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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Filosofía

Los problemas de la filosofía (13 page)

Dos puntos opuestos se observan con respecto a las proposiciones generales
a priori
. El primero es que, si se conocen muchos casos particulares, nuestra proposición general podrá ser obtenida en la primer instancia por inducción, y la conexión de sus universales será subsecuentemente percibida. Por ejemplo, se sabe que si dibujamos líneas perpendiculares desde cada uno de las líneas de un triángulo hacia los ángulos opuestos, las tres líneas perpendiculares se encontrarán en un punto. Podrá ser posible que para llegar a esta proposición dibujemos este tipo de perpendiculares en triángulos de distintas formas, y encontrar así que estas líneas se encuentran siempre en un punto; esta experiencia nos llevará a considerar una prueba general y así encontrarla. Estos casos son comunes en la experiencia de todos los matemáticos.

El otro punto es más interesante y también tiene mayor importancia filosófica. El punto es que a veces nosotros conocemos una proposición general de casos en donde no conocemos un solo ejemplo de ella. Pongamos como ejemplo el siguiente caso: Sabemos que cualquier par de números puede ser multiplicado y que darán un tercer número que llamamos su
producto
. Sabemos que todos los pares de números enteros cuyo producto sea menor a 100 han sido multiplicados entre ellos y que el valor de su producto fue registrado en la tabla de multiplicación. Pero también sabemos que la cantidad de números enteros es infinita, y que sólo una limitada cantidad de pares de números enteros fueron o serán pensados por los seres humanos. De aquí se sigue que hay pares de números enteros de los que nunca se pensó y de los que nunca se pensará por los seres humanos, y que todos ellos tratan de números enteros cuyo producto es mayor a 100. Por consiguiente llegamos a la proposición: “Todos los productos de dos números enteros, que nunca fueron ni nunca serán pensados por un ser humano, son mayores a 100”. Aquí tenemos una proposición general de una verdad innegable, y aún, por la naturaleza del caso, no podremos dar un ejemplo de ella, porque cualquier par de números que podamos pensar para ejemplificarla son excluidos por los términos de la proposición.

Esta posibilidad, del conocimiento de proposiciones generales sobre las que ningún ejemplo puede ser dado, es a menudo negado, porque no se percibe que el conocimiento de tales proposiciones sólo requiere del conocimiento de las relaciones entre los universales y que no requiere cualquier conocimiento de casos específicos de los universales en cuestión. No obstante, el conocimiento de tales proposiciones generales es vital para la mayoría de lo que es generalmente admitido como conocido. Por ejemplo, hemos visto en los primeros capítulos que el conocimiento de los objetos físicos, en oposición a las informaciones sensoriales, sólo es obtenido por inferencia, y que no son las cosas en sí lo que conocemos. Por eso nunca sabremos sobre alguna proposición de la forma “esto es un objeto físico”, en donde “esto” es algo que conocemos inmediatamente. Se sigue que todo nuestro conocimiento concerniente a los objetos físicos es tal que ningún ejemplo de él puede ser dado. Podemos dar ejemplos de las informaciones sensoriales asociadas, pero no podemos dar ejemplos de los objetos físicos en sí. Por consiguiente nuestro conocimiento de los objetos físicos depende por completo sobre la posibilidad de nuestro conocimiento general en donde ningún ejemplo puede ser dado. Y lo mismo se aplica a nuestro conocimiento de las mentes de otras personas, o de cualquier tipo de cosas en donde ningún ejemplo nos es dado por conocimiento directo.

