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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (29 page)

—¿Tres nombres?

—Sí.

—Un nombre curioso. Me acordaría de él. ¿Dinio?

El joven consultó de nuevo las páginas. Esta vez, cuando susurró, tenía más que decir.

—Tampoco los otros nombres están inscritos —explicó entonces Ouam—. En los últimos tres años sólo ha habido una única ejecución por sacrilegio.

—¿Y cuál era el nombre?

—Era una mujer.

Wasra reflexionó.

—¿Os llegan noticias cuando en alguna ciudad alguien es ejecutado por herejía?

—A veces. No siempre.

—¿Y vuestras mazmorras? ¿Tenéis prisioneros?

Ouam asintió.

—Sí, uno.

—¿Un hombre?

—Sí.

—Quiero verlo —exigió Wasra. Le hubiera gustado añadir que estaba dispuesto a prender fuego a la casa del gremio para conseguir lo que quería.

Pero no era necesario amenazar. Ouam asintió bien dispuesto y dijo:

—Dinio os conducirá.

Las mazmorras estaban en la parte más alejada de la casa del gremio. Dinio les condujo a través de míseras y estrechas escaleras hacia abajo, con el libro en el que estaban las listas de ejecuciones y apresamientos apretado contra sí como si fuera un tesoro. En las paredes se desmoronaba un yeso lleno de manchas marrones y cuanto más profundamente bajaban, más penetrante era el hedor a orina y podredumbre y enfermedad. En algún momento el joven tomó una antorcha y la encendió y Stribat conectó la lámpara que llevaba sobre el pecho.

Finalmente alcanzaron la primera gran reja, guardada por un carcelero grueso y pálido. Les miró fijamente con torva mirada, y si la llegada de los numerosos visitantes le llegó a asombrar, al menos no lo dejó translucir.

Dinio le ordenó abrir la entrada a las mazmorras y Wasra dejó dos soldados de la escolta para guardar la reja que se quedaba abierta.

Había que andar a lo largo de un sombrío corredor, iluminado solamente por las antorchas que ardían en la sala previa. A izquierda y derecha se encontraban las puertas abiertas de celdas desocupadas. Stribat dio un barrido con su lámpara. En cada celda colgaba un retrato grande y a todo color del Emperador. Los prisioneros eran encadenados a la pared contraria, fuera del alcance de la imagen, y se les negaba la piedad de una completa oscuridad: a través de pozos de ventilación enrejados llegaba desde arriba la luz necesaria como para que tuvieran que pasar su tiempo contemplando el retrato del Emperador.

Dinio y el gordo carcelero, que olía todavía de modo más desagradable que la paja podrida que cubría el suelo, se habían quedado delante de la única celda ocupada. Stribat iluminó a través de la mirilla en la puerta.

Vieron una forma oscura con el cabello largo que yacía encogida sobre el suelo, los brazos encadenados a la pared.

—Abre —ordenó Wasra con rabia—. Y desencadenadlo.

El hombre se despertó al girar la llave en el cerrojo. Cuando la puerta se abrió, ya se había incorporado y estaba sentado mirando serenamente hacia ellos. Su cabello brillaba como plata y la lámpara de Stribat descubrió que el prisionero era demasiado viejo para poder ser Nillian.

—Desencadenadlo —repitió Wasra. El carcelero vaciló. Sólo cuando Dinio asintió, adelantó la llave y abrió las esposas del anciano.

—¿Quién es usted? —preguntó Wasra.

El hombre le miró. Pese a todo su abandono irradiaba dignidad y un silencio lleno de paz. Tuvo que intentarlo algunas veces antes de que pudiera expulsar una palabra. Al parecer no había hablado desde hacía años.

—Mi nombre es Opur —dijo—. Hace tiempo era maestro de flauta.

Al decir esto se miró triste las manos, que tenían un aspecto grotescamente deformado. En el pasado alguien debía de haberle roto cada uno de sus dedos y todas las falanges se le habían unido de nuevo de cualquier manera, sin guías y sin tratamiento.

—¿Qué ha hecho? —quiso saber Wasra.

El carcelero, a quien estaba mirando al decir esto, sólo le miró estúpidamente y en su lugar respondió el joven con un frío menosprecio.

—Concedió cobijo en su casa a un desertor.

—¿Un desertor?

—Un navegante imperial. Un estibador del
Kara
, la última nave que aterrizó aquí.

Debía de haber sido la primera nave que ellos habían seguido hacía tres años. Sólo para perderla y descubrir el siguiente mundo en el que los seres humanos tejían alfombras de cabellos y creían ser los únicos.

—¿Qué pasó con el desertor?

La expresión del rostro de Dinio seguía siendo de rechazo.

—Todavía continúa huido.

Wasra contempló pensativo al joven durante un momento y reflexionó sobre la posición que debía ocupar. Luego decidió que en realidad no le interesaba y se volvió hacia el prisionero. Junto con Stribat, le ayudó a ponerse de pie y le explicó entonces:

—Es libre.

—¡No, no lo es! —protestó Dinio rabioso.

