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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (83 page)

–Whinney también quiere que le prestemos atención –dijo Ayla–. Los caballos son muy entrometidos y les gusta que les hagan caso. ¿Quieres darles de comer?

Lanidar movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Ayla abrió la mano y le enseñó dos trozos blancos de una clase de raíz que sabía que les gustaba a los caballos, zanahoria silvestre.

–¿Puedes sostener con la mano derecha?

–Sí –contestó el niño.

–Entonces puedes dárselas al mismo tiempo –dijo Ayla poniéndole un trozo de raíz en cada mano–. Coloca una mano abierta delante de cada caballo para que la puedan coger. Se ponen celosos si le das a uno y no al otro, y Whinney apartaría a Corredor de un empujón. Es la madre y sabe que puede decirle lo que debe hacer.

–¿Las madres de los caballos también mandan?

–Sí, incluso las madres de los caballos. –Ayla se puso en pie y cogió el cabestro con las cuerdas atadas–. Tendríamos que irnos, Lanidar. Jondalar nos espera. Tendré que volver a atar a Whinney y Corredor. No me gusta, pero lo hago por su propia seguridad. No quiero que se paseen demasiado hasta que todo el mundo sepa que no deben cazarlos. He pensado que les convendría más tener un cercado, para que no se les enreden las cuerdas en la hierba y los matorrales.

El matorral prendido de la cuerda de Corredor estaba tan enredado que tuvo que dejarlo.

Fue a buscar la mochila. Ayla recordaba que había guardado el hacha pequeña que Jondalar le había hecho cuando viajaban, la que normalmente llevaba colgada por el mango de una correa prendida al cinturón. Sería más fácil deshacer el nudo si antes podía cortar el matorral. Revolvió en el fondo de la mochila y la encontró. En cuanto verificó que ya no quedaba nada prendido a las cuerdas, volvió a amarrar a los caballos y recogió la mochila y la liebre para dársela a quien encontrase trabajando en el campamento de la Novena Caverna. Luego miró al niño.

–Si te enseño a silbar como los pájaros, ¿me harás un favor, Lanidar?

–¿Cuál?

–A veces tengo que salir todo el día. ¿Te importaría pasar a ver a los caballos de vez en cuando si yo no estoy? Entonces sí podrás llamarlos con el silbido. Bastará con que compruebes que las cuerdas no estén enredadas y les prestes un poco de atención. Les gusta tener compañía. Y si pasa algo anormal, me vienes a buscar. ¿Te ves capaz de hacerlo?

El niño no podía creer que estuviera pidiéndole aquello. Jamás habría soñado que la mujer pudiera pedirle una cosa así.

–¿Puedo darles de comer? Me ha gustado cuando han comido de mi mano.

–¡Claro que sí! Puedes darles un poco de hierba fresca, y zanahorias silvestres, que les encantan. Ya te enseñaré cuáles son los otros tubérculos que les gustan. Ahora tengo que irme. ¿Quieres acompañarme a ver la demostración del lanzavenablos que hace Jondalar?

–Sí –contestó Lanidar.

Ayla regresó al campamento con el niño, imitando los trinos de los pájaros por el camino.

Cuando Ayla, Lobo y Lanidar llegaron al campo designado para la demostración del lanzavenablos, ella vio maravillada que había unos cuantos lanzavenablos más junto al de Jondalar. Algunas personas que habían visto la primera demostración en las cavernas vecinas habían elaborado su propia versión del arma, y demostraban su eficacia con relativo éxito. Jondalar la vio llegar y la miró con expresión de alivio. Ella echó a correr hacia él.

–¿Por qué has tardado tanto? –preguntó de inmediato–. Muchos se han hecho un lanzavenablos después de la anterior demostración, pero ya sabes la práctica que se requiere para desarrollar la puntería. Por ahora soy el único capaz de dar en el blanco al que apunto. Me parece que empiezan a pensar que mi habilidad es cuestión de suerte y que nadie más será capaz de acertar con esta arma. No he querido hablarles de ti. Me ha parecido que una demostración de tu puntería causaría más efecto. Menos mal que ya has llegado.

