Los Pilares de la Tierra (5 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

—Ya no se necesita esta casa —dijo William—. Despide a tus hombres.

Aquello era lo que Tom había temido. Pero todavía tenía la esperanza de que William estuviera actuando impelido por su enfado que se le podría persuadir para que cambiara de opinión. Hizo un esfuerzo para hablar con tono cordial y razonable.

—Se ha hecho mucho trabajo —dijo—. ¿Por qué dilapidar lo que ha habéis gastado? Algún día necesitarás la casa.

—No me expliques cómo tengo que manejar mis asuntos, Tom Builder —dijo William—. Estáis todos despedidos. —Sacudió una rienda, pero Tom sujetaba la brida—. Suelta mi caballo —dijo con tono amenazador.

Tom tragó saliva. Dentro de un momento William haría levantar la cabeza al caballo. Tom se metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó el trozo de pan que le había sobrado de la comida. Se lo presentó al caballo que bajó la cabeza y cogió un pedazo.

—Debo agregar algo antes de que os vayáis, mi señor –dijo con tono tranquilo.

—Suelta el caballo o te cortaré la cabeza.

Tom le miró directamente a los ojos tratando de ocultar su miedo. Él era más grande que William, pero de poco le serviría si el joven Lord sacaba su espada.

—Haz lo que te dice el señor —farfulló Agnes temerosa.

Se hizo un silencio mortal. Los demás trabajadores permanecían inmóviles como estatuas, observando. Tom sabía que lo prudente sería ceder. Pero William había estado a punto de pisotear con su caballo a su pequeña, y ello lo había puesto furioso.

—Tiene que pagarnos —dijo con el corazón desbocado.

William tiró de las riendas pero Tom siguió sujetando con firmeza la brida y el caballo estaba entretenido, hociqueando en el bolsillo del delantal de Tom en busca de más comida.

—¡Dirigíos a mi padre para cobrar lo que se os debe! —exclamó William iracundo.

—Así lo haremos, mi señor. Le estamos muy agradecidos —oyó Tom que decía el carpintero con voz aterrada.

¡Maldito cobarde!
, se dijo Tom, aunque él mismo estaba temblando.

—Si queréis despedirnos tenéis que pagarnos de acuerdo con la costumbre —se forzó a decir pese a todo—. La casa de vuestro padre está a dos días de viaje y para cuando lleguemos es posible que ya no esté allí.

—Hay hombres que han muerto por menos de esto —le advirtió William. Tenía las mejillas enrojecidas por la ira.

Por el rabillo del ojo Tom vio al joven Lord dejar caer la mano sobre la empuñadura de su espada. Sabía que había llegado el momento de ceder y presentar excusas, pero tenía un nudo en el estómago debido a la ira y pese a lo asustado que estaba no se resignó a soltar las bridas.

—Pagadnos primero y luego matadme —dijo con temeridad—. Tal vez os cuelguen o tal vez no, pero tarde o temprano moriréis. Y entonces yo estaré en el cielo y vos en el infierno.

La sonrisa de desprecio de William se convirtió en una mueca y palideció. Tom estaba sorprendido. ¿Qué era lo que había asustado al muchacho? Con toda seguridad no habría sido la mención del ahorcamiento. En realidad no era nada probable que ahorcaran a un Lord por la muerte de un artesano. ¿Acaso le aterraba el infierno?

Durante unos breves momentos permanecieron mirándose fijamente. Tom observó con asombro y alivio cómo la expresión de ira y desprecio de William daba paso a otra de ansiedad y terror. Finalmente, William cogió una bolsa de cuero que llevaba en el cinturón y se la arrojó.

—Págales —le dijo.

Tom tentó a su suerte. Cuando William tiró de nuevo de las riendas y el caballo alzó su poderosa cabeza y avanzó de lado, Tom se movió con el caballo sin soltar la brida.

—Al despido, una semana completa de salario. Ésa es la costumbre —dijo Tom. A su espalda escuchó a Agnes respirar con fuerza y supo que le consideraba un loco al prolongar aquel enfrentamiento, pese a lo cual continuó impasible—. De manera que serán seis peniques para el peón, doce para el carpintero y cada uno de los albañiles y veinticuatro para mí. En total sesenta y seis peniques.

No conocía a nadie que fuera capaz de sumar peniques con tanta rapidez como él.

El escudero miraba a su amo en actitud interrogante.

—Muy bien —dijo furioso William.

Tom soltó las riendas y dio un paso atrás.

William obligó al caballo a volverse, espoleándole con fuerza, y avanzó a saltos desde el sendero a través de los trigales.

De repente, Tom se dejó caer sobre el montón de leña. Se preguntaba qué había podido pasarle. Había sido una locura desafiar de aquella manera a Lord William. Se consideraba afortunado de estar con vida.

El resonar de los cascos del corcel de William fue perdiéndose en la lejanía. Tom vació la bolsa sobre una tabla y sintió una oleada de triunfo mientras escuchaba el tintineo de los peniques de plata al caer bajo la luz del sol. Había sido una locura pero dio resultado. Había logrado un pago justo tanto para él como para los hombres que trabajaban a sus órdenes.