Podemos ahora hacer un inventario de las fuentes de nuestro conocimiento como han ido apareciendo a través de nuestro análisis. Debemos primero distinguir el conocimiento de las cosas y el conocimiento de las verdades. Cada uno contiene dos tipos, uno inmediato y el otro derivado. Nuestro conocimiento inmediato de las cosas, que hemos llamado
conocimiento directo
, consiste a su vez en dos tipos, de acuerdo a las cosas conocidas, ya particulares o ya universales. Entre los particulares, tenemos conocimiento directo con las informaciones sensoriales y (probablemente) con nosotros mismos. Entre los universales, parece no haber principio por el que podamos decidir cuáles son por conocimiento directo, pero está claro que entre ellos están los que nos son conocidos por cualidades sensibles, relaciones espaciales y temporales, semejanza, y ciertos universales lógicos abstractos. Nuestro conocimiento derivado de las cosas, que hemos llamado conocimiento por
descripción
, siempre involucra tanto el conocimiento directo de algo y el conocimiento de las verdades. Nuestro conocimiento inmediato de las
verdades
puede ser llamado conocimiento
intuitivo
, y las verdades así conocidas pueden ser llamadas verdades
autoevidentes
. Entre tales verdades se incluyen aquellas que simplemente establecen lo que nos es dado por los sentidos y también ciertos principios abstractos lógicos y aritméticos, y (a pesar de que con menor certeza) algunas proposiciones éticas. Nuestro conocimiento de las verdades
derivado
consiste en todo aquello que podamos deducir de las verdades autoevidentes por el uso de principios de deducción auto-evidentes.

Si la relación anterior es correcta, todo nuestro conocimiento de las verdades depende de nuestro conocimiento intuitivo. Por lo tanto se hace importante considerar la naturaleza y alcance de nuestro conocimiento intuitivo, del mismo modo en que, en una fase anterior, consideramos la naturaleza y alcance de nuestro conocimiento directo. Pero el conocimiento de las verdades presenta un problema adicional, que no se presenta en el conocimiento de las cosas, a saber, el problema del
error
. Algunas de nuestras creencias resultan ser erróneas, y por lo tanto se hace necesario considerar cómo, si lo hay, podemos distinguir el conocimiento del error. Este problema no emerge en el conocimiento directo, inclusive en los sueños y en las alucinaciones, no está involucrado al error en tanto no vayamos más allá del objeto inmediato, esto es de las informaciones sensoriales como signo de algún objeto físico. De este modo los problemas conectados con el conocimiento de las verdades son más difíciles que aquellos conectados con el conocimiento de las cosas. Como primer problema concerniente al conocimiento de las verdades, permítasenos considerar la naturaleza y alcance de nuestros juicios intuitivos.

Capítulo XI
Sobre el conocimiento intuitivo

Existe la impresión común que todo lo que creemos es capaz de ser probado, o al menos de ser mostrado como muy probable. Muchos tienen la sensación que una creencia de la que ninguna razón se pueda dar es una creencia irracional. En general, este punto de vista es justo. Casi todas nuestras creencias comunes son inferidas, o capaces de ser inferidas, de otras creencias que pueden ser tomadas como proveedoras de razón para ellas. Como regla general, la razón ha sido olvidada, o inclusive nunca ha estado presente conscientemente en nuestras mentes. Muy pocos de nosotros alguna vez nos preguntamos, por ejemplo, qué razón hay para suponer que la comida que estamos a punto de comer no se convertirá en veneno. No obstante sentimos, cuando se nos reta, que una razón perfectamente buena pudiera ser encontrada para justificar lo contrario, inclusive si no la tenemos disponible en ese momento. Y, normalmente, tenemos justificación para tener esta creencia.

