Lyonesse - 2 - La perla verde (12 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Sonriendo con menos aplomo, Umphred lo siguió. Aillas lo condujo a la salita, cerró la puerta y se plantó ante el fuego contemplando las llamas en silencio.

El padre Umphred intentó mostrarse cordial.

—¡No cabe duda de que tu actual condición supera en mucho la de antaño! Pobre y pequeña Suldrun, tuvo un triste final. El mundo es un valle de lágrimas, y se nos manda aquí para que nuestras tribulaciones nos purifiquen para los tiempos de júbilo por venir.

Aillas guardó silencio. Alentado por lo que consideró la profunda preocupación de Aillas, Umphred continuó:

—Mi esperanza más entrañable es encaminar al rey de Troicinet y su noble pueblo hacia la salvación, y una imponente catedral haría cantar a los ángeles mismos. Y, naturalmente, ya que tal parece ser tu voluntad, tu vieja identidad permanecería tan a salvo como un secreto de confesión.

Aillas le clavó los ojos un instante y siguió cavilando ante las llamas.

Se abrió la puerta. Yane, aún disfrazado de Hassifa el Moro, entró en silencio. Aillas se irguió y dio media vuelta.

—¡Ah, Hassifa! Deseaba preguntarte si eres cristiano.

—En absoluto.

—Bien: eso simplifica las cosas. Observa a este individuo y dime qué ves.

—Un cura, gordo, blanco y escurridizo como un castor, y sin duda de lengua engañosa. Ha llegado hoy desde Lyonesse.

—En efecto. Quiero que lo examines atentamente, para que nunca lo confundas con ningún otro.

—Majestad, podría taparse la cara con la capucha, hacerse llamar Belcebú y ocultarse en la más profunda catacumba de Roma, y aun así lo reconocería.

—¡Esto te resultará asombroso! Afirma que me conoce desde hace tiempo.

Hassifa examinó a Umphred con asombro.

—¿Qué motivos lo impulsan?

—Quiere que le construya una bella iglesia en Domreis. Si rehúso, amenaza con delatar mi identidad al rey Casmir.

Hassifa escrutó de nuevo a Umphred.

—¿Acaso delira? El rey Casmir ya conoce tu identidad. Eres Aillas de Troicinet.

Umphred empezó a alarmarse ante el tono de la conversación. Se relamió los labios.

—Sí, sí, desde luego. ¡Era una simple broma entre viejos amigos!

—¡Insiste en su afirmación! —le dijo Aillas a Hassifa—. Empieza a fastidiarme. Si no estuviera aquí como huésped, lo encerraría en una mazmorra. Y quizá lo haga, a pesar de todo.

—¡No empañes tu hospitalidad por su culpa! —aconsejó Hassifa—. Espera a que regrese a Lyonesse. Puedo hacerlo degollar a cualquier hora del día o de la noche, con un cuchillo afilado o uno romo.

—Sería mejor llevarlo ante Casmir al instante y oír lo que tiene que decir —reflexionó Aillas—. Entonces, si cuenta alguna historia maliciosa…

—¡Esperad! —gritó el desesperado Umphred—. ¡Ahora comprendo mi error! ¡Yo estaba equivocado! ¡Nunca te había visto en mi vida!

—Temo que aún pueda decir algún disparate que afecte tu dignidad —le dijo Hassifa a Aillas—. Deja que al menos le corte la lengua. Cauterizaremos la herida con un atizador caliente.

—¡No, no! —exclamó el azorado Umphred—. ¡No diré nada a nadie! ¡Mis labios están sellados! Conozco mil secretos, y están a buen recaudo.

—Dado que es un huésped —observó Aillas—, dejaré las cosas tal como están. Pero si alguna vez oigo un rumor acerca de esta locura…

—¡No tienes que amenazarme! —declaró Umphred—. He cometido un triste error, que jamás se repetirá.

