Los refugios de piedra (9 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Ya he conocido a la Zelandoni. Sé que es vuestra curandera. Por eso has ido a traerla, ¿no? –preguntó Ayla.

–Sí, es la donier –contestó la joven.

–Normalmente, para ayudar a tranquilizarse a una persona alterada, las curanderas preparan una infusión u otra bebida. He supuesto que te ha pedido que hiervas agua con ese fin –aclaró Ayla con cautela.

Folara se relajó visiblemente; era una explicación muy razonable.

–Y te prometo que te enseñaré a encender fuego de esa manera. Cualquiera puede hacerlo… con las piedras adecuadas.

–¿Cualquiera?

–Sí; tú también –contestó Ayla sonriendo.

La joven sonrió a su vez. Había sentido una gran curiosidad por aquella mujer desde el primer momento y deseaba hacerle muchas preguntas, pero no había querido obrar con descortesía. Ahora tenía aún más preguntas, pero la desconocida ya no le parecía tan inaccesible. A decir verdad, la encontraba muy agradable.

–¿Me hablarás también de los caballos?

Ayla respondió con su más amplia sonrisa de satisfacción. Pensó que Folara era una muchacha alta y hermosa, pero estaba segura de que debía de ser muy joven. Le preguntaría a Jondalar cuántos años tenía Folara; aunque Ayla sospechaba que probablemente rondaba la edad de Latie, la hija de Nezzie, compañera del jefe del Campamento del León de los mamutoi.

–¡Cómo no! Incluso te llevaré a conocerlos. –Miró en dirección a la mesa, donde estaban todos reunidos–. Quizá mañana, cuando vuelva la calma. Puedes bajar a mirarlos cuando quieras, pero no te acerques demasiado tú sola hasta que los caballos se acostumbren a ti.

–No lo haré –aseguró Folara.

Recordando la fascinación de Latie por los caballos, Ayla sonrió y preguntó:

–¿Te gustaría montar sobre el lomo de Whinney alguna vez?

–¿Podría? –dijo Folara con la voz entrecortada y los ojos muy abiertos.

En ese momento Ayla casi veía a Latie en la hermana de Jondalar. La muchacha había desarrollado tal pasión por los caballos que ella llegó a preguntarse si algún día trataría de hacerse con un potro.

Ayla reanudó la labor de prender lumbre, mientras Folara cogía el odre del agua, el estómago impermeable de algún animal grande.

–He de ir a buscar más agua –anunció la joven–. Está casi vacío.

El carbón aún resplandecía, apenas un rescoldo. Ayla lo sopló un poco, añadió primero astillas, luego algo de la leña menuda que Folara le había dado y, por último, unos cuantos fragmentos de madera más grandes. Vio las piedras de cocinar y puso varias a calentar en el fuego. Cuando Folara volvió, el odre de agua abultaba bastante y parecía pesar mucho, pero era evidente que la muchacha estaba acostumbrada a acarrearlo. Llenó de agua un cuenco hondo de madera, probablemente el que Marthona empleaba para las infusiones. A continuación entregó a Ayla las pinzas de madera con las puntas un tanto chamuscadas. Cuando Ayla juzgó que las piedras estaban ya bastante calientes, retiró una con las pinzas y la dejó caer en el agua. Ésta crepitó e hizo ascender una nube de vapor. Añadió una segunda piedra, extrajo la primera y la sustituyó por una tercera, proceso que repitió unas cuantas veces.

Folara fue a avisar a la Zelandoni de que el agua estaba casi a punto. Ayla dedujo que le decía también algo más por el modo en que la mujer de mayor edad volvía de repente la cabeza en dirección a ella. Ayla observó a la Zelandoni levantarse con dificultad de los almohadones y se acordó de Creb, el Mog-ur del clan. Creb cojeaba de una pierna y le costaba levantarse de asientos bajos. Su sitio preferido para descansar era la rama inferior de un árbol viejo y torcido que se hallaba a la altura idónea para sentarse y ponerse en pie con facilidad.

La mujer entró en el espacio de cocinar.

–Según parece, el agua ya está caliente –comentó. Ayla señaló con la cabeza el cuenco humeante–. ¿Y he oído bien a Folara? Dice que vas a enseñarle a encender fuego con piedras. ¿Qué truco es ése?

–Sí. Tengo unas piedras del fuego. Jondalar también tiene unas cuantas. No hay más truco que aprender a usarlas, y no es difícil. Te enseñaré con mucho gusto cuando tú quieras. Ésa era nuestra intención, de hecho.

La Zelandoni lanzó una ojeada a Willamar. Ayla advirtió que dudaba por un momento ante la disyuntiva.

–Ahora no –dijo la mujer entre dientes, al tiempo que hacía un gesto de negación con la cabeza. Sacó unas hierbas secas de una bolsa prendida del cinturón que rodeaba su amplia cintura, calculó la cantidad correcta en la palma de su mano y las echó al agua humeante–. Ojalá hubiera traído un poco de milenrama –masculló para sí.

–Yo tengo un poco si quieres –dijo Ayla.

–¿Cómo? –preguntó la Zelandoni. Estaba concentrada en lo que hacía y no había prestado atención.

