí, tétricamente impresionado.

Alegrósele el alma con la vista del atajo, que a su derecha se columbraba, estrecho y pendiente, entre un doble vallado de piedra, límite de dos montes. Bajaba fiándose en la maña del jaco para evitar tropezones, cuando divisó casi al alcance de su mano algo que le hizo estremecerse: una cruz de madera, pintada de negro con filetes blancos, medio caída ya sobre el murallón que la sustentaba. El clérigo sabía que estas cruces señalan el lugar donde un hombre pereció de muerte violenta; y, persignándose, rezó un padrenuestro, mientras el caballo, sin duda por olfatear el rastro de algún zorro, temblaba levemente empinando las orejas, y adoptaba un trotecillo medroso que en breve le condujo a una encrucijada. Entre el marco que le formaban las ramas de un castaño colosal, erguíase el crucero.

Tosco, de piedra común, tan mal labrado que a primera vista parecía monumento románico, por más que en realidad sólo contaba un siglo de fecha, siendo obra de algún cantero con pujos de escultor, el crucero, en tal sitio y a tal hora, y bajo el dosel natural del magnífico árbol, era poético y hermoso. El jinete, tranquilizado y lleno de devoción, pronunció descubriéndose: «Adorámoste, Cristo, y bendecímoste, pues por tu Santísima Cruz redimiste al mundo», y de paso que rezaba, su mirada buscaba a lo lejos los Pazos de Ulloa, que debían ser aquel gran edificio cuadrilongo, con torres, allá en el fondo del valle. Poco duró la contemplación, y a punto estuvo el clérigo de besar la tierra, merced a la huida que pegó el rocín, con las orejas enhiestas, loco de terror. El caso no era para menos: a cortísima distancia habían retumbado dos tiros.

Quedóse el jinete frío de espanto, agarrado al arzón, sin atreverse ni a registrar la maleza para averiguar dónde estarían ocultos los agresores; mas su angustia fue corta, porque ya del ribazo situado a espaldas del crucero descendía un grupo de tres hombres, antecedido por otros tantos canes perdigueros, cuya presencia bastaba para demostrar que las escopetas de sus amos no amenazaban sino a las alimañas monteses.

El cazador que venía delante representaba veintiocho o treinta años: alto y bien barbado, tenía el pescuezo y rostro quemados del sol, pero por venir despechugado y sombrero en mano, se advertía la blancura de la piel no expuesta a la intemperie, en la frente y en la tabla de pecho, cuyos diámetros indicaban complexión robusta, supuesto que confirmaba la isleta de vello rizoso que dividía ambas tetillas. Protegían sus piernas recias polainas de cuero, abrochadas con hebillaje hasta el muslo; sobre la ingle derecha flotaba la red de bramante de un repleto morral, y en el hombro izquierdo descansaba una escopeta moderna, de dos cañones. El segundo cazador parecía hombre de edad madura y condición baja, criado o colono: ni hebillas en las polainas, ni más morral que un saco de grosera estopa; el pelo cortado al rape, la escopeta de pistón, viejísima y atada con cuerdas; y en el rostro, afeitado y enjuto y de enérgicas facciones rectilíneas, una expresión de encubierta sagacidad, de astucia salvaje, más propia de un piel roja que de un europeo. Por lo que hace al tercer cazador, sorprendióse el jinete al notar que era un sacerdote. ¿En qué se le conocía? No ciertamente en la tonsura, borrada por una selva de pelo gris y cerdoso, ni tampoco en la rasuración, pues los duros cañones de su azulada barba contarían un mes de antigüedad; menos aún en el alzacuello, que no traía, ni en la ropa, que era semejante a la de sus compañeros de caza, con el aditamento de unas botas de montar, de charol de vaca muy descascaradas y cortadas por las arrugas. Y no obstante trascendía a clérigo, revelándose el sello formidable de la ordenación, que ni aun las llamas del infierno consiguen cancelar, en no sé qué expresión de la fisonomía, en el aire y posturas del cuerpo, en el mirar, en el andar, en todo. No cabía duda: era un sacerdote.

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