—Incluso los señores han de actuar según las costumbres —dijo casi para sí.

—Confiemos en que nunca tengas que pedir trabajo a Lord William —dijo Agnes con esperanza.

Tom le sonrió. Se daba cuenta de que su mal humor se debía a que había pasado mucho miedo.

—No frunzas tanto el ceño o cuando nazca el niño sólo tendrás leche agria en el pecho.

—No podremos comer a menos que encuentres trabajo para el invierno.

—Aún queda mucho hasta el invierno —repuso Tom.

2

Se quedaron en el pueblo durante el verano. Más adelante considerarían la decisión terriblemente equivocada, pero en aquellos momentos les pareció la más acertada porque tanto Tom como Agnes y Alfred podían ganarse un penique diario cada uno trabajando en los campos durante la cosecha. Cuando al llegar el otoño tuvieron que ponerse en marcha, poseían una pesada bolsa con peniques de plata y un cerdo bien cebado.

La primera noche la pasaron en el porche de la iglesia de un pueblo, pero la segunda encontraron un priorato rural y disfrutaron de la hospitalidad monástica. Al tercer día se encontraron en el corazón de la Chute Forest, una vasta extensión de matorrales y monte selvático, por un camino no mucho más ancho que un carro, con la exuberante vegetación estival marchitándose entre los robles que la flanqueaban.

Tom llevaba sus herramientas en una bolsa y los martillos colgados del cinturón, con la capa enrollada bajo el brazo izquierdo y su pico de hierro en la mano derecha, utilizándolo a modo de bastón de caminante. Se sentía feliz de encontrarse de nuevo en el camino. Tal vez su próximo trabajo fuera en una catedral. Podía llegar a ser maestro albañil y seguir allí el resto de su vida. Y construir una iglesia tan hermosa que le garantizara su entrada en el cielo.

Agnes llevaba sus escasas posesiones caseras dentro de la gran olla que se había atado a la espalda. Alfred tenía a su cargo las herramientas que utilizarían para hacer una nueva casa en alguna parte: un hacha, una azuela, una sierra, un martillo pequeño, una lezna para hacer agujeros en el cuero y la madera y una pala. Martha era muy pequeña para llevar otra cosa que su propio tazón y cuchillo de comer atados a la cintura y su abrigo de invierno sujeto a la espalda.

Sin embargo tenía la obligación de conducir al cerdo hasta que pudieran venderlo en el mercado.

Tom vigilaba estrechamente a Agnes mientras caminaban por aquel interminable bosque. Ahora su embarazo estaba más que mediado y llevaba un peso considerable en el vientre, aparte del fardo que soportaba sobre la espalda. Pero parecía incansable. También Alfred parecía soportarlo muy bien. Estaba en esa edad en que a los muchachos les sobra tanta energía que no saben qué hacer con ella. Sólo Martha se cansaba. Sus delgadas piernas parecían hechas para saltar contenta, no para largas marchas, y constantemente se quedaba atrás; los demás habían de detenerse para que ella y el cerdo les alcanzaran.

Mientras caminaba, Tom iba pensando en la catedral que un día construiría. Como siempre, empezó imaginándose una arcada. Era algo muy sencillo: dos verticales soportando un semicírculo. Luego pensó en otra, exactamente igual a la primera. Las unió en su mente para formar una profunda arcada. Seguidamente fue añadiendo otra, y otra y muchas más hasta tener toda una hilera de ellas unidas formando un túnel. Ésa era la esencia de una construcción, ya que había de tener un techo para impedir que entrara la lluvia y dos paredes que sostuvieran el techo. Una iglesia era precisamente un túnel con refinamientos.

Los túneles eran oscuros, de manera que el primer refinamiento consistía en ventanas. Si el muro fuera lo bastante fuerte podría hacerse agujeros en él. Éstos serían redondos por la parte alta, con los dos costados rectos y un alféizar plano, o sea con la misma forma que la arcada original. Una de las cosas que daba belleza a una construcción era utilizar formas semejantes para los arcos, las ventanas y las puertas. La regularidad era otra, y Tom visualizó doce ventanas idénticas, separadas proporcionalmente a lo largo de cada uno de los muros del túnel.

Tom intentó visualizar también las molduras sobre las ventanas, pero continuamente perdía la concentración: tenía la sensación de que le estaban observando. Claro que es una idea estúpida, se dijo, a menos, naturalmente, que les estuvieran observando las aves, los zorros, los gatos, las ardillas, las ratas, los ratones, los hurones, los armiños y los campañoles que poblaban el bosque.

Al mediodía se sentaron junto a un arroyo. Bebieron su agua pura y comieron bacón frío y manzanas silvestres caídas de los árboles del bosque.

