«Cuando Simon Kress regresa a su planeta natal Baldur desde un viaje interplanetario de negocios, observa entretenido como su tanque de pirañas terrestres está vacío, pues se han devorado entre ellas, y de los dos animales exóticos que tenia en su propiedad, sólo queda uno. Entonces, en su búsqueda de nuevas mascotas para satisfacer su cruel sentido del entretenimiento, Simon encuentra una nueva tienda en la ciudad en la que le ofrecen una nueva forma de vida de la que jamás ha escuchado hablar… una colección de reyes de la arena de varios colores. La responsable le explica que aquellos animales, no más grandes que las uñas de Simon, no son insectos, si no animales con un alto grado de inteligencia, capaces de entablar guerras entre los de diferentes colores, e incluso de profesar religiones, en la forma de adoración de su propietario. La vendedora aconseja a Simon mantenerles alimentados regularmente, pero, desgraciadamente, el consejo no es tomado en cuenta…»
George R. R. Martin
Los reyes de la arena
ePUB v1.3
Halfinito22.03.12
Título del original inglés:
Sandkings
Tema: Ciencia ficción, Relato
Simon Kress vivía solo en una gran mansión situada entre montañas áridas y rocosas a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. Y así, cuando tuvo que ausentarse inesperadamente por asuntos de negocios, no dispuso de vecinos de los que pudiera aprovecharse para dejarles al cuidado de sus animalitos. El halcón no era problema. Descansaba en el campanario inutilizado y, de todas formas, solía alimentarse por sus propios medios. En cuanto al
shambler
, Kress se limitó a echarlo fuera de la casa y dejar que se las arreglara como pudiera.
El pequeño monstruo se alimentaría de babosas, pájaros y ratas. Pero la pecera, surtida de pirañas genuinas de la Tierra, planteó una dificultad.
Finalmente arrojó una pierna de carnero al inmenso tanque. Las pirañas siempre podrían devorarse unas a otras si le retenían más tiempo del que esperaba. Ya lo habían hecho otras veces. Un detalle que le divertía.
Por desgracia, le retuvieron mucho más tiempo del que esperaba.
Cuando regresó al fin, todos los peces habían muerto. Igual que el halcón. El
shambler
había trepado al campanario y se lo había comido.
Kress se enfadó.
El día siguiente voló con su helicóptero hasta Asgard, un trayecto de unos doscientos kilómetros. Asgard era la ciudad más importante de Baldur y ostentaba también el puerto estelar de mayor antigüedad y extensión. A Kress le gustaba impresionar a sus amigos con animales que fueran raros, divertidos y caros. Asgard era el lugar apropiado para comprarlos.
En esta ocasión, sin embargo, tuvo escasa fortuna. Xenomascotas había cerrado sus puertas, t'Etherane trató de timarle con otro halcón y Aguas Extrañas no le ofreció nada más exótico que pirañas, tiburones luciérnagas y calamares araña. Kress ya había tenido de todo eso.
Quería algo nuevo, algo que destacara.
Casi al anochecer se encontró recorriendo Rainbow Boulevard, buscando lugares que no hubiese frecuentado antes. Cerca del puerto estelar, la calle estaba llena de comercios de importadores. Los grandes bazares poseían escaparates impresionantemente largos en los que descansaban extraños y costosos artefactos sobre cojines de fieltro ante las oscuras cortinas que hacían un misterio del interior de los comercios.
Entre éstos se hallaban los puestos de chatarra: lugares estrechos y desagradables que ofrecían a la vista una confusión de curiosidades inidentificables. Kress probó en ambos tipos de lugares, con idéntico descontento.
Entonces llegó a un lugar que era distinto.
Se encontraba muy cerca del puerto. Kress no había estado allí con anterioridad. El local ocupaba un pequeño edificio de un solo piso situado entre un bar de euforia y un templo-burdel de la Hermandad Femenina Secreta. En esta zona, Rainbow Boulevard parecía vulgar. El mismo comercio era anormal. Llamativo.
