Los presidentes en zapatillas (6 page)

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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Con posterioridad a estas obras, las instalaciones fueron ocupadas por Alberto Aza y Eugenio Bregolat, quienes junto a Pepe Coderch formaban un sólido equipo diplomático, cuya tarea, de vital importancia, consistía en asesorar al presidente en política internacional, algo novedoso para España y sus dirigentes. Alberto Recarte, experto economista, ocupó otra zona, mientras que «los Aurelios» —Aurelio Delgado, cuñado del presidente, y Aurelio Sánchez-Tadeo— también se instalaron aquí para realizar una impagable labor de trámite y gestión de mil problemas que aquejaban a los ciudadanos, reclamando la ayuda e intervención del presidente para su solución, o bien atendiendo necesidades de imperiosa urgencia.

El último edificio del primitivo complejo se encontraba más alejado del núcleo y fue el único que siguió perteneciendo al Ministerio de Agricultura durante años, hasta su posterior anexión a la Presidencia; es el que hoy ocupan los servicios del portavoz del Gobierno.

Como nos encontrábamos apartados del centro de la ciudad, con los inconvenientes que esto conlleva, contábamos en el recinto con un servicio médico que ocupaba la planta baja del primer anexo. Pequeño pero eficaz, atendía las necesidades sanitarias más perentorias del personal, que comenzaba a aumentar en número. Debido a la naturaleza de las actividades a las que los edificios fueron destinados con anterioridad, se llevaban a cabo con periodicidad labores de fumigación y desinsectación, que coincidían con los fines de semana. Puertas, archivos, armarios y cajones debían quedar abiertos para que la operación fuera eficaz, excepto en los mencionados servicios clínicos, donde no era posible su ejecución pues se trataba de una zona con material médico y farmacéutico que debía permanecer estéril. Conclusión: los lunes, después de la batida, la clínica se convertía en el cementerio donde iba a morir una variada fauna que habitualmente nos acompañaba en la sombra sin nosotros saberlo.

Por lo demás, el complejo limitaba con la carretera de La Coruña, la carretera de Castilla y la avenida Martín Fierro, que conduce hacia el Puente de los Franceses, todo ello atravesado por una arteria abierta al tráfico sin restricciones. Es decir, medidas de seguridad nulas, pero con una acusada sensación de aislamiento.

La integración era total entre los miembros del equipo, una verdadera simbiosis que nunca más se volvió a dar. Tanto es así que para nuestras comunicaciones internas dentro del propio Palacio existía una red de interfonos basada en un sistema similar al de los porteros automáticos de los bloques de pisos. Cada despacho o zona del edificio disponía de un aparato con un número adjudicado. Así pues, cada cual pulsaba el número correspondiente a la persona o servicio con el que quería hablar. Como es lógico, mientras se establecía la comunicación, los canales permanecían abiertos, por lo que las conversaciones entre el emisor y el receptor no tenían en absoluto carácter privado, sino que podían ser escuchadas por cualquiera de las personas que estuvieran cerca o de paso por alguno de los puntos de conexión. En resumen: exquisito cuidado con las risas escandalosas, los comentarios desafortunados o las críticas de fondo o forma que podían llegar a oídos del interfecto en tiempo real. Una vez el presidente escuchó a las compañeras de Protocolo, que se habían dejado el canal abierto, hacer comentarios jocosos sobre la embarazosa situación de un embajador que había visitado el lavabo y había olvidado cerrar la cremallera de sus pantalones. Ellas aseguraban que semejante descuido aparecería en las fotografías oficiales de la visita, por lo que se verían obligadas a cortarlas de cintura para abajo. Pino y Marta sí que se quedaron cortadas por el eje cuando escucharon la voz del presidente al otro lado del aparato: «¡Señoras, por favor, tengan mucho cuidado con lo que cortan y cómo lo cortan!».

Tanto en el despacho del presidente como en el del secretario general, además de los habituales teléfonos de varias líneas, dos teléfonos especiales se disponían en una mesita aparte, infligiéndoles un carácter extraordinario. Uno era de color gris y el otro rojo. El rojo interconectaba a las más altas instancias del Estado, encabezadas por Su Majestad el Rey, el presidente del Gobierno, los vicepresidentes y ministros y los presidentes del Congreso y del Senado, más el del Tribunal Supremo. Por el aparato gris entraban las llamadas provenientes de los Gobiernos Civiles de todas las provincias, a fin de comunicar con urgencia sucesos de gravedad o importancia, como accidentes, catástrofes naturales o atentados terroristas, que lamentablemente se producían un día sí y otro también. Otras comunicaciones tenían un origen internacional, en el supuesto de que otro jefe de Estado o de Gobierno deseara hablar con el presidente. Si este no se encontraba en el Palacio por un viaje o un acto oficial, los miembros de la Secretaría, por turnos, montábamos una especie de guardia en el despacho de Pepe Coderch con el fin de atender esas llamadas. Por ello era bastante habitual tomar directamente recados de importancia o confidencialidad, siendo algunos de nosotros los primeros en tener conocimiento de las últimas noticias o acontecimientos. Después venía lo más difícil: hacer llegar los mensajes a sus verdaderos destinatarios con rapidez y discreción, lo que en absoluto era tarea fácil.

