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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los piratas de los asteroides (6 page)

—No, amigo mío. Hay algo en tu espalda, y tú lo sabes. Quizá no lo puedas sentir a través del metal, pero está aquí. Te lo aseguro.

—Una pistola impelente. ¿Y qué? Eso no quiere decir nada mientras estemos juntos.

Pero sus brazos cesaron de contorsionarse para coger a Lucky.

—No soy un profesional de duelos a pistola impelente —Lucky parecía contento de poder declarar tal cosa—. Pero aun así sé mucho más que tú acerca de este tipo de pistolas. Los disparos se intercambian a kilómetros de distancia. No hay resistencia de aire que aminore la velocidad o cambie el curso de la corriente de gas, pero hay resistencias internas. Siempre se produce alguna turbulencia en la corriente. Los cristales se entrechocan y su velocidad disminuye. La línea de gas se hace más ancha. Si no hace blanco, se esparce en el espacio y se desvanece, pero si hace blanco, aún puede golpear como la coz de una mula, después de kilómetros de recorrido.

— ¡Por el espacio! ¿De qué me estás hablando? ¿Adónde quieres ir a parar con esa palabrería?

El pirata se revolvió con fuerza de toro y Lucky gruñó mientras estrechaba sus piernas en torno a la cintura de Dingo.

—A algo muy simple: ¿qué crees tú que ocurre cuando el bióxido de carbono hace blanco a cinco centímetros de distancia, antes de que una turbulencia haya disminuido su velocidad o haya ampliado la anchura de la corriente? No intentes adivinarlo, te lo diré yo: puede cortar en dos tu traje y, por supuesto, también tu cuerpo.

— ¡Tonterías! ¡Estás chalado!

Dingo profirió cuanta palabrota integraba su léxico, pero de pronto, todos sus movimientos se aquietaron.

—Inténtalo, pues —invitó Lucky—. ¡Anda, muévete! Mi pistola está contra tu traje y tengo el dedo en el contacto. ¡Inténtalo!

—Me tomas por tonto —gruñó Dingo— No has vencido en buena ley.

—Mi visor tiene una fisura —dijo Lucky— Los hombres sabrán quién es el tonto. Te doy medio minuto para que te decidas o no, a aceptar el pacto.

Los segundos transcurrieron en silencio.

Lucky advirtió el movimiento de la mano de Dingo y dijo:

—Adiós, Dingo.

El pirata, aterrado, gritó:

— ¡Aguarda! ¡Aguarda! Estoy ampliando mi onda de emisión —luego llamó—, capitán Antón..., capitán Antón...

El regreso a las naves espaciales les llevó una hora y media.

El Atlas se movía otra vez por el espacio, dentro de la estela de la nave pirata. Sus circuitos automáticos habían sido cambiados por controles manuales y tres de los piratas integraban ahora su tripulación y controlaban el vuelo. Y, como antes, en la lista de pasajeros había un solo nombre: Lucky Starr.

El joven estaba confinado en una cabina y podía ver a sus guardianes únicamente cuando ellos le llevaban sus raciones. Las raciones del Atlas, pensaba Lucky, o lo que de ellas quedara. La mayor parte de la comida y del equipo no necesario para la maniobra inmediata de la nave había sido transportada al navío pirata.

Los tres piratas, juntos, le llevaron su primera comida. Eran hombres secos, bronceados por el implacable sol del espacio.

En silencio le entregaron la bandeja, inspeccionaron la cabina con gran precaución y permanecieron allí, de pie, mientras el prisionero abría las latas y aguardaba a que el contenido se entibiara; luego se llevarían las sobras.

Lucky les dijo:

—Siéntense, caballeros. No tienen que permanecer de pie mientras yo como.

No respondieron. Uno de ellos, el más flaco y descarnado de los tres, con una nariz que en alguna pelea había resultado rota y ahora estaba desviada hacia un lado, y una nuez que se proyectaba, aguda, hacia afuera, miró a sus compañeros, como si se sintiera movido a aceptar la invitación. Pero no halló ningún eco entre sus compañeros.

