Los presidentes en zapatillas (18 page)

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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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En febrero de 1984 murió el dirigente ruso Yuri Andropov. Se organizaron en Moscú las correspondientes exequias, a las que asistieron dignatarios de todo el mundo, en especial de los países pertenecientes a la órbita soviética. Al regreso del entierro, el 17 de febrero de 1984, Fidel Castro, líder de la revolución cubana, y Daniel Ortega, coordinador de la Junta de Gobierno de Nicaragua, que viajaban juntos en un avión de la compañía rusa Aeroflot, decidieron hacer una escala técnica en Madrid, cumpliendo así su deseo de pisar, por fin, tierra española. Castro y Ortega, con uniformes militares, fueron recibidos, al pie de la escalerilla del avión en la zona militar del pabellón de Estado de Barajas, por el presidente del Gobierno, Felipe González. Solo permanecieron en España cuatro horas. Era la primera vez que Castro visitaba, aunque no oficialmente, el país de su familia. González se llevó a todo el séquito a bordo de dos helicópteros a almorzar a La Moncloa en lo que se llamó la «cumbre roja». Entre plato y plato, a González se le ocurrió llamar por teléfono al Rey para que Castro le saludase. Y así lo hizo, recibiendo de Su Majestad una muy cordial bienvenida y su felicitación al cumplirse el veinticinco aniversario de la Revolución.

Se hizo un breve repaso de los temas bilaterales y se analizaron los diferentes puntos de vista relacionados con el futuro de Centroamérica y el Caribe. Regreso a Barajas y viaje de vuelta a casa en la aeronave Ilyushin 62, con el consiguiente berrinche de la derecha española.

Conviene resaltar que en aquellos años estas visitas rompían moldes, como sucedió con la del presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, el 6 de mayo de 1985, teniendo en cuenta que hablamos del encuentro oficial de un presidente republicano de derechas con el presidente de un Gobierno socialista, en un momento en el que el futuro de España dentro de la OTAN se deshojaba como las margaritas, a la vez que cientos de miles de personas participaban en manifestaciones contra la visita del presidente norteamericano a España, quemando banderas y muñecos del Tío Sam. ¡O sea, soponcio para la izquierda!

Es curioso que pocos presidentes, como Reagan, hayan conseguido, al mismo tiempo y de manera rotunda, el desprecio europeo y la popularidad en su propio país. Los medios de comunicación del viejo continente le tachaban de imperialista, su pasado como actor era motivo de mofa constante y se le adjudicaba el prototipo de «paleto» americano, incapaz de entender la sensibilidad y la cultura europeas. Pero ahí estaba Felipe González, un verdadero malabarista de las relaciones internacionales, que lo mismo zurcía un roto que arreglaba un descosido. Desde la primera ocasión en que se entrevistaron en Washington, el 21 de junio de 1983, funcionó la química, y cuando acabaron la reunión ya eran «Felipe» y «Ron».

Reagan reflejó por escrito, casi día a día, su mandato (1981-1989), sus impresiones y vivencias en la Casa Blanca. Años después sus escritos se publicaron bajo el título Los diarios de Reagan y en ellos hablaba, entre otros muchos mandatarios, de Felipe González: «Funcionamos bien. Es un agudo y brillante joven con mucha personalidad, moderado y pragmático socialista. Le he reprendido un poco por lo de Centroamérica, pero le he contado todo sobre Nicaragua y no creo que se deje dominar por Ortega».

Uno de los aspectos más destacables de la personalidad de Reagan, aspecto que le acercó al pueblo norteamericano, fue, sin duda, su sentido del humor. Se reía sobre todo de sí mismo y de las críticas que recibía. En todas las fotos de los encuentros de ambos mandatarios aparecen los dos riendo abiertamente, y como Reagan era un optimista empedernido, contaba muchos chistes. Decía: «Saben el de los dos hermanos, pesimista el uno y optimista el otro, que reciben de sus padres sendos regalos de Navidad con la esperanza de que moderen sus radicales posturas. El primero, al ver tal montaña de juguetes, se echa a llorar sin consuelo, pensando que algún día se romperán, y el segundo, que recibe un montón de estiércol, exclama: "¡Seguro que debajo hay un poni!". Bueno, pues el del poni soy yo». Cuentan que el día en que fue objeto del atentado que casi le cuesta la vida —una de las balas que recibió se introdujo bajo su brazo izquierdo y se alojó en el pulmón, muy cerca del corazón—, estando ya en el hospital, le dijo a su esposa Nancy: «Cariño, mira que no agacharme...». Y a los médicos: «Por favor, díganme que son ustedes republicanos».

Era un ferviente practicante de la siesta, costumbre que admiraba de los españoles. Al corriente de los chascarrillos que circulaban sobre sus hábitos y costumbres, declaraba: «Claro que me preocupa todo lo que atañe al Gobierno; de hecho me ha provocado más de una tarde de insomnio». Cuando dejó la Casa Blanca, mandó poner un cartel en uno de los sillones del despacho oval: «Aquí durmió Ronald Reagan».