—¡Es libre! —repitió Wasra en voz alta y arrojó al joven una mirada tan amenazadora que éste retrocedió—. Una palabra más en contra y te pondré sobre mis rodillas y te moleré a palos.

Confió a Opur a la custodia de dos soldados de su escolta a los que encargó llevarle consigo a la nave y ponerle bajo tratamiento médico y luego conducirle a un lugar de su elección. En caso de que no se sintiera seguro en aquel planeta, Wasra estaba decidido a llevárselo hasta el siguiente mundo de los tejedores de alfombras al que se acercaran.

Dinio siguió la partida de los soldados y del maestro de flauta con coléricos resoplidos, pero no se atrevió a decir más. En vez de ello pasaba su libro una y otra vez de un brazo al otro, como si no supiera qué hacer con él, hasta que lo apretó por fin delante de su pecho como un escudo. En ese momento algo pequeño y blanco se deslizó de entre las páginas y voló suavemente hasta el suelo.

Wasra se dio cuenta y lo levantó. Era una fotografía que mostraba al Emperador.

Al Emperador muerto.

El comandante contempló perplejo la imagen. Conocía esa imagen. Él tenía exactamente la misma imagen en el bolsillo. Todo miembro de la flota rebelde llevaba una fotografía del Emperador muerto consigo, para el caso de que se viera en la necesidad de demostrar a alguien que el Emperador había sido derrocado y que en verdad estaba muerto.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó al joven.

Dinio adoptó una expresión de disgusto en su rostro obstinado, apretó aún con más fuerza su libro y no dijo nada.

—Esto tiene que haber pertenecido a Nillian —dijo Wasra a Stribat y puso la blanca parte posterior de la fotografía en el cono de luz de su lámpara de pecho.

—Cierto. ¿Ves esto?

La escritura en la parte posterior estaba gastada y borrosa y tan pálida que apenas existía, pero en algún lugar podía imaginarse que se reconocía la sílaba «Nill». Wasra miró a Dinio con una mirada que prometía hacer caer árboles y romper cráneos de niños.

—¿De dónde procede esta imagen?

Dinio tragó saliva con disgusto y susurró por fin:

—No lo sé. Pertenece a Ouam.

—No creo que Ouam la haya podido traer de algún paseo.

—¡No sé de dónde la ha sacado!

Wasra y Stribat intercambiaron una mirada y fue casi como antes, cuando cada uno sabía lo que pensaba el otro.

—Me interesa saber —dijo entonces el comandante— qué es lo que tiene que contarnos Ouam.

Durante el camino de regreso escucharon un lúgubre quejido resonando a través de los sombríos corredores de la casa del gremio e involuntariamente aceleraron el paso. Cuando subieron la escalera hacia los aposentos del anciano del gremio —esta vez con apresuramiento en vez de deferencia—, no les esperaba humo ni ninguna penumbra rojiza, sino una claridad radiante y un aire claro.

La habitación se había transformado. Un hombre iba lentamente de ventana en ventana y abría los postigos y cada vez penetraban nuevas cascadas de clara luz. A través de las ventanas abiertas las alfombras de cabellos tenían el aspecto de un mar agitado por el oleaje que se estrellaba contra el antepecho de la ventana.

El fuego en el trípode metálico estaba apagado y Ouam yacía muerto en su litera, los ojos ciegos cerrados, las secas manos recogidas sobre el pecho. La litera era más pequeña de lo que Wasra recordaba y pese a ello el cuerpo antiquísimo y huesudo del Anciano del gremio daba la sensación de ser apenas mayor que el de un niño.

Detrás de ambos astronautas venían arrastrándose por la escalera otras gentes del gremio. Rodearon a los forasteros sin muestra de interés alguno, se arrodillaron junto a la litera de Ouam y entonaron un lamento contenido. Un eco de aquel lamento penetró desde fuera a través de las ventanas y se extendió por toda la casa del gremio, por toda la ciudad. También el hombre que había abierto los postigos y con ello había expulsado lo que debía haber sido el humo y el olor de muchos años, se unió a los que se lamentaban y ofreció a los rebeldes el memorable espectáculo de una persona que de un segundo al otro pasaba de un ajetreo laborioso a una pena inconsolable.

Pasos salvajes y veloces en la escalera le hicieron a Wasra echarse a un lado, asustado. Era Dinio, que subía corriendo y sin aliento los escalones, fuera de sí a causa de la desesperación. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, se acercó a toda velocidad a la litera del muerto anciano del gremio, se arrojó al suelo junto a ella y rompió a llorar amargamente. Eran los únicos lamentos en la habitación que sonaban sinceros.

Wasra miró una vez más la fotografía que tenía en su mano, luego se la guardó en el bolsillo. Intercambió una mirada con Stribat y de nuevo se entendieron sin palabras.

Cuando estuvieron de pie delante de la casa del gremio, el sol se estaba poniendo, rojo como metal fundido. Los dos tanques en la plaza brillaban a su luz como piedras preciosas. El soniquete ritual de los mayores del gremio gritando y lamentándose hizo que el escenario pareciese una imagen sacada de un sueño.