La comida siguiente vino de la mano de Nariz Rota, solo. El hombre dejó la bandeja, volvió hasta la puerta y la abrió. Luego de mirar a uno y otro lado en el corredor, cerró la puerta nuevamente y dijo:

—Me llamo Martín Maniu.

Lucky sonrió:

—Y yo Bill Williams. Los otros dos no quieren hablar conmigo, ¿eh?

—Son amigos de Dingo. Pero yo no lo soy. Tal vez seas un hombre del gobierno, como piensa el capitán, tal vez no lo seas. No sé. Pero, para mí personalmente, quien le haga a esa basura de Dingo lo que tú le has hecho, es buena persona. Ese Dingo es astuto y pega fuerte. Me venció una vez, en un duelo con pistolas impelentes, hace tiempo, cuando yo era nuevo; casi me incrustó en un asteroide. Y sin motivo. Después aseguró que había sido un error, pero mira, él no es de los que cometen errores con una pistola de ésas. Te has hecho muchos amigos, sí señor, al traer a rastras a esa hiena.

—Me alegro mucho.

—Pero cuídate de él. No lo olvidará jamás. No te quedes solo con él en los próximos veinte años. Te lo advierto. No es cuestión de vencerlo. En este caso está el engaño ése de cortar el metal con el bióxido de carbono. No hay quien no se ría de él y se ha puesto malo con el chiste. Y te aseguro que está muy furioso; es lo mejor que le ha ocurrido hasta ahora. Hombre, espero que el jefe te acepte y es casi seguro que lo hará.

—¿El jefe? ¿El capitán Antón?

—No, el jefe, el tipo importante. Eh, tú, la comida que tenías a bordo es muy buena. Especialmente la carne —el pirata hizo chasquear los labios con fuerza—. Te puedes enfermar comiendo estas papillas de levadura, sobre todo si estás solo y a cargo de la nave.

Lucky limpiaba los restos de su comida.

—¿Quién es ese tipo?

—¿Quién?

—El jefe.

Maniu se encogió de hombros.

— ¡Espacio! No lo sé. No pensarás que un tipo como yo se lo va a cruzar a cada instante; alguno de los compañeros ha hablado de él. Y además tiene que haber algún jefe.

—Es complicada la organización.

—Hombre, hasta que te metes dentro, no lo sabes. Oye, yo estaba casi muerto cuando llegué aquí. Ya no sabía qué hacer. Y pensé: bueno, asaltaremos unas cuantas naves y luego cogeré lo mío y me marcharé. Cualquier cosa era mejor que morirse de hambre, como yo me moría.

—¿Y no ha sido así?

—No. Jamás he estado en una expedición de ataque. Pocas veces interviene uno de nosotros. Van unos pocos, como Dingo; él sale todo el tiempo y le gusta a esa basura. La mayoría de las veces, cuando vamos, nos dan algunas mujeres. —El pirata sonrió—. Hasta he tenido mujer y un hijo. Ahora te costaría creerlo, ¿no? Pues sí, teníamos un proyecto propio: nuestra nave espacial. Muy de vez en vez tengo que cumplir alguna misión en el espacio, como ahora, por ejemplo. Es una vida tranquila, y tú podrías llevarla si te unes a nosotros. Un chico guapo como tú puede conseguir mujer en un segundo y asentarse. Y también hallarás mucha acción, si es eso lo que buscas. ¡Sí, señor! Bill, espero que el jefe te acepte.

Lucky le acompañó hasta la puerta.

—Y ahora, ¿a dónde vamos?, ¿a una de las bases?

—A alguna de las rocas, creo. La que esté más cerca. Te quedarás allí hasta que llegue la orden. Es lo que se hace siempre. —Al cerrar la puerta, agregó—: No le digas a los muchachos, ni a nadie, que he estado hablando contigo, ¿eh, chico?

