Mae West y yo (15 page)

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Authors: Eduardo Mendicutti

-Perdone, no quería molestarle -me disculpé, aunque Mae West me había susurrado: «Enfadado promete todavía más, como Glenn Ford en
Gilda»-.
¿Y dice que trabaja para Pilar Ordóñez?

Sonrió. Había recobrado en un instante el temple tranquilo e irónico.

-Yo no he dicho eso. En este trabajo la confidencialidad es sagrada. Lo que sí le he dicho es que ella no está segura de quién es usted.

-Bueno, a mí empieza a pasarme algo por el estilo. No acabo de estar seguro de seguir siendo quien yo creía que era. Debe de ser cosa de la jubilación. Y de la edad, por supuesto. Y de los achaques de salud. Un efecto secundario de algún medicamento, ya sabe.

-Nosotros sí sabemos quién es usted. Una persona honorable.

-Gracias -le dije, aunque Mae West me había dicho: «Esto se tuerce, encanto. O le convences de que eres una perdida, o nunca terminará llamándote
darling».

-Además -por cómo inclinaba un poco el cuerpo hacia delante, me di cuenta de que iba a entrar en materia: también uno tiene sus conocimientos en lenguaje corporal-, nos gustaría preguntarle si usted sabe algo. Pasa mucho tiempo observándolo todo, suponemos que incluido Los Zagalejos, desde ese mirador que da a la calle. ¿Ha visto a alguien, que le llamara la atención, entrando en la casa?

-Por supuesto que no -le contesté, muy digno, pero amable, y Mae West me lo elogió: «Así me gusta, cariño. Ava Gardner hacía lo mismo en
Forajidos
para echarle el guante a Burt Lancaster»-. Y de haberlo visto, puede estar seguro de que no se lo diría. Usted mismo lo acaba de decir: soy un caballero.

-Una pena -dijo Investigaciones Hernando-. Nos había parecido que ella le caía bien. Y su hijo. Y que le gustaría ayudarles.

-¿Su hijo? -me di cuenta de que la pregunta me había quedado llena de desconfianza-. ¿Qué tiene que ver su hijo en todo esto? Además, ya que saben tanto, sabrán también que el chico no es hijo suyo.

Sonrió. Ahora era Investigaciones Hernando el que parecía empezar a divertirse.

-Lo sabemos. Y sabemos a qué se dedica el muchacho. No se alarme. Eso no nos importa lo más mínimo.

-A repartir periódicos a primera hora de la mañana, a eso se dedica -dije, y Mae West me advirtió: «Como sigas así vas a terminar igual que Joan Crawford en
Johnny Guitar,
y después no te servirá de nada suplicarle a este Sterling Hayden de mentirijillas que te mienta».

Entonces recordé las palabras del muchacho -«No seas mamón»- cuando me advirtió que dejara de meterme en sus cosas y de pedirle a Marcos que no me tirase los periódicos al césped, que me los dejase en la verja, como hacía Borja en algún caso, a cambio, si era necesario, de algún incremento de «la voluntad». Marcos me había dicho que no sabía que Borja hiciera eso, pero que a él le rompería el ritmo y que, además, lo que molaba era hacerlo como en las películas.

-Le vimos hablando con el chico en esa galería comercial, pero ya le digo que no tiene que preocuparse por eso.

Alguien volvió a llamarme desde un número privado. Tampoco contesté. De pronto, pensé que podía ser Borja.

-Sí, hablábamos de asuntos profesionales -dije, seco-. Y lamento no poder seguir dedicándole ni un minuto más.

Antonio Hernando, fuera quien fuese, apoyó la espalda en el respaldo de la butaca, descruzó las piernas, empinó un poco la pelvis, tal vez para compensarme por las molestias ocasionadas, sonrió como si tuviera un buen perder, y se levantó.

-Se lo prometí. Ni un minuto más. Pero piénselo y ayúdenos. Es por el bien de esa señora, se lo aseguro.

Se dio la vuelta y echó a andar delante de mí. Sabía el camino de salida.