—Me alegra oírlo —declaró Aillas—. Especialmente por ti. Recuerda que la persona con quien me confundiste tiene razones para vengarse de ti.

—El episodio está olvidado —dijo Umphred—. Por favor, excúsame. Estoy fatigado y aún debo celebrar mis devociones.

—Lárgate.

7

Desde la galería principal de Miraldra, un portal daba al gran salón. A ambos lados de la entrada se erguían unas heroicas estatuas de mármol, ambas traídas cinco siglos atrás desde el Mediterráneo. Las estatuas representaban a guerreros de la antigua Hélade, desnudos salvo por los yelmos, empuñando espadas cortas y escudos en actitud de ataque.

El rey Casmir y la reina Sollace tras desayunar en sus aposentos, pasearon por la galería, deteniéndose de vez en cuando para examinar los objetos artesanales que los reyes de Troicinet habían acumulado con los años.

Junto a una de las estatuas de mármol, había un lacayo con la librea de Miraldra, armado con una alabarda ceremonial. Cuando el rey Casmir y la reina Sollace se detuvieron para examinar las figuras heroicas, el lacayo hizo una seña al rey Casmir, quien volvió la cabeza e identificó a la persona a quien él conocía como Valdez.

El rey Casmir miró en ambas direcciones, luego se apartó de la reina y se acercó al lacayo.

—¡De manera que éste es tu puesto de observación! —murmuró—. ¡Me tenía intrigado!

—Hoy no me verías aquí si no me urgiera hablar contigo. Ya no volveré a la ciudad de Lyonesse. Mis movimientos están despertando las sospechas de los pescadores.

—¿Y qué harás? —jadeó el rey Casmir.

—Viviré tranquilamente en el campo.

El rey Casmir, fingiendo que estudiaba la estatua, reflexionó un instante.

—Debes venir a Lyonesse una vez más, para que pueda recompensar adecuadamente tus servicios. Quizá podamos idear un nuevo sistema que te brinde ganancias sin exponerte a riesgos.

—Creo que no —respondió Valdez en tono seco—. Aun así, si alguien menciona mi nombre en Haidion, préstale atención: te llevará noticias… Alguien viene.

El rey Casmir se acercó a la reina y ambos siguieron paseando por la galería.

—¿Por qué frunces el ceño? —preguntó Sollace al cabo de un momento.

El rey Casmir rió forzadamente.

—¡Tal vez envidio al rey Aillas sus bellas estatuas! Deberíamos poner algo similar en Haidion.

—Preferiría reliquias auténticas para mi iglesia —murmuró la reina Sollace.

El rey Casmir, sumido en sus pensamientos, dijo distraídamente:

—Sí, sí, querida, lo que tú quieras.

Lo cierto era que las circunstancias no eran del agrado del rey Casmir. Cuando los espías dejaban de trabajar para él, prefería concluir esa relación de un modo definitivo, para que nunca pudieran vender sus servicios a otros postores, y tal vez emplear sus conocimientos para perjudicarlo… Poco a poco volvió a oír la voz de la reina:

—… y el padre Umphred me asegura que debemos comprar antes que haya más demanda. Él sabe de tres astillas genuinas de la Santa Cruz, que en este momento se podrían adquirir a cien coronas la pieza. Se sabe que el Santo Grial está en alguna parte de las Islas Elder, y el padre Umphred ha tenido la oportunidad de comprar mapas que señalan con exactitud…

—Mujer —exclamó Casmir—, ¿de qué estás hablando?

—¡De las reliquias para la catedral, por supuesto!

—¿Cómo puedes hablar de reliquias cuando la catedral misma no es más que un proyecto?

—El padre Umphred —respondió altivamente la reina— declara que con el tiempo Nuestro Señor te conducirá a la gracia.

—¡Ja! Si el Señor necesita tanto esa catedral, que la construya él mismo.

—¡Rezaré por ello!

Media hora después el rey Casmir y la reina Sollace pasaron de nuevo ante las estatuas, pero Valdez ya no estaba allí.