—Ésa es la foto de Nillian, ¿no es cierto? —dijo Stribat.

—Sí…

—Eso quiere decir que estuvo aquí.

Wasra observó a los mercaderes que estaban cerrando sus tenderetes para la noche y de vez en cuando lanzaban pensativas miradas hacia la casa del gremio.

—No sé si quiere decir eso.

—Quizás consiguió escapar, conoció a una mujer simpática y vive desde entonces feliz en este planeta —reflexionó Stribat en voz alta.

—Sí, quizás.

—Tres años… Entretanto puede tener ya tres hijos. Quién sabe, quizás ha empezado él mismo a tejer una alfombra de cabellos.

Está muerto, pensó Wasra, no te hagas ilusiones. Ellos lo han matado y enterrado porque dijo algo contra el Emperador. El Emperador inmortal. Maldita sea, sólo tardamos un día en derrocarlo, pero en los veinte años que han pasado desde entonces luchamos cada día como si fuera el primero para poder vencerlo.

—¡El bote de aterrizaje! —gritó Stribat y lo aferró nervioso por la manga—. ¡Wasra! ¿Qué sucedió con el bote de aterrizaje?

—¿Qué bote de aterrizaje?

—Ese Nillian tuvo que haber bajado con un bote de aterrizaje. ¡Y éste podemos encontrarlo!

—Hace mucho que lo encontraron, ya entonces —le explicó Wasra—. Y enviaron exploradores disfrazados para informarse. Nillian fue capturado por herejía y un mercader de alfombras lo había llevado a la ciudad portuaria. Por ello se investigó en la ciudad portuaria, pero Nillian no llegó jamás aquí. —Wasra había examinado los informes de entonces. No habían sido hechos especialmente a conciencia, se había precisado incluso de enormes esfuerzos para encontrar de nuevo la ciudad en cuyas proximidades había aterrizado Nillian… y tampoco eran demasiado eficaces. Se habían tratado las alfombras de cabellos como una simpática curiosidad y por lo demás todo el mundo se había preparado ya en espíritu para el viaje de regreso. El estado de ánimo por entonces había sido:
Él tenía la orden de no aterrizar y pese a ello ha aterrizado, y esto es lo que se ha ganado
.

—¿No hubiese sido más sensato que hubiera venido con nosotros el compañero de Nillian?

—Seguro —afirmó Wasra. Sintió una ola de cansancio que se extendía por su cuerpo y supo que era más que un mero fenómeno corporal. No terminaba nunca. Nada terminaba nunca—. Sólo que está muerto. Estaba entre los voluntarios que emprendieron el primer asalto a la estación del portal y uno de aquellos robots de lucha volantes le acertó.

Stribat expulsó un sonido inarticulado que debía de expresar algo así como sorpresa.

—¿Por qué un piloto de
Kalyt
llega a la idea de apuntarse voluntario para una misión de lucha? —Como Wasra no repuso nada, gruñó un poco más como era a veces su costumbre cuando reflexionaba—. ¿Y cómo llega a la idea el general de aceptarlo?

Wasra no escuchaba sus murmullos. Perdido en sus pensamientos, miraba fijamente al gigantesco fuselaje de la
Salkantar
, que se elevaba poderosa hacia el cielo en la lejanía, oscura contra el sol poniente y brillando plateada a todo lo largo de su silueta. Como todas las naves espaciales, pertenecía al espacio. Sobre la superficie del planeta parecía un cuerpo extraño.

Y sin embargo, pensó el comandante de mal humor, la
Salkantar
tendría que quedarse aquí durante largo tiempo. El general Karswant no partiría hacia el mundo central antes de que él, el comandante Wasra, hubiera indagado algo sobre la suerte de Nillian. Y en tanto el general no ofreciera su informe al Consejo de los Rebeldes no podría éste decidir lo que había que hacer. Y en tanto no se hubiera tomado ninguna decisión continuaría el torrente de alfombras de cabellos, tendrían que ver por todos lados aquellas obscenas pilas, aquellas montañas, aquellos montones.

—¿Quiere decir esto que tenemos que rebuscar por todo el planeta? —preguntó Stribat imaginando con acierto.

—¿Tienes una idea mejor?

—No, pero, ¿merece la pena el esfuerzo? Quiero decir, suponiendo que Nillian todavía viviera, entonces seguramente se habría abierto camino hasta aquí, hasta la ciudad portuaria. Aquí está el espaciopuerto. Si hubiera alguna oportunidad de ser encontrado, sólo la tendría aquí. Pero si está muerto, tampoco es en realidad la única víctima que esta expedición tiene que lamentar.

—Él descubrió el fenómeno de las alfombras de cabellos.

—Sí, ¿y? —Stribat lanzó al comandante una mirada de reojo, sopesando, como si quisiera asegurarse de que lo que tenía que decir se le podía confiar verdaderamente—. No quiero quitarte tu orgullo, Wasra, pero, ¿no podría ser quizás que los motivos del general Karswant no fueran tan nobles como te gustaría creer?

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