La vidriera estaba llena de neblina, ahora rojo pálida, ahora gris, como la niebla auténtica, ahora chispeante y dorada. La neblina formaba remolinos y resplandecía débilmente. Kress vislumbró algunos objetos en la vidriera (máquinas, obras de arte, otras cosas que no reconoció) pero no pudo mirar en detalle uno solo de ellos. La neblina fluía sensualmente, rodeaba los objetos, mostraba un trozo de uno, luego de otro, finalmente los ocultaba todos. Un hecho intrigante.
Mientras observaba, la neblina empezó a formar letras. Una palabra detrás de otra. Kress se quedó inmóvil y leyó:
«
WO y SHADE. IMPORTADORES.
ARTEFACTOS. ARTE. FORMAS DE VIDA y VARIOS
».
Las letras dejaron de formarse. Kress vio que algo se movía entre la niebla. Eso le bastó. Eso, y las «FORMAS DE VIDA» del anuncio. Se echó la capa hacia atrás y entró en la tienda.
En el interior, Kress se sintió desorientado. La sala parecía inmensa, mucho mayor de lo que él habría supuesto en base a la fachada relativamente modesta. El interior estaba tenuemente iluminado y reflejaba sosiego. El techo era un paisaje estelar, rematado por nebulosas en espiral, muy oscuro y realista, muy agradable. Todos los mostradores brillaban suavemente, para exhibir mejor las mercaderías que contenían. Los espacios entre ellos se encontraban alfombrados por una niebla baja que de vez en cuando llegaba casi a las rodillas de Kress y se arremolinaba en torno a sus pies mientras avanzaba.
—¿En qué puedo servirle?
La mujer pareció surgir de la niebla. Alta, delgada y pálida, vestía un práctico traje gris y una extraña gorrita que se apoyaba bastante detrás de la cabeza.
—¿Es usted Wo o Shade? —preguntó Kress—. ¿O sólo una dependiente?
—Jala Wo, a su servicio —replicó ella—. Shade no atiende a los clientes. No tenemos dependiente.
—Su establecimiento es francamente grande —dijo Kress—. Me extraña no haber oído hablar de él antes de ahora.
—Acabamos de inaugurar este local en Baldur —dijo la mujer—. Pero disponemos de autorización de venta en otros planetas. ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Arte, quizá? Su aspecto es el de un coleccionista. Tenemos algunas excelentes tallas de cristal Nor T'alush.
—No —dijo Kress—. Ya tengo todas las tallas de cristal que deseo. Vengo a buscar un animal.
—¿Una forma de vida?
—Sí.
—¿Extraña?
—Por supuesto.
—Tenemos un imitador en existencia. Procede del Mundo de Celia. Un simio pequeño e inteligente. No sólo aprenderá a hablar, sino que imitará la voz de usted, sus inflexiones, gestos e incluso expresiones faciales.
—Encantador —dijo Kress—. Y vulgar. No me servirá de nada, Wo. Quiero algo exótico. Anormal. Y no encantador. Detesto los animales encantadores. De momento ya tengo un
shambler
importado de Cotho, en ningún sentido costoso. De vez en cuando lo alimento con algunos gatitos inútiles. Eso es lo que entiendo por encantador. ¿Me explico?
Wo sonrió enigmáticamente.
—¿Ha tenido alguna vez un animal que le adorara? —preguntó.
—Oh, alguna que otra vez. —Kress hizo una mueca—. Pero no me hace falta adoración, Wo. Sólo diversión.
—No me entiende —dijo Wo, todavía mostrando su extraña sonrisa—. Hablo de adorar literalmente.
—¿A qué se refiere?
—Creo que tengo lo que necesita. Sígame.
Wo le hizo pasar entre los radiantes mostradores y le condujo a lo largo de un largo pasillo cubierto de niebla bajo una falsa luz estelar. Cruzaron una pared de niebla para entrar en otra sección del local y se detuvieron frente a un gran tanque de plástico. Un acuario, pensó Kress.
Wo le hizo una seña. Kress se acercó más y vio que estaba equivocado.