–He cepillado los caballos y los he dejado correr un poco. Corredor tiene ya mejor el ojo –explicó Ayla–. Tenemos que pensar en algo para retenerlos que no sean las cuerdas, porque se enredan en la hierba y los matorrales. Podríamos construirles un cercado o algún tipo de recinto. He pedido a Lanidar que se encargue de ellos cuando nosotros no estemos. Ha conocido a los caballos y les ha caído bien.

–¿Quién es Lanidar? –preguntó Jondalar, un tanto impaciente.

Ayla señaló al niño que tenía al lado, y que intentaba esconderse del hombre alto que parecía enfadado y que lo intimidaba.

–Éste es Lanidar de la Decimonovena Caverna, Jondalar. Alguien le dijo que había caballos en el prado donde hemos acampado y fue a verlos.

Jondalar no le prestó mucha atención, preocupado como estaba por la demostración, que no iba tan bien como él esperaba. Sin embargo, cuando vio el brazo deforme del niño y la expresión de inquietud de Ayla, comprendió que ella estaba intentando decirle alguna cosa que seguramente tenía que ver con el niño.

–Me parece que podría ayudarnos –insistió ella–. Incluso ha aprendido el silbido que utilizamos para llamar a los caballos. Me ha prometido no usarlo sin una buena razón.

–Me alegro de saberlo –dijo Jondalar fijándose en el niño–. Nos vendrá bien un poco de ayuda.

Lanidar se relajó ligeramente, y Ayla sonrió a Jondalar.

–También ha venido a ver la demostración. ¿Qué has puesto como blanco? –preguntó mientras caminaban hacia la multitud, compuesta mayoritariamente de hombres. Algunos parecían a punto de irse.

–Un fardo de hierba con una piel enrollada alrededor, y dibujos de ciervos en la piel –contestó él.

Ayla sacó una lanza y el lanzavenablos mientras caminaba, y en cuanto vio los blancos, apuntó y lanzó. El disparo cogió a más de uno por sorpresa, porque no esperaban que una mujer fuera capaz de lanzar a aquella velocidad. Ayla hizo unas cuantas demostraciones más, pero un blanco inmóvil era demasiado sencillo. Aunque era evidente que el venablo llegaba más allá de lo que ellos habían visto lanzar a una mujer, ya habían tenido ocasión de ver a Jondalar hacer eso mismo varias veces, y no les parecía demasiado excepcional.

El niño se dio cuenta enseguida. Se había colocado detrás de ella, porque no estaba seguro de si Ayla quería que se quedara o se marchara. La tocó con un leve golpe para llamar su atención y propuso:

–¿Por qué no le pides al lobo que te encuentre un conejo o algún otro animal por el estilo?

La mujer le sonrió e hizo una muda señal a Lobo. El área de terreno estaba muy pisoteada por la gente y era poco probable que hubiera allí muchos animales, pero si había alguno, el lobo lo encontraría. Algunos vieron con cierto temor que el animal se alejaba de Ayla. Empezaban a acostumbrarse a ver al carnívoro con la mujer, pero no les hacía ninguna gracia que fuera por su cuenta.

Antes de que llegara Ayla, un hombre había preguntado a Jondalar cuál era el alcance de su lanzavenablos, pero él le había contestado que se le habían terminado las lanzas y tenía que recogerlas antes de poder tirar de nuevo. Jondalar y un grupo de hombres se disponían a salir a recogerlas cuando Ayla avistó a Lobo en una postura que significaba que había descubierto algo. De pronto, un ruidoso urogallo apareció cerca de una pequeña arboleda, en una ladera próxima al campo de tiro. Ayla había estado esperando con una lanza ligera colocada en el lanzavenablos, una que ella y Jondalar habían empezado a utilizar para aves y animales pequeños.