Por medio de unas clavijas se hacían sonar los teléfonos en uno u otro lugar, a sirenazo limpio y con un juego de luces que se encendían y apagaban a modo de ambulancias. Cuando aquello se ponía en marcha, recordaba a las escenas de las películas bélicas en las que los avisos de bombardeos alertan a la población para que se ponga a cubierto. Por todo ello no era extraño entrar en comunicación directa con mandatarios extranjeros, en especial latinoamericanos, debido a la diferencia horaria. Recuerdo bien que el entonces presidente de Panamá, Arístides Royo, con quien mantuve varias conversaciones, preguntaba siempre por mí o me mandaba saludos con los compañeros.

Lo peor de todo..., los mensajes relacionados con el terrorismo, que en aquellos años castigaba al Gobierno y a toda la sociedad española de forma implacable. Secuestros, asesinatos, bombas y explosiones estaban a la orden del día. ETA entonces disponía de estructura estable y comandos itinerantes que actuaban de manera casi impune donde y cuando querían. No hay que olvidar que durante esta etapa de transición, la totalidad de los nacionalistas vascos se negaba a emplear el término «terrorismo» para designar a ETA y sus acciones, cuando las cifras, por sí mismas, eran capaces de horrorizar al más flemático: veintiséis muertos en 1975, veintiuno en 1976 y veintiocho en 1977, pasando después a otras mucho más altas: ochenta y cinco en 1978, ciento dieciocho en 1979 y ciento veinticuatro en 1980. El Ejército, uno de sus principales objetivos, se revolvía en sus despachos ante los acontecimientos y acusaba al Rey de pusilánime y al Gobierno de falta de autoridad ante la complicada situación vasca, que de seguir por ese camino, acabarían por llevar a España al caos con tal de perpetuarse en el poder.

Yo entonces tenía novio, y él aún no había cumplido el servicio militar debido a las prórrogas por estudios. Así que vimos el cielo abierto y, aprovechando una ocasión propicia, le pedí al general Gutiérrez Mellado un enchufe para que pudiera hacer la mili en Madrid, en un destino más o menos cómodo que le permitiera continuar con sus estudios y actividades. Dicho y hecho. El periodo de instrucción como recluta lo hizo en Colmenar Viejo y después pasó a la Escuela Superior del Ejército, en pleno Paseo de la Castellana. ¡Estupendo! Pero allí no se hablaba de otra cosa que de planes para tomar La Moncloa, de derrocar a un Gobierno de traidores que debía recibir su merecido, y mi novio «el del rosco» —calificativo proveniente del símbolo de UCD que consistía en un doble círculo, la mitad verde y la mitad naranja— hizo más guardias que pelos tenía en la cabeza. Su situación cambió porque, coincidiendo con el 20-N, subió con los demás compañeros al Valle de los Caídos para conmemorar la fecha. A partir de entonces su rutina militar se suavizó considerablemente, aunque en lo personal estaba horrorizado, pues comprobó que aquello no era ruido de sables, sino una verdadera sinfonía de tanques y pistolas en manos de gente muy peligrosa. Además, la política de nombramientos seguida por el general Gutiérrez Mellado levantaba ampollas entre los mandos del Ejército, teniendo en cuenta su estereotipada visión jerárquica del escalafón, que ahora el vicepresidente se saltaba a la torera cuando las circunstancias así lo aconsejaban. Especialmente polémicas fueron las designaciones del general Gabeiras como jefe del Estado Mayor y la del general Ibáñez como director general de la Guardia Civil. El descontento y las protestas subían de tono de día en día y el vicepresidente era objeto constante de enfrentamientos e insubordinaciones que sufría en silencio, sin que tales acciones mereciesen medidas disciplinarias, ni tan siquiera una condena moral. Incluso se llegó a hablar de depuración encubierta, puesto que los más adeptos al antiguo régimen eran destinados lejos de los centros de poder y decisión en una operación progresiva de lavado de cara de las Fuerzas Armadas.

Cierto día, durante una conversación con escasa confidencialidad, escuché al presidente interrogando al general sobre la situación en los cuarteles y la verdadera filiación de sus mandos. El presidente preguntaba con insistencia sobre el número exacto de auténticos partidarios, de demócratas que apoyaban la acción del Gobierno: «Pero Manolo, dime de verdad cuántos somos». Y el general, levantando los hombros, contestó: «Seguros, seguros, dos: tú y yo». ¡Así andaban las cosas!