–Decía que tengo un poco de milenrama, si la necesitas. Has dicho que ojalá hubieras traído...

–¿Eso he dicho? Pensaba en voz alta, pero ¿cómo es que tienes milenrama?

–Soy entendida en medicinas…, curandera. Siempre llevo encima una cuantas medicinas básicas. La milenrama es una de ellas. Alivia el dolor de estómago, relaja y ayuda a que las heridas se cierren de una manera limpia y rápida.

La Zelandoni habría quedado boquiabierta si no hubiera contenido a tiempo su asombro.

–¿Eres curandera? ¿La mujer que Jondalar ha traído a casa es una curandera? –casi se echó a reír. Finalmente, cerró los ojos y movió la cabeza en un gesto de incredulidad–. Creo que tendremos que mantener una larga charla, Ayla.

–Con mucho gusto hablaré contigo cuando desees –respondió–, pero ¿quieres un poco de milenrama?

La Zelandoni pensó por un momento: «No puede ser Una de Quienes Sirven. Si lo fuera, nunca abandonaría a su gente para seguir a un hombre hasta su casa, aun si decidiera emparejarse. Pero es posible que sepa un poco de hierbas. Muchos aprenden algo. Si tiene un poco de milenrama, ¿por qué no usarla? Posee un aroma muy característico, así que distinguiré si es milenrama o no».

–Sí. Si la tienes a mano, me parece que será útil.

Ayla corrió hasta su mochila y extrajo de un bolsillo lateral la bolsa de piel de nutria donde guardaba las medicinas. «Empieza a estar muy gastada, pensó mientras volvía con ella. Pronto tendré que sustituirla.» Cuando llegó al espacio de cocinar, la Zelandoni contempló con interés la extraña bolsa. Parecía confeccionada con todo el animal. Nunca había visto una semejante, pero tenía algo que le daba un aire de autenticidad.

La mujer de menor edad levantó la cabeza de la nutria –que hacía las veces de tapa–, aflojó el cordel que ceñía el cuello, echó un vistazo al interior y extrajo un saquito. Conocía el contenido por el color de la piel, la fibra del cordón de cierre, y el número y disposición de los nudos de los extremos colgantes. Desató el nudo que mantenía cerrado el saquito –un tipo de nudo fácil de deshacer si uno sabía cómo– y se lo entregó a la otra mujer.

La Zelandoni se preguntó cómo sabía Ayla que aquélla era la hierba correcta sin olerla, pero cuando se la acercó a la nariz comprobó que, en efecto, era milenrama. La donier se echó un poco en la palma de la mano, la examinó atentamente para asegurarse de si eran sólo hojas, u hojas y flores, y si la mezcla contenía algo más. Al parecer se trataba de milenrama pura en hojas. Agregó una pizca al cuenco de madera.

–¿Añado otra piedra de cocinar? –preguntó Ayla para saber si quería una infusión o una decocción.

–No –respondió la donier–. No ha de quedar demasiado fuerte. Willamar necesita sólo una infusión suave. Casi ha superado la conmoción. Es un hombre fuerte. Ahora está preocupado por Marthona. Quiero darle un poco a ella también. He de ser cuidadosa con las medicinas que le doy a ella.

Ayla pensó que la mujer debía de administrar a la madre de Jondalar dosis regulares de alguna medicina que tenía bajo rigurosa observación.

–¿Quieres que prepare una infusión para todos? –propuso Ayla.

–No sé. ¿Qué clase de infusión? –preguntó la curandera de mayor edad.

–Algo suave y con buen sabor. Menta o manzanilla. Tengo incluso unas flores de tilo para endulzarla.

–Sí, ¿por qué no? Un poco de manzanilla con flores de tilo estaría bien. Es ligeramente tranquilizante –contestó la Zelandoni al tiempo que se daba media vuelta para marcharse.

Sonriendo, Ayla extrajo otros saquitos de su bolsa de medicinas. «¡Magia curativa, y ella la conoce!, pensó. ¡No he vivido cerca de alguien que conociera las medicinas y la magia curativa desde que me aparté del clan! Será maravilloso tener a una persona con quien hablar de ello.»

Inicialmente Ayla había aprendido el arte de curar –al menos los tratamientos y medicinas a base de hierbas, aunque no las cuestiones del mundo de los espíritus– de Iza, su madre en el clan, a quien se reconocía como digna descendiente de la más destacada línea de mujeres entendidas en medicina. Había conocido otros detalles adicionales por medio de las entendidas en medicina presentes en la Reunión del Clan, a la que había asistido con el Clan de Brun. Más adelante, en la Reunión de Verano de los mamutoi, había pasado mucho tiempo con los mamutoi.

Descubrió que Todos Aquellos Que Sirven a la Madre estaban familiarizados con las medicinas y con los espíritus, pero no dominaban por igual ambos campos. A menudo dependía de los intereses particulares de cada cual. Unos eran especialmente versados en medicación; otros estaban más interesados en las prácticas curativas, y otros en la gente en general y en por qué, con las mismas enfermedades o heridas, unas personas se recuperaban y otras no. A algunos les preocupaban sólo los asuntos del mundo de los espíritus y la mente, mientras que les traían sin cuidado las curaciones.

