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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Luto de miel (12 page)

—Deme la fecha exacta de su primera aparición.

—Mmhh… Debo de tener aún los tiques de pago… Un minuto…

Efectuó algunas operaciones informáticas tras el mostrador.

—Aquí tiene los tiques. Unos quinientos gramos de miel y trescientos gramos de propóleos, todos los días hacia las once desde el… dos de julio.

Rodeé la fecha de rojo en mi libreta.

—¿Supongo que le pagó en efectivo?

—Sí.

—¿Ninguna dirección, nombre, muestras de su caligrafía?

—En absoluto.

—El propóleos… ¿Qué es?

Señaló cremas, cápsulas, alineadas sobre los estantes.

—Un compuesto resinoso que las abejas recogen sobre las yemas y las cortezas de determinados árboles, al que aportan sus propias secreciones. Lo utilizan para reforzar la colmena, reparar fisuras, esterilizar los alveolos antes de que la reina aove. En los humanos, su absorción sirve para reforzar el sistema inmunitario. Mezclado con una preparación a base de plantas, también sirve para aliviar el reumatismo. Puro, aplicado en pomada sobre la piel, ayuda a cicatrizar más rápidamente las pequeñas heridas.

—Como las picadas de mosquitos, ¿por ejemplo?

—Exacto. Donde una picada tarda cinco días en desaparecer, sólo se necesitan dos con el propóleos. Me acerqué a los puestos y apunté los diferentes porcentajes y las propiedades farmacéuticas.

—Trescientos gramos al día, incluso para aplicarlo sobre todo el cuerpo, sigue siendo mucho, ¿verdad?

—¡Una barbaridad! Porque, por lo general, bastan unos pocos gramos. Pero el propóleos se conserva. Quizás está acumulando reservas para el invierno… O puede que tenga una tienda… Qué sé yo.

—¿Y en caso contrario? ¿Si lo consumiese a diario? ¿Si tuviese que «gastar» esos trescientos gramos?

Continuó con sus quehaceres, manteniéndose de cara a mí. Tarros en las cajas de cartón.

—No se me ocurre. Antiguamente, se usaba para otros propósitos, pero son tiempos pasados. No vale la pena que…

—Me interesa…

Se levantó y se llevó las manos a las caderas, como si tuviese una punzada en el costado. Una mueca le tensó los elevados pómulos.

—Perdóneme… Un asqueroso dolor lumbar…

—No se disculpe… Tómese el tiempo necesario.

Se postró sobre una silla de mimbre.

—El…, el propóleos es famoso por sus propiedades antisépticas y anestésicas, muy potentes, mayores que la novocaína. En la época de los faraones, se empleaba para evitar la putrefacción y embalsamar a las momias. Más adelante, especialmente durante las guerras invernales, se calentaba para hacerlo fluir al interior de las heridas. Al enfriarse, actuaba como pantalla aséptica que, además de evitar la infección, detenía la hemorragia. Una solución difícil de aplicar en verano, porque al menor rayo de sol, el propóleos se funde y la sangre se escapa del cuerpo.

El corazón me latía con fuerza en el pecho. El propóleo… El hombre sol, el hombre insecto, es decir, el asesino; seguro que no lo había adquirido para protegerse el organismo de las bacterias, ni el de sus víctimas tampoco. Entonces, ¿con qué propósito? ¿Acelerar el proceso de desaparición de las picadas de mosquito? Seguramente, pero sólo en parte. Trescientos gramos diarios es una cantidad demasiado grande.

«Embalsamar…». «Detener las hemorragias…». Viviane Tisserand no presentaba ninguna herida, su marido sólo una, en el pectoral, limpia y suturada con hilo de seda.

Todo el propóleos no les estaba destinado. Su hija… ¿Con qué propósito?

Mientras tomaba un montón de notas, proseguí con las preguntas:

—Descríbame su coche, con la mayor precisión posible. Color, modelo, características. Y le pago una caja de champán si me da el número de matrícula.