IV
1

El Estrella Régulo se apartó del muelle y, orientando las vergas en el viento del puerto, se hizo a la mar alejándose de Miraldra. El rey Casmir subió a la cubierta de popa y se situó junto al coronamiento. Alzó el brazo para saludar a los nobles que había en el muelle; su expresión, plácida y benigna, trasuntaba sólo satisfacción por su visita.

El galeón salió de la bahía meciéndose en el oleaje que venía del oeste. Casmir bajó por la escalerilla y se retiró al camarote principal. Se retrepó en el sillón y, mirando por las ventanas de popa, caviló sobre los acontecimientos de los últimos días.

Según las apariencias, la visita había cumplido con todos los preceptos de la etiqueta cortesana. Aun así, a pesar del intercambio de cumplidos, reinaba un sombrío aire de enfrentamiento entre los dos reyes.

Los alcances de esa mutua antipatía intrigaban al rey Casmir. ¿Cuál era su origen? Casmir tenía buena memoria para las caras; estaba casi seguro de que había conocido al rey Aillas en circunstancias menos favorables. Muchos años antes, Granice, entonces rey de Troicinet, había visitado Haidion. En el cortejo figuraba Aillas, entonces un oscuro y pequeño príncipe que ni siquiera figuraba en la línea de la sucesión real. Casmir apenas había reparado en él. ¿Podría ese niño haber creado una impresión tan duradera? Era improbable. Casmir era un hombre práctico que no derrochaba emociones en causas triviales.

El misterio preocupaba a Casmir, pues sospechaba que había un suceso significativo que él desconocía. El rostro de Aillas flotaba en su memoria, siempre contraído en una expresión de frío odio, pero Casmir no atinaba a entrever la razón. ¿Un sueño? ¿Un hechizo mágico? ¿O simple antipatía entre gobernantes de estados rivales?

El problema obsesionó a Casmir hasta que decidió olvidarlo, pero aun así no recobró la paz de espíritu. En todas partes se alzaban obstáculos que frustraban sus ambiciones. A la postre, pensó Casmir, destruiría esas barreras de un modo u otro, pero entretanto lo impacientaban y turbaban su existencia.

Mientras el rey Casmir tamborileaba con los dedos sobre los brazos del sillón y reflexionaba sobre la situación, un problema de cinco años atrás afloró en su mente. Se trataba del augurio pronunciado por Persilian, el Espejo Mágico, sin que nadie se lo pidiera: una ocasión singular. Persilian, sin que lo interrogaran, había entonado el jadeante y rítmico fragmento de una canción. Casmir recordaba sólo el sentido de las palabras, algo parecido a: «¡Casmir, Casmir! Tu hija es Suldrun la Bella, y está condenada. Su primogénito se sentará, antes de morir, en Cairbra an Meadhan, mas tú no te sentarás allí ni en Evandig antes
[7]
que él».

—Pero ¿me sentaré en esos sitios después? —había preguntado el consternado Casmir.

Persilian no añadió más. El espejo, con malicia casi palpable, reflejaba sólo el distorsionado rostro de Casmir, congestionado de angustia.

Casmir había meditado mucho tiempo sobre el vaticinio, especialmente cuando Suldrun murió tras alumbrar una sola heredera de la casa real: la imprevisible e intratable princesa Madouc.

El Estrella Régulo llegó a la ciudad de Lyonesse. El rey Casmir y la familia real desembarcaron y abordaron un carruaje blanco de doble elástico tirado por cuatro unicornios de cuernos dorados. El padre Umphred quiso entrar en el carruaje, pero la feroz mirada del rey lo detuvo. Sonriendo obsequiosamente, Umphred bajó.

El carruaje rodó por el Sfer Act hasta los portales de Haidion, donde el personal de palacio aguardaba para dar un recibimiento formal. El rey Casmir saludó de mala gana y entró en el palacio. Se dirigió a sus aposentos y de inmediato se sumió en sus tareas.