Mas imaginemos a un insistente Sócrates, quien, no obstante cualquier razón le demos, continúa demandando una razón para la razón. Entonces seremos llevados tarde o temprano, y más temprano que tarde, a un punto en donde no podamos encontrar más razones, y en donde se torne en casi una certeza que ninguna razón pueda ser inclusive capaz de ser descubierta teóricamente. Empezando con las creencias comunes de nuestra vida diaria, podemos retroceder paso a paso, hasta que lleguemos a algún principio general, o a alguna instancia de un principio general que parezca luminosamente evidente y que no sea en sí capaz de ser deducida de algo más evidente. En la mayoría de las preguntas de la vida diaria, tales como si nuestra comida va a ser nutritiva o venenosa, debemos regresar al principio de inducción que discutimos en el Capítulo IV. Pero más allá de este principio, parece no haber mayor regresión. El principio en sí es constantemente usado por nuestro razonamiento, a veces conscientemente, a veces inconscientemente; pero no hay razonamiento que, empezando desde un principio auto-evidente más simple, nos guíe al principio de inducción y su conclusión. Lo mismo opera para otros principios lógicos. Su verdad es evidente para nosotros, y los empleamos para construir demostraciones; pero ellos en sí mismos, o al menos algunos de ellos, nos incapaces de ser demostrados.

La auto-evidencia, sin embargo, no se limita a aquellos principios generales que son incapaces de ser probados. Cuando una cierta cantidad de principios lógicos ha sido admitida, el resto pueden ser deducidos de ellos; pero las proposiciones deducidas son a menudo tan auto-evidentes como aquellas que fueron asumidas sin prueba alguna. Toda la aritmética, también, puede ser deducida de los principios generales de la lógica, aunque las proposiciones simples de la aritmética, como “dos y dos son cuatro”, sean tan auto-evidentes como los principios de la lógica.

Parecerá, también, a pesar que esto es más discutible, que hay algunos principios éticos auto-evidentes tales como “debemos buscar lo que es bueno”.

Debe observarse que, en todos los casos de los principios generales, los casos particulares, que tratan de las cosas que nos son familiares, son más evidentes que el principio general. Por ejemplo, la ley de la contradicción establece que nada puede tener una cierta propiedad y no tenerla. Esto es evidente tan pronto como es entendido, pero no es tan evidente como que una rosa en particular que vemos no pueda ser roja y no roja. (Por supuesto, es posible que partes de la rosa sean rojas y partes de otro color, o que la rosa sea de un tono de rosa que nosotros difícilmente conozcamos y que no sepamos si calificarlo como rojo o no; pero en el caso primero es claro que la rosa como un todo no es roja, mientras que en el último la respuesta es definida teóricamente tan pronto decidamos sobre una precisa definición de “rojo”.) Es a través de casos particulares que nos es posible llegar al principio general. Sólo aquellos que están acostumbrados a tratar con las abstracciones pueden fácilmente alcanzar un principio general sin la ayuda de los ejemplos.

Además de los principios generales, los otros tipos de verdades auto-evidentes son aquellas que se derivan inmediatamente de las sensaciones. Llamamos a esas verdades como “verdades de percepción”, y los juicios que las expresan serán llamados “juicios de percepción”. Pero aquí se necesita tener cierto cuidado en llegar a la naturaleza precisa de las verdades que son auto-evidentes. Las informaciones sensoriales presentes no son ni verdaderas ni falsas. Una mancha que veo de un color en particular, por ejemplo, simplemente existe: no es el tipo de objeto que es verdadero o falso. Es verdad de que hay tal mancha, verdad que tiene cierta forma y grado de brillantez, verdad que está rodeada de otros colores. Pero la mancha en sí misma, como todo lo demás en el mundo de los sentidos, es radicalmente distinta de las cosas que son verdaderas o falsas, y por lo tanto no se puede decir con propiedad que es
verdadera
. De este modo, cualesquiera de las verdades auto-evidentes que puedan ser obtenidas de nuestros sentidos deben ser diferentes de nuestras informaciones sensoriales por las cuales son obtenidas.

