Los Pilares de la Tierra (152 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Sally se encontró sentada en un banco junto al hermano Remigius, uno de los monjes más viejos. Era un hombre alto, poco cordial, y la niña nunca había hablado con él. Pero en ese momento le sonreía.

—Es agradable que tu tío Richard haya vuelto a casa por la Navidad —le dijo.

—Me ha dado un gatito de madera que él mismo ha hecho con su cuchillo —le explicó Sally.

—Eso está muy bien. ¿Crees que se quedará mucho tiempo?

La niña se quedó pensativa.

—No lo sé.

—Espero que tendrá que marcharse pronto.

—Sí. Ahora vive en el bosque.

—¿Sabes tú dónde?

—Sí. En un lugar que se llama Sally's Quarry. ¡Tiene el mismo nombre que yo! —comentó riendo.

—Es verdad —dijo el hermano Remigius—. Muy interesante.

—Y ahora, Andrew, el sacristán y el hermano Remigius harán la colada de la viuda Poll —decidió el obispo adolescente una vez hubieron bebido.

Sally aplaudió riendo a carcajadas. La viuda Poll, una mujer gorda y de cara congestionada, era lavandera. A aquellos perezosos monjes les fastidiaría lavar las malolientes camisas y calcetines que las gentes se cambiaban cada seis meses.

El gentío abandonó la cervecería y llevaron en procesión al obispillo hasta la casa de una sola habitación de la viuda Poll, allá abajo, junto al muelle. A ella le dio un ataque de risa y se puso todavía más colorada cuando le comunicaron quién iba a hacer su colada.

Andrew y Remigius llevaron un pesado cesto de ropa sucia desde la casa hasta la orilla del río. Andrew abrió el cesto y Remigius, con una expresión de asco supremo sacó la primera pieza.

—¡Cuidado con ésa, hermano Remigius! ¡Es mi camisa! —gritó con descaro una joven.

Remigius enrojeció y todo el mundo se echó a reír.

Los dos monjes hicieron de tripas corazón y empezaron a lavar la ropa en las aguas del río, con los ciudadanos dándoles consejos y aliento. Sally se dio cuenta de que Andrew estaba hasta las mismísimas narices, en cambio Remigius tenía una extraña expresión de contento.

Una bola enorme de hierro colgaba de un andamio sujeta por una cadena. Recordaba el dogal del verdugo balanceándose en el extremo de una horca. También había una cuerda atada a la bola. Esa cuerda pasaba por una garrucha sobre la estaca superior del andamio y pendía hasta el suelo donde dos jornaleros la sujetaban. Cuando éstos tiraron de ella, la bola subió y retrocedió hasta tocar la garrucha, y la cadena quedó horizontal a lo largo del andamio.

Se encontraba mirando la mayoría de la población de Shiring.

Los hombres soltaron la cuerda. La bola de hierro cayó y osciló y se estrelló contra el muro de la iglesia. Sonó un golpe terrorífico, el muro se estremeció y William sintió el impacto en el suelo, bajo sus pies. Pensó que hubiera sido formidable tener a Richard sujeto a aquel muro precisamente en el lugar contra el que se había estrellado la bola. Habría quedado aplastado como una mosca.

Los jornaleros tiraron de nuevo de la cuerda. William se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento al detenerse la bola de hierro arriba, al final del trayecto. Los hombres la soltaron; se balanceó y esa vez sí que hizo un agujero en el muro de piedra. Todos aplaudieron.

Era un mecanismo ingenioso.

William estaba contento de ver que el trabajo avanzaba en el enclave donde construiría la nueva iglesia. Pero ese día su mente estaba ocupada por cuestiones más urgentes. Con la mirada, buscó en derredor al obispo Waleran. Lo localizó al fin. Se hallaba hablando con Alfred Builder.

—¿Está ya aquí el hombre? —preguntó William al obispo llevándoselo aparte.

—Es posible —repuso Waleran—. Ven a mi casa.