—No tengas cuidado.

Con suavidad, lentamente, una vez solo, Lucky acomodó su puño en la palma de su mano. ¡El jefe! ¿Eran simples habladurías? ¿Chismorreos? ¿O tenían algún significado? ¿Y qué quería decir el resto de la conversación? Debía aguardar. ¡Galaxia! Si Conway y Henree tuvieran el sentido común suficiente como para no interferir por un tiempo.

Lucky no tuvo oportunidad de ver la «roca» cuando el Atlas se aproximó, hasta que, precedido por Martín Maniu y seguido por un segundo pirata, emergió de la cámara de aire y se halló en el espacio, con un asteroide a menos de cien metros de sus pies.

Era un asteroide típico; Lucky estimó que su largo mayor no llegaría a cuatro kilómetros. Era anguloso y escarpado, como si se tratara del pico de una montaña que un gigante hubiese arrancado para arrojar al espacio. El lado que recibía luz del sol se veía grisáceo y castaño, y era evidente que rotaba; las sombras, cambiantes, se deslizaban sin cesar.

Al abandonar la cámara de aire saltó hacia abajo, hacia la superficie rocosa, flexionando sus piernas. La roca flotó lentamente, elevándose hacia él. Cuando sus manos tocaron el suelo, la inercia lo forzó a dejar caer su cuerpo, en un lentísimo movimiento, hasta que logró cogerse de una piedra y pudo ponerse de pie.

Se irguió; la roca casi ofrecía la ilusión de una superficie planetaria. Sin embargo, por detrás de los picos más cercanos, nada había que no fuese el mismo espacio. Las estrellas, visiblemente móviles mientras la roca tiraba, se veían como definidos brillos intensos. La nave espacial, que había sido puesta en órbita en torno a la roca, permanecía inmóvil arriba.

Un pirata señaló el camino hacia una elevación rocosa que en nada se diferenciaba de las otras; el individuo recorrió los quince metros de distancia en dos largos pasos. Mientras aguardaban, una sección de la piedra se deslizó hacia un costado y de la abertura surgió una figura vestida con traje espacial.

—Muy bien, Herm —dijo uno de los piratas, con voz áspera—, aquí está. Lo dejamos a tu cuidado ahora.

La voz que sonó a continuación en el receptor de Lucky era suave y fatigada:

—¿Cuánto tiempo permanecerá conmigo, caballeros?

—Hasta que regresemos a buscarle. Y no hagas preguntas.

Los piratas se volvieron y saltaron hacia arriba. La gravedad de la roca no podía detenerlos; flotaron suavemente y luego de unos minutos, Lucky vio un diminuto reflejo de cristales, cuando uno de los hombres corrigió su dirección mediante una pequeña pistola impelente, usada en forma rutinaria con esos fines y que integraba el equipamiento básico de cualquier traje. Su depósito de gas estaba en unos cartuchos diminutos, llenos de bióxido de carbono.

Transcurrieron unos minutos y los cohetes traseros de la nave espacial dejaron ver su resplandor rojo y se inició su nueva trayectoria.

Era inútil intentar ver en qué dirección se marchaba la nave, Lucky lo sabía muy bien, sin conocer en qué lugar del espacio se hallaban. Y exceptuando la vaga noción de que ése era un punto en el cinturón de asteroides, nada más sabía por ahora.

Tan honda era su preocupación que casi se sobresaltó al oír la voz suave del hombre del asteroide, que decía:

—Esto es hermoso. Me asomo tan pocas veces afuera, que a menudo olvido el espectáculo, ¡mire allá!

Lucky giró hacia su izquierda. El sol, pequeño, asomaba por encima del borde quebrado de la roca; por un momento su brillo fue tan intenso que se hizo imposible mirarlo directamente. Era una moneda de oro resplandeciente. El cielo, negro unos minutos antes, seguía viéndose negro y las estrellas refulgían sin merma. Y esto se debía a la carencia de aire en un mundo en que no existía el polvo para dispersar la luz del sol y convertir al cielo en una máscara de azul profundo.