Señaló unas frondosidades imponentes, más allá de las cristaleras.

—Se lo va a ahorrar, el champán. Ningún vehículo.

»Llegaba a pie, pasando por un pequeño sendero que transcurre por el bosque y desemboca en una carretera nacional. Hay un aparcamiento, a unos quinientos metros del otro lado. Seguramente aparcaba ahí.

Me chirriaron los dientes. Ese desgraciado había sabido tomar precauciones. ¿Acaso se esperaba nuestra visita, tarde o temprano? La apicultora, de repente, midió el alcance de sus palabras: un criminal, quizá, entre sus colmenas. Se puso pálida, se quedó un instante sin reacción, los dedos temblorosos. Carraspeé y sus ojos volvieron a fijarse en mí.

—Cuénteme todo lo que se le pase por la cabeza, lo que recuerde. Su comportamiento, su manera de hablar, de moverse. ¿Era parlanchín o más bien discreto? ¿Parecía tranquilo o nervioso?

Sacudió la cabeza, confundida.

—Lo…, lo siento, pero estamos en pleno período turístico. He tenido muchísimo trabajo con la tienda, las grandes mieladas… Tendrá que preguntar todo eso a mi marido. Durante la recolección, bien tuvieron que hablar de algún tema, y otros…

Le dejé una tarjeta de visita sobre el mostrador.

—Muy bien, pero en cualquier caso, que le quede claro que la policía va a ponerse en contacto con usted muy pronto.

Respiró profundamente.

—Sólo me faltaba eso…

Me hizo cruzar la trastienda, descorrió el cerrojo de una puerta que daba a un arco iris de flores, varias hectáreas cercadas por paredes de verja.

—Va a ponerse este traje y un sombrero trenzado —dijo aludiendo a un conjunto de color blanco crema doblado sobre una mesa—. Siga ese sendero, encontrará las colmenas a doscientos metros, y sin duda alguna a mi esposo. Las pecoreadoras están en pleno trabajo, no las estorbe con grandes gestos o se pondrán agresivas.

Llenó un jarrón de tierra con agua del grifo.

—Beba un buen trago antes de salir. Una vez comprimido en las protecciones, se morirá de calor. Y, una vez ahí, le desaconsejo vivamente que se las quite…

Tras haberme puesto el traje de hombre del espacio, empezó a hablar, con un puño sobre los labios:

—Sus espaldas… ¡Tenía exactamente las mismas espaldas que usted! Así vestido, nada le diferencia del hombre que busca…

Me adentré en torrecillas de arbustos, lazos de helechos y flores de tallo alto. En todos los frentes las abejas estaban en plena faena, con el tórax repleto de polen.

Al final de esas vegetaciones exacerbadas, el espacio se resquebró y desveló una alineación de colmenas negras de vida. Una ciudad voladora palpitaba bajo el sol, poblada de minitorpedos pardos y amarillos que salían de edificios con ventanas de alvéolos. Un cosmonauta, inclinado sobre una de las colmenas, propulsaba un denso humo en el corazón de la ciudad presa del pánico. Se quedó paralizado al verme, miró el reloj antes de hacerme suaves señas con la mano.

—¡Llega pronto! ¡Ayer le estuve esperando! Tengo una bonita colmena para usted. ¡Con miel reciente!

Unas gotas saladas me hinchaban las cejas, la boca ya se me secaba. Me acerqué ligeramente, sin soltar palabra. El rostro de verja me encajó la mano y designó una cabañuela.

—Escuche —susurró—, voy a devolverle sus cositas. Es muy amable por su parte, pero… no las necesito, es demasiado arriesgado y… deshonesto.

Baile de máscaras. Me tomaba por el otro. Entré en el juego, me encogí de hombros y separé las manos enguantadas, como si dijese «¿Por qué?». Unos insectos de dardo poderoso se me posaron en la rejilla, a pocos centímetros de la nariz. Tuve que morderme la lengua para no gritar.