Atravesaron la plaza del mercado.

—¿Has traído tus tropas? —preguntó Waleran.

—Claro. Doscientos hombres. Están esperando en los bosques, justo a la salida de la ciudad.

Entraron en la casa. Hasta William llegó el olor a jamón cocido.

Se le hizo la boca agua, pese al gran apremio. En aquellos momentos, la mayoría de la gente estaría administrando con enorme tiento sus víveres; pero en Waleran parecía cuestión de principios no permitir que la carestía cambiara su modo de vida. Al obispo, aunque nunca comía demasiado, le gustaba que todo el mundo supiera que era demasiado rico y poderoso para que pudieran afectarle unas simples cosechas.

La vivienda de Waleran era una casa urbana clásica de fachada estrecha, con un salón en la parte delantera, una cocina detrás y un patio en la parte trasera, en el que había un pozo negro, una colmena y una cochiquera. William se tranquilizó al ver a un monje esperando en el salón.

—Buenos días, hermano Remigius —le saludó Waleran.

—Buenos días, mi señor obispo. Buenos días, Lord William —dijo Remigius.

William miró ansioso al monje. Era un hombre nervioso, de rostro arrogante y saltones ojos azules. Su cara le resultaba vagamente familiar, una entre tantas cabezas tonsuradas en los oficios sagrados de Kingsbridge. Durante años, William había estado oyendo hablar de él como un espía de Waleran en el territorio del prior Philip, pero era la primera vez que hablaba con el hombre.

—¿Tenéis alguna información para mí? —le preguntó.

—Es posible —respondió Remigius.

Waleran se quitó la capa bordeada de piel y se acercó al fuego para calentarse las manos. Un sirviente les llevó vino de bayas de saúco caliente en cubiletes de plata. William cogió uno y lo bebió esperando impaciente que el sirviente se retirara.

Waleran saboreó el vino mientras dirigía a Remigius una mirada inquisitiva.

—¿Qué excusa has dado para abandonar el priorato? —le preguntó Waleran una vez el sirviente hubo salido.

—Ninguna —contestó Remigius.

Waleran enarcó una ceja.

—No voy a regresar —aseguró Remigius desafiante.

—¿Cómo es eso?

Remigius aspiró hondo.

—Estás construyendo aquí una catedral.

—No es más que una iglesia.

—Va a ser muy grande. Planeas que acabe siendo una iglesia catedral.

—Supongamos por un momento que estés en lo cierto —dijo Waleran tras una breve vacilación.

—La catedral habrá de estar gobernada por un capítulo, ya sea de monjes o de canónigos.

—¿Y qué?

—Quiero ser el prior.

William se dijo que eso tenía lógica.

—Y estabas tan seguro de llegar a serlo que abandonaste Kingsbridge sin el permiso de Philip y sin excusa alguna —comentó Waleran con tono agrio.

Remigius pareció incómodo. William simpatizaba con él. Aquel talante desdeñoso que con tanta frecuencia adoptaba Waleran era suficiente para molestar a cualquiera.

—Espero no haberme mostrado confiado en exceso —dijo Remigius.

—Es de presumir que podrás conducirnos hasta Richard.

—Sí.

—¡Hombre listo! ¿Dónde está? —interrumpió William excitado.

Remigius se mantuvo en silencio y miró a Waleran.

—¡Vamos, Waleran! ¡Dadle el cargo, por Dios bendito! —intercedió William.

Waleran seguía mostrándose vacilante. William sabía que no soportaba que lo coaccionara nadie.

—Muy bien, serás prior —aceptó por último Waleran.

—Y ahora, ¿dónde está Richard?

Remigius seguía con la mirada clavada en el obispo.

—¿A partir de hoy mismo?

—A partir de hoy mismo.

Entonces Remigius se volvió hacia William.

—Un monasterio no es tan sólo una iglesia y un dormitorio. Necesita tierras, granjas, iglesias que paguen diezmos...