«Se te escapó vivo, cariño», me regañó Mae West. «En Hollywood Boulevard, por los alrededores del Teatro Chino, hubo siempre una academia de caza y pesca, no sé si tendrán plazas libres.»

-Cállate -farfullé.

-¿Perdone? -el tipo se volvió bruscamente, parecía de pronto ofendido.

-Disculpe, no me refería a usted -dije, y después improvisé-: Alguien no para de llamarme al móvil, pero con número privado. Nunca contesto llamadas sin identificar.

Le acompañé a la puerta y nos despedimos con un educado apretón de manos.

-Tiene mi tarjeta -dijo-. No dude en llamarme si le parece que puedo serle útil.

Desde el cierro del cuarto de estar pequeño le vi salir por el camino del jardín y encajar la cancela de la calle. Miró hacia donde yo estaba, creía que protegido por los visillos, y se despidió agitando el brazo. Un presuntuoso detective privado de tercera que paraba en un hostal.

Los estores del ventanal de la casa de Los Zagalejos seguían medio bajados.

Ella: «Todos los chicos tienen una parte sensible»

13 de julio, martes

La parte sensible de un gánster ha sido siempre mi gran especialidad.

Eso le dije a Felipe cuando vimos las fotos de los tres mafiosos georgianos en un reportaje glorioso de nuestro Woodward favorito -Bob, el del Watergate, no confundir con Joan, divina en
El largo y cálido verano-,
nuestro sin par Paco Luna, en
La Voz del Sur.
Vaya caretos, dijo Felipe, que a veces habla como los brasileños que están haciéndose con el español y lo primero que aprenden, como es natural, es la palabrería juvenil y callejera: flipo, mola, de puta madre, que te cagas. Cosas así. Ya se sabe lo que le pasa al que con niños o con mozalbetes se acuesta: se levanta mojado, o rompe de pronto a hablar como los muchachos treinta años más jóvenes, una cosa tan ridicula como, a los setenta, conducir un descapotable malva, vestir de Tommy Hilfiger o presumir de ser un hacha con las ultimísimas cacharrerías electrónicas. Cada cosa tiene su edad. Pues tú deberías ser la primera en aplicarte el cuento, me dijo mi hombre, que lo que te corresponde es jugar al bridge y ponerte ciega de té con pastas los domingos por la tarde, en casa de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, con sus cacareantes invitadas, y no andar calculándole el tamaño del faro de Alejandría al primer mañoso que se te ponga delante, aunque sea en foto, mientras te haces la ilusión de que se te sigue mojando el puente de los suspiros. Porque también para vosotras cada cosa tiene su edad, añadió. Y yo le admití que sí, que de acuerdo, que por supuesto, que también para nosotras rige ese principio, salvo que una se haya preocupado lo suficiente de no ser jamás una señora, y de eso precisamente es de lo que más me he preocupado yo durante toda mi vida. Así que vi la foto de los tres mafiosos y la mirada se me quedó encasquillada, como dice Carmeli, en el de en medio, un mocetón moreno, de ojos muy claros, con unos labios como los de Paul Newman y una cicatriz en el cuello que daba temblores. Todos los chicos tienen una parte sensible, también los gánsters, le dije a Felipe, saboreando con la mirada la foto del facineroso georgiano. Aquellos tres, según la pieza truculenta y exaltada de Paco Luna, habían tenido secuestrado y torturado durante casi seis meses, en un caserío de Almonte, al otro lado del Guadalquivir, al hijo buenagente, como Carmeli dice, y gafitas de un constructor sanluqueño, podrido de dinero por los cuatro costados, al menos hasta antes de esta onerosa crisis, y aunque era cierto que la Benemérita había solucionado satisfactoriamente el caso a principios de febrero, acababa de hacerse pública la sentencia que condenaba a los secuestradores y torturadores a una cantidad espeluznante de años de prisión, lo que volvía a poner el caso en primera plana y obligaba al ciudadano a preguntarse, con lógica y comprensible preocupación, ¿será un caso similar el de la desaparición de Javier Meneses, el financiero que se esfumó sin dejar rastro a mediados de abril del año en curso, y sobre cuyo paradero los efectivos de la policía desplazados a la Baja Andalucía a tal fin no tienen aún, al parecer, noticias fiables que ofrecer a la muy alarmada opinión pública de la zona? El gran Paco Luna continuaba su reportaje con una detallada y escalofriante descripción de todas las atrocidades que la implacable mafia georgiana había infligido a su pobre víctima, un honrado padre de dos hijos pequeños, casado con una apreciadísima muchacha de familia muy conocida en la localidad, y de las sevicias a las que sometieron al desventurado muchacho, mientras exigían al angustiado padre una auténtica fortuna, si quería volver a verle con vida.