Por la tarde, Martha estaba cansada. Hubo un momento en que quedó rezagada unas cien yardas. Mientras permanecía allí en pie, esperando a que la niña les alcanzara, Tom recordaba a Alfred cuando tenía su misma edad; había sido un chiquillo guapo, de pelo dorado, vigoroso y audaz. Tom sintió una mezcla de cariño e irritación mientras observaba a Martha que reprendía al cerdo por su lentitud. De repente apareció una figura, entre los matorrales, unos pasos delante de Martha. Fue tan rápido lo que ocurrió después que Tom apenas podía creerlo. El hombre que apareció de súbito se echó hacia el hombro una cachiporra. Tom sintió que le subía a la garganta un grito de terror, pero antes de que pudiera emitir ningún sonido el hombre descargó la cachiporra sobre Martha. Le dio de pleno en un lado de la cabeza y hasta Tom llegó el espantoso sonido del impacto.

La niña cayó al suelo como una muñeca desmadejada.

Tom se encontró corriendo por el camino hacia ellos, golpeando con los pies la endurecida tierra, como los cascos del corcel de William, anhelando que sus piernas corriesen más rápidas. Veía lo que estaba pasando, mientras corría, pero era como contemplar una pintura en la parte alta del muro de una iglesia porque era capaz de verla pero nada podía hacer para cambiarla. El atacante era un proscrito, sin lugar a dudas. Se trataba de un hombre bajo y fornido que vestía una túnica verde y andaba descalzo. Por un instante miró fijamente a Tom y éste pudo ver que tenía el rostro horriblemente mutilado. Le habían cortado los labios, probablemente como castigo a un crimen en el que habría tenido papel destacado la mentira, y su boca tenía una repulsiva mueca permanente, rodeada del tejido contraído de la cicatriz. Aquella visión hubiera hecho pararse a Tom en seco de no haber sido por el cuerpecillo postrado de Martha.

El proscrito apartó la mirada de Tom y la clavó en el cerdo. Lo agarró con la rapidez de un rayo y se metió debajo del brazo al animal que se revolvía frenético. Luego desapareció de nuevo entre la enmarañada maleza, llevándose la única propiedad valiosa de la familia.

Tom se arrodilló al instante junto a Martha. Puso su ancha mano sobre el pequeño pecho de la niña y sintió latir su corazón con regularidad y fuerza, calmándose así sus peores temores. Sin embargo seguía con los ojos cerrados y tenía el pelo manchado de sangre roja y brillante.

Al cabo de un momento Agnes se arrodilló junto a él. Aplicó la mano al pecho, la muñeca y la frente de Martha, y luego dirigió una firme mirada a Tom.

—Vivirá —dijo con voz tensa—. Ahora vete a recuperar ese cerdo.

Tom se liberó rápidamente del saco de herramientas y lo dejó caer en el suelo. Con la mano izquierda cogió su gran martillo con cabeza de hierro. Con la derecha seguía sujetando el pico. Podía ver los matorrales aplastados por donde había llegado y se había ido el ladrón, y también podía oír los gruñidos del cerdo por el bosque. Se sumergió en la maleza.

Era fácil seguir el rastro. El proscrito era un hombre de constitución pesada, que corría con un cerdo retorciéndose debajo del brazo y había abierto una ancha senda a través de la vegetación, aplastando sin miramientos flores, arbustos e incluso árboles jóvenes. Tom se lanzó furioso tras él, impaciente por echarle mano y golpearle hasta dejarle sin sentido. Atravesó aplastándola, una espesura de pimpollos de abedul, rodó por una vertiente y chapoteó al atravesar una ciénaga que le condujo hasta un angosto sendero. En él se detuvo. El ladrón pudo haber seguido por la izquierda o por la derecha y ya no había vegetación pisoteada que mostrara el camino. Pero Tom aguzó el oído y oyó gruñir al cerdo hacia la izquierda. También oyó a alguien corriendo por el bosque detrás de él. Lo más probable es que se tratara de Alfred. Corrió en busca del cerdo.

El sendero le condujo hasta una hondonada; luego torcía bruscamente y empezaba a ascender de nuevo. Ahora ya podía oír claramente al cerdo. Siguió corriendo colina arriba, respirando con dificultad; todos aquellos años de aspirar polvo de piedra le habían debilitado los pulmones. De repente, el sendero se hizo plano y Tom vio al ladrón, tan sólo a veinte o treinta yardas de distancia corriendo como si le persiguieran todos los demonios. Hizo un esfuerzo supremo y de nuevo empezó a ganar terreno. Si podía continuar a aquel ritmo sin duda que le agarraría, ya que un hombre con un cerdo no puede correr tan aprisa como otro que no lo lleve. Pero ahora le dolía el pecho. El ladrón estaba a quince yardas de distancia, luego a doce.

Tom alzó el pico sobre su cabeza a modo de lanza. Sólo un poco más cerca y lo lanzaría. Once yardas, diez...

Un instante antes de lanzar el pico avistó por el rabillo del ojo una cara flaca con una gorra verde que emergía de los matorrales que bordeaban el sendero. Era demasiado tarde para desviarse. Lanzaron una pesada estaca frente a él, haciéndole tropezar como era la intención. Cayó al suelo.

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