Por fin estábamos en condiciones de entrar en Europa y nos disponíamos a llamar a sus puertas, como si de las del cielo de Bob Dylan se tratara. España presentó solicitud de ingreso en la Comunidad Económica Europea por primera vez en 1962, petición que fue rechazada por razones obvias. Durante la Transición política y superado el requisito democrático, Adolfo Suárez escribió una carta a la Comisión Europea el 26 de julio de 1977, que fue contestada positivamente en un esfuerzo de la propia Comunidad para fortalecer las incipientes democracias del sur del continente, Grecia, Portugal y España, que compartíamos las mismas aspiraciones. Pero este apoyo comportaba importantes dificultades económicas, dado el menor desarrollo de los tres nuevos candidatos y el aumento de la población de la Comunidad, que iba a superar los trescientos treinta millones de habitantes. En previsión de la transformación que se avecinaba, era necesario un periodo previo de cambios institucionales de enorme complejidad. Paralelamente, España iría cumpliendo con los requisitos que, a su vez, le exigía Europa en lo referente a ratificación de pactos y convenios internacionales que nuestro país nunca había suscrito.

A pesar de que ninguno de los nueve países entonces miembros se opuso a la integración, las negociaciones se prolongaron durante más de seis años, excepto en el caso griego, que ingresó en la Comunidad el 1 de enero de 1981.

El proceso se inició en Bruselas el 5 de febrero de 1979, siendo presidente del Consejo el francés Jean-François Poucet, Leopoldo Calvo-Sotelo, ministro de Relaciones con las Comunidades Europeas, y Marcelino Oreja, de Asuntos Exteriores, del Gobierno español. Caso singular de consenso fue siempre la necesidad de la pertenencia de nuestro país a Europa, así como la unanimidad de todas las fuerzas políticas en esta materia.

Cuando Calvo-Sotelo pasó a ser vicepresidente en el último Gobierno de Adolfo Suárez, le sustituyó al frente del ministerio Eduardo Punset, aunque por poco tiempo. Según contaba el propio ministro, debido a su probado y permanente despiste y a su celo profesional en los aspectos negociadores, no se enteraba nunca de los eventos de otro tipo. El caso es que una vez se vio obligado a asistir a una cena de gala en alguna de sus visitas a Bruselas y no disponía de traje de etiqueta. Ante la premura de tiempo, no se le ocurrió mejor idea que pedirle la chaqueta a uno de los porteros del hotel donde se alojaba y, sin ningún complejo, nuestro ministro se presentó en la cena con un uniforme cubierto de charreteras y entorchados. Parecía un árbol de Navidad. ¡Menos mal que, teniendo en cuenta la escasa envergadura del señor Punset, el improvisado modelito era más o menos de su talla!

Tras la victoria del PSOE en 1982, Felipe González en persona tomó las riendas de la negociación, escoltado siempre por Fernando Morán, ministro de Asuntos Exteriores, y Manuel Marín como encargado de las Relaciones con las Comunidades. El buen hacer de la terna y la mejor sintonía con el Gobierno francés, cuya presidencia ostentaba François Mitterrand desde 1981, dieron pronto sus frutos; eso y la aceptación expresa de Felipe González ante el canciller alemán Helmut Kohl, presidente de turno de la Comunidad, del vínculo que unía la pertenencia a la Europa comunitaria y la alianza político-militar con Estados Unidos. Como veremos después, este giro supuso el cambio radical en la postura del Gobierno español respecto a la permanencia de España en la OTAN.

En marzo de 1985, Italia ostentaba la presidencia de turno y Giulio Andreotti dirigió la negociación. El grueso del paquete se saldó pronto, pero los famosos «flecos» no se lograron cerrar hasta el 6 de junio siguiente. Fueron precisas sesenta y una rondas, veintinueve de ellas ministeriales, con negociaciones maratonianas hasta altas horas de la noche, lo que, según los negociadores, favorecía a la delegación española, a todas luces más trasnochadora. Andreotti se involucró personalmente en el proceso y, a pesar de su ya avanzada edad, pasaba las noches de una habitación a otra, de una sala a la siguiente llevando y trayendo propuestas y haciendo de abogado del diablo de unos y de otros, de juez y parte, de héroe y villano, tirando y aflojando según conviniera. ¡Gracias, señor Andreotti, por su magnífico y desinteresado esfuerzo!

Los temas económicos, en especial los concernientes a industria, agricultura y pesca, fueron terriblemente complejos y necesitaron cantidad de matices en su desarrollo, así como periodos de transición tal vez demasiado largos.