Arrojó la lanza a una velocidad increíble, fruto de la experiencia y del instinto. El ave lanzó un grito al sentirse herida, y eso atrajo las miradas de la gente. La vieron caer desde el cielo. De repente se renovó el interés por el arma de caza.

–¿A qué distancia puede lanzar? –quería saber el hombre que ya antes había hecho esa misma pregunta.

–Pregúntale a ella –contestó Jondalar.

–¿Sólo lanzar o también acertar en el blanco? –preguntó Ayla.

–Las dos cosas –respondió el hombre.

–Si quieres ver hasta dónde puede llegar una lanza arrojada mediante el lanzavenablos, tengo una idea mejor. –Se volvió a hablar con el niño–. Lanidar, ¿quieres enseñarles hasta dónde puedes arrojar la lanza? –El niño miró alrededor tímidamente, pero ella sabía que no había vacilado al hablar o hacer preguntas cuando estaba con ella, y pensaba que ser el centro de atención no lo amilanaría. Lanidar miró a Ayla y aceptó con un gesto de asentimiento.

–¿Recuerdas cómo has tirado la lanza antes?

El niño volvió a asentir con la cabeza.

Ayla le entregó el lanzavenablos y una lanza, otra especial para pájaros; sólo le quedaban dos venablos ligeros. A Lanidar le costó un poco encajar la lanza en el lanzavenablos con el brazo más corto, pero lo consiguió. Después se dirigió hacia el centro del campo de entrenamiento, echó atrás el brazo izquierdo y lanzó como lo había hecho antes, dejando que la parte posterior del arma se levantara y añadiera su fuerza para empujar más lejos la lanza. No hizo ni la mitad de distancia que las lanzas de Ayla o Jondalar, pero seguía siendo mucho más lejos de lo que nadie esperaba de un niño, y más de un niño con su defecto físico.

Cada vez había más gente mirando y ya nadie parecía interesado en irse. El hombre que había pedido la demostración miró al niño, advirtió los adornos de su túnica y su pequeño collar y pareció extrañado.

–Este niño no es de la Novena Caverna, es de la Decimonovena. Tú acabas de llegar. ¿Cuándo ha aprendido, pues, a utilizar el lanzavenablos?

–Esta mañana –contestó Ayla.

–¿Ha arrojado una lanza a esa distancia habiendo aprendido esta mañana?

Ayla asintió con la cabeza.

–Sí. Aún no ha aprendido a apuntar, pero eso ya llegará con el tiempo y la práctica –contestó, y miró al niño.

Lanidar tenía en los labios una sonrisa tan ufana que Ayla no pudo evitar sonreír también. El niño le devolvió el lanzavenablos y ella eligió una lanza ligera, la colocó y lanzó con todas sus fuerzas. Todos observaron cómo surcaba el aire e iba a clavarse más allá de donde Jondalar había dispuesto los blancos. Como todos seguían la lanza con la mirada, pocos vieron que ella había cogido otra lanza y que la arrojó también. Acertó a uno de los blancos con un chasquido, y varias personas volvieron la cabeza sorprendidas al ver la larga punta clavada en el cuello del ciervo pintado.

El murmullo aumentó, y cuando Ayla buscó a Jondalar con la mirada, vio que su sonrisa era tan ufana como la de Lanidar. La gente se apiñó alrededor deseando ver y probar los lanzavenablos. Pero cuando le pidieron que les dejara utilizar el suyo, Ayla se dirigió a Jondalar con la excusa de que debía encontrar a Lobo. Si bien no le importaba enseñar el funcionamiento de su arma, no le gustaba demasiado prestarla, aunque no sabía exactamente por qué. Nunca había poseído nada que sintiera tan suyo.