—Si hago eso, se…, acabarán por sospechar y entender que viene de mí —confió el hombre en el tono del secreto—. No, no, no puedo… Lo siento, no quiero esos horrores aquí, así que lléveselos o voy a deshacerme de ellos…

El tipo estaba tan nervioso como sus abejas. Rascó con una banda de caucho los aguijones que tenía hundidos en la mano y me invitó a seguirlo a la cabaña, donde gruñía un calor de horno. Una púa de hierro ardiente me quemaba en la garganta.

El hombre se quitó la máscara y desveló un rostro de cráteres. El fuego lo había consumido en el cuello y hasta la punta de la barbilla, imprimiendo su surco cruel.

Hundió las manos en un cubo de agua, se las llevó al rostro atormentado e indicó una lona de plástico opaco.

—Están ahí debajo. Lléveselos —repitió.

Se mantenía apartado, con esa expresión devastada de los animales acorralados. ¿De qué tenía miedo? Me sostuve con una viga de madera, a la altura de una persona. Se me emborronaba la vista, el cuerpo entero se me rasgaba en jirones de agua. Tras dos o tres inspiraciones, avancé con prudencia y, con la punta, pero realmente con la punta de los dedos, levanté la tela plastificada.

Me esperaba a Goliat, y me encontraba a David. Dos pésimos escarabajos intentaban escalar las paredes de cristal de un tarro cerrado. Imposible disimular durante más tiempo, iba a reventar, ahogado, descompuesto. Me quité las protecciones, volví un segundo en mí y esgrimí mi placa de policía.

—¡Ah…, ahora me va a explicar… a qué… viene todo este follón!

Von Bart soltó la máscara de golpe al suelo. Se le abrió la boca, inmenso pozo de incomprensión.

—Es… ¿Era policía? ¿Desde el principio? Pero… ¿Qué significa eso? ¡No he hecho nada!

Estaba perdido, desconcertado y abatido. Le temblaban las mejillas. Señalé los coleópteros.

—¿Quién se los ha dado?

Cuando entendió que no trataba con la misma persona, se le relajó el pecho. Me volvió a servir el mismo discurso que su mujer. El tipo con traje de apicultor, afectado por una alergia al sol, que nunca se había quitado el traje. La recogida diaria de miel y propóleos.

—Tengo la impresión de poseer una bomba —dijo Von Bart—. Es increíble que existan esas porquerías.

Hablaba con asco.

—¡Explíquemelo!

—Son «pequeños escarabajos de las colmenas», unos parásitos temibles cuya existencia yo mismo ignoraba. Se reproducen a una velocidad espeluznante, las larvas matan la cresa de abejas, se alimentan de polen, miel y de los huevos de la reina. Los adultos son capaces de detectar los enjambres a varios kilómetros de distancia, colonizan las colmenas y las destruyen en menos de un mes. Toda una matanza.

Me incliné hacia el tarro y me incorporé enseguida.

—¿En… en qué región… viven? —balbuceé, una mano sobre la frente ardiente.

—¡Qué país, querrá decir! ¡Sólo se encuentran en lo más profundo de África y en Australia! No sé cómo las consiguió ese tipejo, pero la realidad es ésa.

Estaba empapado de mi propio sudor. Me zumbaban moscas en los oídos y se me oscurecían las retinas. El calor me aplatanaba tanto que tuve que quitarme la chaqueta rápidamente y sentarme sobre una esquina de la mesa.

—Perd… óneme un… instante…

Me apoyé sobre los muslos, inspiraba, expiraba. Inspira, expira. Una bofetada líquida me golpeó el rostro.

—No tiene buena cara —dijo Von Bart, tras haberme echado un torrente de agua sobre la cabeza.

—Es… estaré… bien…

Me levanté, tambaleándome. Los escarabajos… Los parásitos… África…

—¿Qué podría haber hecho con esos… bichejos?

El apicultor se acercó a una ventana y describió un arabesco con el brazo.