El hombre del asteroide dijo:

—Dentro de unos veinticinco minutos se pondrá otra vez. En ocasiones, cuando Júpiter está muy cerca, lo puedes llegar a ver, como una pequeña bola de mármol, con sus cuatro satélites, como chispas alineadas en formación de batalla. Pero sólo ocurre cada tres años y medio. Y ésta no es la época.

En forma brusca, Lucky preguntó:

—Esos hombres le han llamado Herm, ¿es ése su nombre?, ¿es usted uno de ellos?

—¿Me pregunta si soy un pirata? No. Pero admitiré que soy algo así como un encubridor. Y mi nombre no es Herm; ésa es una expresión que ellos utilizan para los ermitaños en general. Mi nombre, señor, es Joseph Patrick Hansen, y ya que debemos ser compañeros en un lugar tan estrecho y durante un período indefinido, espero que seamos amigos.

Y tendió una mano recubierta por el guante metálico que Lucky cogió.

—Yo soy Bill Williams —dijo—. ¿Dice usted que es un ermitaño? ¿O sea

que vive aquí todo el tiempo?

—Así es.

Lucky arrojó una mirada a las pobres astillas de granito y sílice y frunció el ceño.

—No se ve muy acogedor este sitio.

—A pesar de todo, intentaré hacer lo que pueda para que usted se sienta cómodo.

El ermitaño tocó un punto en la roca a través de la cual emergiera, y una parte de la piedra rodó hasta dejar libre una abertura.

Lucky advirtió que los bordes estaban biselados y recubiertos de ultrium o algún material parecido, para asegurar un cierre hermético.

—¿Quiere usted entrar, señor Williams? —invitó el ermitaño.

Lucky aceptó. El sector de roca se cerró a sus espaldas. Tan pronto como la puerta se hubo cerrado, una diminuta luz de flúor se encendió, disipando la oscuridad; se hizo visible una pequeña cámara de aire, no mayor de lo que se necesitaba para dos personas.

Una lucecita roja centelleó y el ermitaño dijo:

—Puede usted abrir su casco. Ya tenemos aire.

Y mientras hablaba, él mismo puso en ejecución su orden.

Lucky lo imitó, aspirando bocanadas de aire fresco y claro. No estaba

mal. Era mejor que el aire de la nave espacial. Sin lugar a dudas.

Pero fue cuando la puerta interna de la compuerta se abrió, que el viento se abatió sobre Lucky en una fuerte ráfaga.

6. ¿QUE SABRÁ EL ERMITAÑO?

En la Tierra, Lucky había visto muchas salas lujosas como ésta. Medía más de nueve metros de largo, por seis de ancho y nueve de altura. Una galería la circundaba; por debajo y por arriba de ella se veían anaqueles con libros en microfilme. Un proyector de pared se asentaba sobre un pedestal; en otro, igual al primero, brillaba como una joya una maqueta de la Galaxia. La iluminación era por completo indirecta.

Tan pronto como puso un pie en la sala, sintió la atracción creada por motores de seudo-gravedad. No estaba al nivel de la normal en la Tierra; su percepción le indicaba que debía hallarse entre la normal de Marte y la de la Tierra. Resultaba así una deliciosa sensación de liviandad, unida a una atracción que permitía coordinar por entero los movimientos musculares.

El ermitaño se había quitado el traje espacial y lo había colgado sobre una pila blanca de plástico, dentro de la cual la fina capa de hielo que recubría al traje podría fundirse al calor del aire húmedo de la sala.

Hansen era un hombre alto y erguido, de cara rosada y facciones suaves, pero su cabello era blanco, al igual que sus hirsutas cejas, y gruesas venas le recorrían el dorso de las manos.

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