Estaba un poco preocupada por el paradero de Lobo. Lo encontró sentado con Folara y Marthona en la ladera. Vio que la miraban y que sostenían en alto el urogallo. Se encaminó hacia ellas. Una mujer se le acercó mientras salía del campo de tiro, y Ayla reparó en que Lanidar la acompañaba pero un poco por detrás.

–Soy Mardena de la Decimonovena Caverna de los zelandonii –se presentó la mujer tendiendo las dos manos para saludarla–. Somos los anfitriones de este año. En nombre de la Madre, te doy la bienvenida a la Reunión de Verano.

Era una mujer menuda y delgada. Ayla notó el parecido con Lanidar.

–Yo soy Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii, antes del Campamento del León de los mamutoi. En nombre de Doni, La Gran Madre Tierra, también conocida como Mut, yo te saludo –contestó.

–Soy la madre de Lanidar –dijo Mardena.

–Lo suponía. Os parecéis.

La mujer notó el extraño acento de Ayla y se puso un poco nerviosa.

–Quería preguntarte de qué conoces a mi hijo. Se lo he preguntado a él, pero cuando se lo propone se queda mudo –explicó la madre, un tanto exasperada.

–Son cosas de niños –comentó Ayla sonriente–. Alguien le dijo que había caballos en nuestro campamento y fue a verlos. Yo estaba allí en ese momento.

–Espero que no te haya molestado –dijo Mardena.

–Ni mucho menos. De hecho, podría ayudarme mucho. No quiero que los caballos se acerquen a la gente por su propia seguridad hasta que todo el mundo se acostumbre a ellos y sepa que no ha de cazarlos. Quiero construirles un cercado, pero aún no he tenido tiempo para ello, y los tengo amarrados con unas cuerdas. Pero las cuerdas se enmarañan con la hierba y los matorrales al arrastrarlas por la tierra, y entonces los caballos apenas pueden moverse. He pedido a Lanidar que pase a verlos cuando yo no pueda ir a cuidarlos, y que me avise si pasa algo. Quiero asegurarme de que están bien.

–Es pequeño, y los caballos son muy grandes, ¿no? –preguntó la madre del niño.

–Sí, lo son, y si hay mucha gente alrededor o se encuentran en una situación desconocida, pueden asustarse. Pueden empujar o dar coces, pero se han portado muy bien con Lanidar. Son muy buenos con los niños y con la gente que conocen. Puedes ir tú también y comprobarlo. Pero si te preocupa que le pase algo a Lanidar, buscaré a otra persona –dijo Ayla.

–¡No digas que no, madre! –suplicó el niño–. Quiero hacerlo. Me los ha dejado tocar y han comido de mi mano, de las dos manos. ¡Y Ayla me ha enseñado a tirar con el lanzavenablos! ¡Todos los niños tiran lanzas y yo nunca lo había hecho!

Mardena sabía que su hijo ansiaba ser como los demás niños, pero creía que debía entender que nunca lo sería. Le había dolido cuando el hombre con quien había estado emparejada la había dejado después del nacimiento de Lanidar. Estaba segura de que se avergonzaba del niño, y pensaba que todos los demás sentían lo mismo. Además de su deformidad, Lanidar era pequeño para su edad, y ella intentaba protegerlo. Todo eso de las lanzas a ella la traía sin cuidado. Sólo había ido a la demostración porque asistía todo el mundo y porque pensaba que Lanidar se distraería, pero lo había buscado y no lo había encontrado. Nadie se había quedado más asombrada que ella cuando la forastera le pidió al niño que hiciera una demostración de tiro con la nueva arma, y quería averiguar cómo se habían conocido ella y su hijo. Ayla comprendía sus dudas.

–Si no estás muy ocupada, ¿por qué no vienes mañana por la mañana al campamento de la Novena Caverna con Lanidar? –sugirió Ayla–. Cuando veas al niño con los caballos, tomas una decisión.

–Madre, puedo hacerlo –rogó Lanidar–. Sé que puedo hacerlo.

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