Pero, finalmente, el Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas fue firmada en Madrid, el 12 de junio de 1985, por el presidente del Gobierno, Felipe González, en el Salón de Columnas del Palacio Real. A su lado, los vencedores de tantas batallas, Fernando Morán, Manuel Marín y Gabriel Ferrán, nuestro embajador permanente ante las Comunidades Europeas. En su discurso final, González dijo:

España aporta su saber de nación vieja y su entusiasmo de pueblo joven con la convicción de que un futuro de unidad es el único posible. El ideal de la construcción europea es más válido que nunca, porque nos lo impone las exigencias del mundo de hoy y más aún las de mañana.

El mismo día se realizó un acto similar en el monasterio de los Jerónimos de Lisboa y, a partir del 1 de enero de 1986, Europa estaría más completa con doce miembros, tantos como estrellas amarillas tiene su bandera.

El ingreso contó con el consenso de todas las fuerzas políticas, dato por lo demás asombroso. En la votación efectuada en 1985, el Congreso de los Diputados dio su voto favorable de forma unánime, hecho que, por el contrario, no se produjo en los casos de Portugal y Grecia, donde los partidos de izquierda se opusieron.

Un incesante ir y venir de La Moncloa al Palacio Real marcó la jornada anterior a la ceremonia de la firma. Hasta el momento justo en que entraban los protagonistas en el salón, operarios con mono pulían la mesa, y mujeres con mandil pasaban el aspirador a las alfombras, ocultando cables y ultimando la disposición de las sillas. Hasta pocos minutos antes del inicio de la ceremonia, en la Secretaría se retocaba el discurso del presidente y, mientras flotaban en el ambiente los efluvios de la «ley de Murphy», de imprenta salía mal una de las páginas del programa que recogía la agenda pormenorizada de todos los actos que compondrían la jornada, por lo que, a mano y uno a uno, se desmontaron los cientos de cuadernillos para sustituir la página errónea. ¡Qué estrés! Todo el mundo participaba en las operaciones, hasta los compañeros de la Guardia Civil que controlaban la entrada al edificio colaboraron en las tareas de recuento y empaquetado.

¡Aquello sí que era trabajar por España y como una piña, ahora que tan de moda está convertir los éxitos deportivos en la suma del buen hacer, con una ingente dosis de espíritu de equipo y unidos por los colores de la bandera!

Tras el ingreso, la economía española creció a un ritmo superior al registrado por los otros once Estados. Si le sumamos la salida definitiva de nuestro aislamiento internacional y la consiguiente estabilización de nuestra joven democracia, el balance es, sin duda, positivo.

Más de veinte años después se puede afirmar que los fondos estructurales recibidos por España permitieron construir nuestras grandes infraestructuras, crear trescientos mil empleos al año aproximadamente, además de compartir un espacio común, libre de fronteras, con una moneda única y con un plan de intercambios educativos y culturales que no tienen parangón en el mundo desarrollado. Las Fuerzas Armadas españolas son hoy un Ejército moderno que participa en misiones de paz y ayuda humanitaria, y la formación continua es parte de la vida diaria de sus miembros. Los españoles hemos hecho desaparecer ese «complejo de inferioridad» que sufríamos en el pasado y estudios actuales señalan un sentimiento de pertenencia europea muy arraigado entre los españoles, a pesar de la baja participación generalizada que se repite en los procesos electorales europeos en todo el territorio de la Unión. Por último, cabe destacar el cambio radical de los sucesivos Gobiernos de Francia en cuanto a la colaboración con nuestro país en la lucha antiterrorista, tanto en el ámbito judicial como en el policial.

Europa, lejos ya de ser un mero ente económico, camina hacia nuevos retos, y la construcción de una auténtica unión política y un Espacio Social Europeo se definen hoy como los objetivos más ambiciosos que comparten veintisiete Estados y quinientos millones de almas, ocupando España un lugar destacado en sus instituciones, además de estar considerado un interlocutor privilegiado con África y América Latina.

A los españoles, que siempre nos habíamos debatido entre el idealismo pacifista de rechazo a las armas y el miedo a no formar parte del bloque de países más poderosos, nos sirvieron en la bandeja de la polémica la cuestión de la permanencia o no de España en la OTAN. El temita no era moco de pavo y se había convertido en una china en el zapato de Felipe González, que intentaba por todos los medios dar con un plan que mantuviera a nuestro país dentro de la organización, sin que ello supusiera un desgaste político significativo para el PSOE y para él mismo como presidente del Gobierno, después de la vehemente y constante campaña llevada a cabo en contra de la organización atlantista.

Cada dos por tres, a González se le indigestaba el desayuno con los editoriales de la prensa nacional sobre el asunto y con las convocatorias de manifestaciones para pedir la salida de España de la Alianza, tal y como se comprometieron los socialistas en caso de llegar al poder.

El 19 de febrero de 1984, cincuenta mil personas participaron en la marcha contra la OTAN de Madrid a Torrejón de Ardoz, y otras tantas se dieron cita el 3 de junio en otra marcha pacifista en la capital de España por un «Referéndum claro y la salida de la OTAN».

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