Se trataba de un terrario. En su interior yacía un desierto en miniatura, un cuadrado de dos metros de lado. Arena descolorida teñida de escarlata por una empañada luz roja. Rocas: basalto, cuarzo y granito.
En todas las esquinas del tanque se levantaba un castillo.
Kress parpadeó, atisbó y se corrigió: en realidad sólo había tres castillos en pie. El cuarto había caído, era una ruina desmoronada. Los otros tres eran toscos, pero seguían intactos; estaban tallados en piedra y arena.
Diminutas criaturas trepaban y gateaban por sus almenas y redondeados pórticos. Kress apretó su rostro contra el plástico.
—¿Insectos? —preguntó.
—No —replicó Wo—. Una forma de vida mucho más compleja. Y también más inteligente. Mucho más sagaz que su
shambler
, muchísimo más. Los llaman los reyes de la arena.
—Insectos —dijo Kress, y se apartó del tanque—. No me importa cuán complejos sean. —Arrugó la frente—. Y, por favor, no trate de embaucarme con esta propaganda de inteligencia. Estos seres son demasiado pequeños para tener otra cosa que no sean cerebros muy rudimentarios.
—Comparten mentes-colmena —explicó Wo—. Mentes-castillo, en este caso. Solo hay tres organismos en el tanque, en realidad. El cuarto murió. Su castillo se cayó, ya lo ve.
Kress volvió a observar el tanque.
—¿Mentes-colmena, eh? Interesante. —Arrugó la frente de nuevo—. De todas maneras, sólo es un hormiguero de tamaño anormal. Había esperado algo mejor.
—Guerrean entre ellos.
—¿Guerras? Hmmm. —Kress volvió a mirar.
—Fíjese en los colores, por favor —indicó Wo.
La mujer señaló las criaturas que bullían en torno al castillo más cercano. Una de ellas estaba rascando la pared del tanque. Kress la examinó. A sus ojos, seguía teniendo el aspecto de un insecto. Apenas tan larga como una uña, con seis patas y seis ojos diminutos dispuestos en torno a su cuerpo. Un desagradable juego de mandíbulas se abría y cerraba visiblemente, mientras dos largas y delicadas antenas trazaban figuras en el aire. Antenas, mandíbulas, ojos y patas estaban ennegrecidos, pero el color dominante era el naranja encendido de su blindaje.
—Es un insecto —repitió Kress.
—No es un insecto —insistió Wo sin alterarse—. El dermatoesqueleto acorazado muda cuando el rey de la arena aumenta de tamaño. En un tanque de este tamaño no lo hará. —Wo tomó a Kress del brazo y lo llevó hasta el siguiente castillo—. Fíjese en los colores ahora.
Así lo hizo. Eran distintos. Los reyes de la arena tenían aquí un caparazón rojo brillante. Antenas, mandíbulas, ojos y patas eran amarillos. Kress miró al otro lado del tanque. Los habitantes del tercer castillo eran blancuzcos, con bordes rojos.
—Hmmm —dijo Kress.
—Guerrean entre ellos, tal como dije —explicó Wo—. Incluso conciertan treguas y alianzas. El cuarto castillo de este tanque fue destruido como resultado de una alianza. Los negros estaban haciéndose demasiado numerosos, así que los otros unieron sus fuerzas para acabar con ellos.
Kress siguió sin estar muy convencido.
—Divertido, es indudable. Pero también los insectos luchan entre ellos.
—Los insectos no adoran.
—¿Eh?
Wo sonrió y señaló el castillo. Kress lo miró fijamente. Un rostro había sido esculpido en el muro de la torre más elevada. Lo reconoció. Era el de Jala Wo.
—¿Cómo puede ser que…?
—Proyecté un holograma de mi rostro en el tanque y lo dejé durante algunos días. El rostro de dios, ¿comprende? Yo les doy de comer, siempre estoy cerca. Los reyes de la arena poseen un rudimentario sentido psiónico. Telepatía de proximidad. Me perciben y me adoran, usan mi cara para decorar sus edificios. Fíjese, está en todos los castillos.