Parece ser que hay dos tipos de verdades de percepción auto-evidentes, a pesar, tal vez, que en el último análisis los dos tipos puedan fundirse. Primero está el tipo que simplemente afirma la
existencia
de una información sensorial, sin de manera alguna analizarlo. Vemos una mancha de rojo, y juzgamos que “hay una tal-y-tal mancha de rojo”, o más estrictamente “hay esto”; este es un tipo de juicio de percepción intuitivo. El otro tipo emerge cuando el objeto del sentido es complejo, y lo sujetamos a cierto grado de análisis. Si, por ejemplo, vemos una mancha roja circular, podemos juzgar que “la mancha roja es circular”. Esto es de nuevo un juicio de percepción, pero difiere del tipo anterior. En el tipo presente tenemos una sola información sensorial que tiene tanto color como forma: el color es rojo y la forma circular. Nuestro juicio analiza la información en color y forma, y luego la recombina estableciendo que el color rojo es de forma circular. Otro ejemplo de este tipo de juicio es “esto está a la derecha de aquello”, en donde “esto” y “aquello” son vistos simultáneamente. En este tipo de juicio la información sensorial contiene constituyentes que tienen alguna relación entre ellos, y el juicio afirma que estos constituyentes tienen esta relación.

Otro tipo de juicios intuitivos, análogos a aquellos del sentido y sin embargo bastante distintos de ellos, son los juicios de la
memoria
. Hay cierto peligro de caer en la confusión con respecto a la naturaleza de la memoria, debido al hecho que el recuerdo de un objeto es apto de ser acompañado por la imagen del objeto, y no obstante la imagen no puede ser lo que constituye la memoria. Esto se puede ver con facilidad simplemente reparando en que la imagen está en el tiempo presente, mientras que lo que es recordado es sabido que está en el tiempo pasado. También ciertamente, podemos hasta cierto punto comparar nuestra imagen con el objeto recordado, así que a menudo sabemos, dentro de unos límites más o menos amplios, que tan precisa es nuestra imagen; mas esto sería imposible, a menos que el objeto, en oposición a la imagen, estuviera de alguna forma presente a la mente. Así la esencia de la memoria no está constituida por una imagen, sino por tener inmediatamente frente a la mente un objeto que es reconocido como pasado. Pero si tomamos a la memoria en este sentido, no podríamos saber que alguna vez hubo del todo un pasado, como tampoco entenderíamos la palabra “pasado” mucho más que un hombre nacido ciego puede entender la palabra “luz”. De este modo debe haber juicios intuitivos de la memoria, y es sobre ellos, esencialmente, en donde todo nuestro conocimiento del pasado depende.

En el caso de la memoria, sin embargo, se yergue una dificultad, que la memoria es notoriamente falaz, y así arroja cierta duda sobre la confiabilidad de los juicios intuitivos en general. Esta dificultad no es de fácil solución. Pero permítasenos acotar lo más posible sus alcances. Hablando en general, la memoria es confiable en proporción a lo vívido de la experiencia y a lo cercana que esté en el tiempo. Si la casa de al lado fue golpeada por un rayo hace medio minuto, el recuerdo que tendría sobre lo que vi y oí será tan confiable que sería ridículo dudar si en realidad hubo tal rayo. Y lo mismo aplica a experiencias menos vívidas, en cuanto sean recientes. Estoy absolutamente seguro que medio minuto atrás estaba sentado en la misma silla en la que estoy sentado ahora. Retrocediendo en el día, encuentro cosas de las que estoy bastante seguro, otras cosas de las que estoy casi seguro, otras cosas de las que estoy seguro por medio del pensamiento y por el recuerdo de las circunstancias en que sucedieron, y de otras cosas que por ningún motivo puedo estar seguro. Estoy bastante seguro que tuve mi desayuno esta mañana, pero si el desayuno me fuera indiferente, como a todo filósofo que se precie de serlo, debería tener dudas. Con respecto a la conversación durante el desayuno, puedo recordar algo de ella fácilmente, algo mediante un esfuerzo, algo bastante dubitativamente, y lo demás ni siquiera lo recuerdo. De este modo hay una continua gradación en el grado de auto-evidencia de lo que recuerdo y una correspondiente gradación en la confiabilidad de mi memoria.

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