—Decidme dónde está Richard y, para empezar, os daré cinco aldeas con sus iglesias parroquiales —le aseguró William.

—La fundación necesitará la correspondiente carta de privilegio.

—No temas. La tendrás —le aseguró Waleran.

—Vamos, hombre de Dios. Tengo un ejército esperando a las afueras de la ciudad. ¿Dónde se halla la guarida de Richard?

—En un lugar llamado Sally's Quarry, cerca del camino de Winchester.

—¡Lo conozco! —William hubo de contenerse para no lanzar un alarido de triunfo—. Es una cantera abandonada. Ya no va nadie por allí.

—La recuerdo —declaró a su vez Waleran—. Hace años que no se trabaja en ella. Es una excelente guarida. Nunca sabrías que existe a menos que dieras con ella.

—Pero también es una trampa —exclamó William con feroz regocijo—. Los tres muros que la forman son prácticamente impenetrables. Nadie escapará. Y además no cogeré prisioneros —su excitación subió de tono al imaginarse la escena—. Haré una auténtica carnicería. Será como matar pollos en un gallinero.

Los dos hombres de Dios lo miraban de forma extraña.

—¿Acaso os asalta algún pequeño escrúpulo, hermano Remigius? —preguntó William desdeñoso—. ¿Os revuelve el estómago la idea de una matanza, mi señor obispo? —Sabía, por la expresión de sus caras, que había dado en el clavo con los dos. Esos hombres religiosos eran grandes maquinadores, pero cuando se trataba de derramamiento de sangre tenían que seguir confiando en los hombres de acción—. Sé que estaréis rezando por mí —dijo sarcástico.

Y en seguida se puso en marcha.

Tenía el caballo atado fuera. Era un soberbio garañón negro que había sustituido, aunque no igualado, al caballo de batalla que Richard le robó. Lo montó y salió cabalgando de la ciudad. Contuvo su excitación e intentó pensar con frialdad en las posibles tácticas. Se preguntó cuántos proscritos habría en Sally's Quarry. En cada una de sus incursiones hicieron acto de presencia más de cien hombres. Serían al menos doscientos, tal vez incluso quinientos. Era posible, incluso, que superaran los efectivos de William. De manera que habría de aprovechar al máximo sus ventajas. Una de ellas era la sorpresa. Otra, las armas. La mayoría de los proscritos tenían garrotes, martillos y, en el mejor de los casos, hachas. Por supuesto, ninguna armadura. Pero la ventaja más importante era que los hombres de William iban a caballo. Los proscritos tenían pocos caballos y no era probable que muchos de ellos estuvieran cabalgando en el preciso momento en que eran atacados. Para darse un mayor margen, decidió enviar a algunos arqueros por las laderas laterales de la colina para disparar durante unos momentos hacia la cantera antes del asalto definitivo.

Lo principal de todo era evitar que escapara un solo proscrito. Al menos hasta que estuviera seguro de que Richard había muerto o había sido capturado. Decidió situar a un puñado de hombres de confianza en la retaguardia antes del ataque definitivo y atrapar a cuantos proscritos astutos intentaran zafarse.

Walter seguía esperando con los caballeros y hombres de armas en el mismo lugar donde William los dejó un par de horas antes. Se mostraban ansiosos y su moral era alta, ya que daban por descontada una fácil victoria. Poco después iban al trote por el camino de Winchester.

Walter cabalgaba junto a William en el más absoluto silencio. Una de las mejores cualidades de Walter era su habilidad para mantenerse callado. William se había dado cuenta de que la mayoría de la gente le hablaba sin cesar, incluso cuando no tenían nada que decir, tal vez por el propio nerviosismo. Walter respetaba a William, pero no se mostraba nervioso ante él. Hacía demasiado tiempo que estaban juntos.