—Matar a la competencia, comisario. La granja de miel de Sceaux posee dos veces más colmenas que nosotros, lo que le permite proponer tarifas más atractivas en todos sus productos. Cera, miel, propóleos, jalea real. Una explotación apícola es una empresa muy frágil. Las condiciones meteorológicas, los parásitos, como el varroa, no nos facilitan el trabajo. Es difícil sobrevivir.

—¿Qué… sabe de ese individuo?

—Entablé… cierta amistad con él. Sabía más que nadie, me ha contado cosas que no había oído en mi vida. Me habló mucho de las abejas asesinas de África, de su capacidad para diezmar cualquier manada en menos de una hora. Era… espantosa y apasionante, esa manera de enfocarlo todo hacia la muerte, la destrucción. Estaba totalmente convencido de que un día u otro los insectos barrerían la humanidad. Son mil millones de veces más numerosos que la totalidad de los seres humanos, me decía, tan sólo la masa de hormigas es superior a la de todas las personas reunidas, ¿se lo imagina? Me hablaba de la multiplicación de las arañas, de la violencia de los venenos, de esas plagas que causaban pérdidas inmensas.

—¿Qué plagas?

—El paludismo, las invasiones de langostas, los pulgones.

—¿Los… pulgones?

—Todas esas especies disponen de un arma difícil de vencer, su increíble fecundidad. Los pulgones, además de ser los mayores ponedores, son partenogenéticos, sus hembras no necesitan fecundación. Así que aovan sin cesar. Los jóvenes, a los pocos días tan sólo, aovan a su vez y así progresivamente. Entramos en el mundo terrorífico de las progresiones geométricas; sólo sus depredadores naturales, las hormigas, consiguen vencerlos. Sin ellas, la humanidad habría sido aniquilada desde hace tiempo… Ahora bien, los hombres buscan erradicar a las hormigas y los pulgones resisten cada vez más a los insecticidas. Se está rompiendo el equilibrio, ese tipo era perfectamente consciente de ello.

Me ofreció una botella de agua. Le di las gracias con un movimiento de barbilla antes de tragar varios sorbos.

—Siga, por favor…

—De ahí vino a hablarme de esos escarabajos, de su increíble poder destructor. Me confió que podía conseguirlos cuando quisiese, bastaba que se los encargase. ¿Por qué me habló del tema? Es un misterio… El caso es que el último día en que le vi, me los trajo anunciando, con esa misma voz grave, ahogada: «Regalo. Póngalos cerca de una colmena y harán el resto…».

Le rechinaron los dientes, círculo blanco en el corazón de un rostro de llamas. Se apoderó del tarro, lo abrió, lo forró con un trapo, dispuesto a aplastar a sus inquilinos.

—¡No…, no… toque nada más aquí! —ordené tendiendo la palma—. Van… a venir policías… para… tomar huellas… Repetirá… todo eso delante… de un oficial…

Me llevé las manos a la cabeza, mientras añadía:

—Aún no me lo puedo creer… Dos bichitos capaces de diezmar miles de abejas y el trabajo de toda una vida… Su tipo…, de oírlo hablar, puedo asegurarle que creía realmente en su teoría…, un verdadero fanático…

Capítulo 14

Tras visitar a Von Bart, informé de ello a Del Piero, quien de inmediato mandó equipos al lugar. Por su parte, exigió que regresara a la central, donde me esperaban dos tipos para hablar del caso Patrick Chartreux. Empezaban los fuegos artificiales.

Primero uno de la Inspección General de los Servicios. No tenía aspecto de ser del oficio, el tipo. Tan delgado como una cerilla. Pero un asesino de primera. Preguntas deflagrantes, mirada penetrante. Un detector de mentiras sobre patas. Así que me limité a contarle la verdad, omitiendo el pequeño rodeo por Saint-Malo. Después de todo, sólo había pasado ahí media jornada, en el camino de regreso… Nada premeditado. Me había topado con Chartreux por la mayor de las casualidades, le había dado una paliza. Nada del otro mundo…

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