Ayla deseaba conocerlo todo. Intentaba absorberlo todo –las ideas sobre el mundo de los espíritus, el conocimiento y el uso de las palabras de contar, las historias y leyendas–, pero sentía una especial y permanente fascinación por todo lo relacionado con el arte de curar: las medicinas, las prácticas, los tratamientos y las causas. Había experimentado en sí misma los efectos de distintas plantas y hierbas tal como Iza le había enseñado, utilizando conocimientos adquiridos y grandes dosis de atención, y aprendido todo lo posible de los curanderos que había encontrado a largo de su viaje. Se consideraba una persona con conocimientos, pero sabía que aún tenía muchas cosas que aprender. No era del todo consciente de cuánto sabía ni de las grandes aptitudes que poseía. Pero desde que había abandonado el clan nada echaba tanto de menos como tener a alguien con quien hablar de todos esos temas, una colega.

Folara la ayudó a preparar la infusión y le mostró dónde estaba cada cosa. Entre las dos repartieron los vasos humeantes. Willamar interrogaba a Jondalar sobre los detalles de la muerte de Thonolan, y era evidente que su estado de ánimo había mejorado. El joven empezaba en ese momento a contar una vez más las circunstancias del ataque del león cavernario, cuando todos alzaron la vista al oír unos golpes a la entrada.

–Adelante –dijo Marthona.

Joharran apartó la cortina y se sorprendió un poco al encontrarlos a todos reunidos allí dentro, incluida la Zelandoni.

–Venía a ver a Willamar –empezó a decir mientras se iba acercando al grupo–. Quería saber cómo ha ido el trueque. He visto que Tivonan y tú habéis traído un fardo enorme, pero con tantas emociones y la fiesta de esta noche he pensado que convendría esperar hasta mañana para la reu… –De pronto notó que algo iba mal. Miró uno a uno a todos los presentes y, por último, a la Zelandoni.

–Precisamente ahora Jondalar estaba hablándonos del león cavernario que… atacó a Thonolan –dijo ella. Al ver la expresión horrorizada de Joharran comprendió que aún no conocía la muerte de su hermano pequeño. Tampoco para él iba a ser fácil. Thonolan era un joven muy querido por todos–. Siéntate, Joharran. Creo que debemos escucharlo juntos. El dolor se soporta mejor cuando se comparte, y dudo que Jondalar desee repetir la historia muchas veces.

Ayla cruzó una mirada con la Zelandoni, y con un gesto de la cabeza señaló primero la bebida que la mujer había preparado y luego la que había preparado ella misma. La Zelandoni indicó la segunda con un gesto y observó a Ayla servir en silencio un vaso y entregárselo discretamente a Joharran. Él lo aceptó sin darse cuenta siquiera mientras escuchaba el relato de Jondalar sobre los acontecimientos que condujeron a la muerte a Thonolan.

La Zelandoni estaba cada vez más intrigada por la joven. Tenía algo, quizá algo más que unos conocimientos superficiales sobre las hierbas.

–¿Qué ocurrió después de que lo atacara el león, Jondalar? –preguntó Joharran.

–Después me atacó a mí.

–¿Cómo conseguiste escapar?

–Eso ha de contarlo Ayla –respondió Jondalar.

Súbitamente todas las miradas se posaron en ella.

La primera vez que Jondalar hizo eso –contar una historia hasta cierto punto y, sin previo aviso, pedirle a Ayla que continuara– ella quedó sumida en el mayor desconcierto. Ahora estaba ya más acostumbrada, pero aquellas personas eran parientes de él, su familia. Ayla tendría que hablar de la muerte de uno de los suyos, un hombre que ella no había llegado a conocer y obviamente había sido muy querido para ellos. Sintió el nerviosismo en la boca del estómago.

–Yo montaba sobre el lomo de Whinney –empezó a contar–. Ella llevaba a Corredor en el vientre, pero necesitaba hacer ejercicio, así que cabalgaba un rato con ella todos los días. Normalmente íbamos hacia el este, porque el terreno era más transitable, pero estaba aburrida de recorrer siempre el mismo camino, y decidí, para variar, ir hacia el oeste. Fuimos hasta el final del valle, donde la pared del precipicio comenzaba a ser menos abrupta. Cruzamos el riachuelo, y casi cambié de idea respecto a seguir en esa dirección, porque Whinney tenía que tirar de la angarilla y la pendiente era muy escarpada. Pero es un animal de pie firme, y vi que subía sin demasiada dificultad.

–¿Qué es una angarilla? –preguntó Folara.

–Son dos palos unidos por una estera resistente, con un extremo sujeto al lomo de Whinney y el otro arrastrando por el suelo. Así es como me ayudaba a acarrear carga hasta mi cueva, como, por ejemplo, los animales que cazaba –respondió Ayla intentando explicar en qué consistía la parihuela que ella misma había ideado.

–¿Por qué no buscabas gente que te ayudara? –quiso saber Folara.

–No había nadie para ayudarme. Vivía sola en el valle.

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