Paralelamente, los GRAPO y el FRAP, como organizaciones antifascistas y marxistas-leninistas, extorsionaban, secuestraban y asesinaban militares, policías o miembros de la Guardia Civil. A mayor abundamiento, otros grupos terroristas de corte independentista también actuaban con objetivos parecidos; las Fuerzas Armadas Guanches (canarios) y Terra Lliure (catalanes) también campaban por sus respetos. Este último grupo no desapareció hasta 1995. Otros grupúsculos de extrema derecha neofascista, que usaban nombres como Alianza Apostólica Anticomunista, Grupos Armados Españoles, Guerrilleros de Cristo Rey o el Batallón Vasco Español, tampoco iban a ser menos. En fin, un número considerable de individuos que vivía al margen de la ley haciendo todo lo posible para que España no llegara nunca a mostrarse a los ojos del mundo como un país serio, en cuyos dirigentes se podía confiar y con unas legítimas aspiraciones de democracia, libertad y modernidad respaldadas por una ciudadanía decidida.

El 3 de abril de 1979 se celebraron las primeras elecciones municipales democráticas en España. La UCD perdía fuerza y, aunque fue el partido más votado, el PSOE obtuvo la victoria en las ciudades más importantes, como Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. El indudable revés se asumió con relativa deportividad, basando el análisis del resultado adverso en la tónica general de las capitales europeas, donde siempre los comicios municipales se posicionaban más a la izquierda que los generales, sin olvidar una abstención del 40%.

Después de la Semana Santa de 1979, parecía que el futuro inmediato nos depararía unos meses de cierta paz, sin acontecimientos de especial relevancia o urgencia, hasta después del verano, momento en el que se acometería la recta final de la elaboración de los Estatutos de Autonomía de Cataluña y País Vasco, que ya se confeccionaban en sus respectivas comunidades. Sin duda, este era el momento en el que tenía que aprovechar para preparar exámenes, intentar aprobar el último curso y dar por terminada la carrera, que en aquellos momentos suponía más una carga que un placer.

Me embarqué en una auténtica carrera contra el tiempo. Dejé de comer, de dormir, me mantenía a base de café y tabaco, y llegué a echar mano de alguna que otra pastillita que me ayudara a conseguir el objetivo; el fin justificaba todos los medios. Finalmente superé en junio todos los exámenes y me licencié en Psicología. ¡Me sentía la mujer más afortunada de la Tierra! Todos felices y contentos. Entonces empecé a sentirme mal, cada vez peor. Los excesos me pasaban factura, y antes de un mes me vi obligada a ingresar en el hospital Gregorio Marañón, donde me sometieron a una cura de sueño. Me tuvieron en off durante una semana y tras cincuenta mil pruebas, empalmé con unas vacaciones a base de reposo, aire puro y dieta sana, vitaminas y reconstituyentes a tutiplén. ¡Vamos, que ni la tercera edad!

El apoyo y el cariño que recibí en aquellos días críticos por parte de mis jefes y compañeros superaron todas las previsiones y nunca olvidaré el caluroso recibimiento de que fui objeto cuando reingresé al servicio activo.

Por estas fechas un terrible suceso conmocionó a la opinión pública nacional e internacional. El 26 de mayo, la cafetería madrileña California 47, de clientela notoriamente de derechas, volaba por los aires como consecuencia de una bomba colocada por los GRAPO, con un saldo de nueve muertos y sesenta y un heridos. Un nuevo golpe a nuestra incipiente democracia y a la estabilidad del nuevo sistema.

Con el verano llegaron también las vacaciones para el presidente y su familia, que este año, como el anterior, tendrían Mallorca como destino. Allí se desplazaron con poco séquito, más un plan y muchos papeles que habrían de ayudar al presidente a preparar la hoja de ruta adecuada para acometer la siguiente etapa, poseedora de nuevas particularidades.

La tarea más importante, aparcada hasta después de la convocatoria electoral y en función, claro está, de los resultados, era la puesta en marcha de una ofensiva en el exterior sin precedentes que allanara el camino para alcanzar un puesto en la comunidad internacional, algo que nos había sido negado durante décadas. No olvidemos que, además de poner en orden nuestra casa, debíamos integrarnos cuanto antes en las estructuras internacionales que nos eran propias. El presidente tomó personalmente las riendas de las negociaciones. Pero no sería justo obviar la labor llevada a cabo por Marcelino Oreja y Leopoldo Calvo-Sotelo, titulares de Asuntos Exteriores y de Relaciones con las Comunidades Europeas, que también tenían muy clara la visión de conjunto. Europa era en realidad tres Europas, interrelacionadas de tal manera que no se sostenía la pertenencia a una sin formar parte de las otras dos. Tres eran las instituciones: Mercado Común, OTAN y Consejo de Europa, como tres eran las características: económica, defensiva y política. En primera instancia, lo más fácil: ingresamos en el Consejo de Europa el 24 de noviembre de 1977, con el compromiso del presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, los presidentes de las Cortes y los líderes de la oposición de izquierdas de que dotarían a España de una Constitución democrática que aún no estaba ni siquiera elaborada. Es decir, España ingresó en el Consejo de Europa bajo palabra de honor.

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