Dos días después, se le acercó Doutain, su maestro halconero. Doutain le entregó una pequeña cápsula.

—Majestad, una paloma ha vuelto al corral oeste con un mensaje.

—¡Recompensa bien a la criatura, con grano y mijo! —exclamó Casmir.

—Ya lo he hecho, majestad —respondió Doutain.

—Buen trabajo, Doutain —murmuró el rey Casmir, interesado en el mensaje. Desplegó el papel y leyó:

Alteza:

Lamentablemente me han destinado a Ulflandia del Sur, para un servicio ingrato y molesto. No podré mantenerme en contacto por el momento.

El mensaje estaba firmado con un símbolo cifrado. Casmir refunfuñó y arrojó el mensaje al fuego. Doutain se presentó de nuevo más tarde.

—Una paloma ha llegado al corral este, majestad.

—Gracias, Doutain.

El mensaje, firmado con otro símbolo, decía:

Alteza:

Por razones que no comprendo, me han enviado a Ulflandia del Sur, donde mis deberes difícilmente congenien con mi ánimo o mi inclinación. Por tanto, éste será mi último mensaje por ahora.

—¡Bah! —exclamó el rey Casmir, arrojando el mensaje a las llamas. Se desplomó en la silla y se acarició la barba. ¿Era coincidencia que recibiera estos dos mensajes? Improbable, aunque no imposible. ¿Valdez habría traicionado a los dos? Pero Valdez había declarado que ignoraba sus nombres.

Aun así, llamaba la atención que Valdez se hubiera retirado en ese preciso momento. Si podía inducirlo a regresar a Lyonesse, tal vez averiguara la verdad.

Casmir gruñó. Valdez era un zorro demasiado astuto para arriesgarse a semejante visita; aunque el mero hecho de visitarlo sin duda probaría su buena fe.

2

La reina Sollace se había convenido al cristianismo hacía mucho tiempo, y el padre Umphred se cercioraba de que su fervor no declinara. Últimamente estaba obsesionada por el concepto de la santidad. Veinte veces al día se murmuraba a sí misma: «¡Santa Sollace de Lyonesse! ¡Qué bien suena! ¡La Catedral de la Bendita Santa Sollace!». El padre Umphred, cuyas ambiciones no excluían la mitra obispal, y mucho menos el arzobispado de toda la diócesis de Lyonesse, alentaba a Sollace en sus ansias de beatitud.

—¡Querida reina, de los siete actos sagrados, una noble casa de plegarias donde antes no existía ninguna permite a Nuestro Señor el más exaltado refinamiento del júbilo, y su alegría consagra a los responsables! ¡Ah, cuánta gloria nos depara el futuro! ¡Cómo cantarán los coros celestiales al contemplar la catedral que pronto agraciará la ciudad de Lyonesse!

—¡A ello me dedicaré con todas mis fuerzas! —declaró Sollace—. ¿Es cierto que podremos dar mi nombre a la catedral?

—Una autoridad superior debe confirmar esta decisión, pero mi influencia pesará sobre ella. Cuando repiquen las campanas a través de la comarca y los padrenuestros enriquezcan el aire, y el rey Casmir mismo se arrodille ante el altar para recibir mi bendición, ¿quién se negaría a añadir a tu nombre el calificativo de «Santísima»?

—¡Sollace Santísima! ¡Sí, me agrada! Hoy mismo hablaré al rey sobre ello.

—¡Qué victoria cuando Casmir acepte el Evangelio y se acerque a Jesús! ¡El reino entero lo imitará!

Sollace frunció los labios.

—Veremos, pero vayamos poco a poco. Si realmente llegan a canonizarme, el mundo se regocijará ante la noticia, y el rey quedará impresionado.

—¡Precisamente! ¡Poco a poco!

Esa misma noche, mientras Casmir daba la espalda al fuego, Sollace entró en la cámara. El padre Umphred la seguía, pero se ocultó en las sombras.

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