William se sentía embargado por una mezcla familiar de expectación anhelante y temor mortal. Luchar era lo único en el mundo que hacía bien, y cada vez arriesgaba su vida. Pero la incursión aquella era especial. En esta ocasión tenía la oportunidad de destruir al hombre que durante quince años había sido una espina clavada en su carne.

Al cabo de unas millas se desviaron del camino de Winchester.

Tomaron por un sendero apenas visible, hasta el punto de que William lo hubiera pasado por alto de no haber estado buscándolo. Una vez dentro de él, podía seguirlo observando la vegetación. Había una franja de cuatro o cinco yardas de ancho sin árboles desarrollados. Envió a los arqueros por delante y, para darles tiempo, redujo durante unos momentos la marcha del resto de sus hombres. Era un día de enero claro, y los árboles sin hojas apenas reducían la fría luz del sol. Hacía ya muchos años que William no había estado en la cantera y no sabía a qué distancia podía encontrarse. Sin embargo, cuando se hallaban a una milla más o menos del camino, empezó a descubrir indicios de que el sendero estaba siendo utilizado. Vegetación pisoteada, pimpollos rotos y el barro removido. Experimentó una gran satisfacción al ver confirmado el informe de Remigius.

Se sentía tan tenso como la cuerda de un arco. Los indicios se hicieron cada vez más patentes. Hierba muy aplastada, cagajones de caballos, desperdicios humanos. A aquella distancia, dentro del bosque, los proscritos no se habían molestado en ocultar su presencia. Ya no cabía la menor duda. Se encontraban allí. La batalla se hallaba a punto de comenzar.

La guarida debía de estar ya muy cerca. William aguzó el oído. En cualquier momento sus arqueros empezarían el ataque y se escucharían gritos y maldiciones, chillidos de dolor y el relincho de caballos aterrados.

El sendero los condujo hasta un gran calvero y William vio, a un par de centenares de yardas, la entrada a la Sally's Quarry. No se oía ruido alguno. Algo andaba mal. Sus arqueros no disparaban. William sintió un escalofrío de aprensión. ¿Qué había pasado? ¿Era posible que sus arqueros hubieran caído en una emboscada y que los centinelas los hubieran dejado fuera de combate sin hacer ruido? No a todos, eso seguro.

Pero no había tiempo de cábalas. Se encontraba casi encima de los proscritos. Espoleó su caballo y lo lanzó al galope. Sus hombres le siguieron y se lanzaron con gran estruendo hacia la guarida. El temor de William se había desvanecido ante el júbilo de la carga. El camino hasta la guarida era como una pequeña garganta tortuosa, de modo que el interior no podía verse al acercarse. Miró hacia arriba y vio a algunos de sus arqueros en la cima del farallón, mirando hacia abajo. ¿Por qué no disparaban? Tuvo una premonición de desastre y habría dado media vuelta, a no ser porque ya no podían detener a los caballos lanzados a la carga. Con la espada en la mano derecha, sujetando las riendas con la izquierda, el escudo colgándole del cuello, galopó hasta la cantera abandonada.

Allí no había nadie.

El desencanto le sacudió como un golpe físico. Estaba a punto de romper a llorar. Todos los indicios lo habían avalado. Estaba tan seguro. Sentía la frustración en las entrañas, como un dolor. Al ir los caballos reduciendo la marcha, William pudo comprobar que, de hecho, había sido la guarida de los proscritos hasta hacía poco. Se veían cobertizos construidos con ramas y cañas, restos de fuegos para cocinar y también estercoleros. En una esquina de la zona, se habían clavado algunas estacas para utilizarlo como corral para los caballos. William pudo ver acá y allá restos de ocupación humana. Huesos de pollo, sacos vacíos, un zapato viejo, una olla rota. Incluso una de las hogueras parecía humear todavía. Renació en él la esperanza. Tal vez acabaran de irse y todavía pudiera alcanzarlos. Fue entonces cuando descubrió una única figura en cuclillas junto al fuego. La figura se puso en pie. Era una mujer.

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