-Espero que Pilar no lea esta barbaridad -dijo Felipe.

-En el autobús todo el mundo hablaba de eso -dijo Carmeli cuando llegó, a las ocho y media, para compensar los novillos del día anterior, y así a lo mejor a Felipe le daba lástima y no le descontaba el dinero del lunes, que estaba ella muy necesitada.

-¿Y qué te ha dicho el médico, Carmeli?

-Me ha dicho que son nervios. Ya ves tú, al final ir al médico por el dinero es lo mismo que ir al ambulatorio. El del ambulatorio también dice que son nervios.

-Serán nervios, mujer. ¿Pero nervios del oído, o nervios en general?

-Yo qué sé. Serán nervios del oído, porque si el ardor de estómago me entra en cuanto oigo rezar el rosario, o cantar sevillanas, o sonar el himno, entonces será el oído, tampoco hay que ser una eminencia médica para darse cuenta de eso.

-Oye, Carmeli -Felipe acababa de acordarse de lo que había dicho Cyd Charisse, la facha del grupo de invitadas de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, mientras veíamos la final del Mundial-, tú, cuando hay elecciones, ¿votas?

-¿Qué elecciones?

-Elecciones para elegir al presidente del Gobierno, o al alcalde, ¿tú votas?

-Votaba. Yo votaba siempre a los comunistas, pero ahora no hay comunistas, ni en Sanlúcar ni en ninguna parte, ahora ya no sé ni lo que hay.

Cyd Charisse, además de facha, por lo visto era adivina.

-Tienes que volver a votar, Carmeli. Es importante.

-Si yo volví a votar,
darlin,
como dicen las artistas -cualquiera diría que Carmeli también podía oírme a mí-. Volví a votar. A los socialistas. ¿Pero tú sabes lo que pasó aquí una vez con los socialistas? Pues que un año estaban a punto de perder las elecciones, o lo que fuera, que a lo mejor no eran las elecciones, pero algo era, algo importantísimo del Ayuntamiento, vamos, que los echaban si perdían, y entonces el socialista que llevaba en el Ayuntamiento lo del urbanismo y toda la pesca, un chupatintas de tres al cuarto que desde que empezó a encargarse de eso se convirtió en un potentado, que había que ver a la mujer cómo iba de sobrada y de alicatá en alhajas, pues ése decidió sobornar a uno del PP para que no votara en contra de ellos, y quedaron en que le darían a cambio del favor cinco millones, ¿cuánto son cinco millones de las antiguas pesetas, en euros, Felipe?, treinta mil euros, ¿no?, pues eso quedó en darle, cinco millones, y como por lo visto no los tenían los socialistas contantes y sonantes, que lo tendrían todo bien invertido en las Islas Caimán, pues el carajote del socialista le dijo al del PP que le firmaba unas letras, como lo oyes, y le firmó cinco letras por un millón cada letra, hay que ver, además de cochambroso corrupto, tonto, tonto de la pandorga, pordiós, ¿cómo no lo iban a pillar, ¡si había firmado cinco letras!, a millón cada una, con su firma y rúbrica, cómo no lo iban a pillar?, ¿dónde se ha visto una cosa igual, Felipe, pordiós?, ¿dónde se ha visto que sobornen a una criatura a plazos? Dejé de votar a los socialistas, tú me dirás.

-Lo comprendo, Carmeli, lo comprendo. Y no has vuelto a votar en tu vida, claro.

A esas alturas, Carmeli había dejado ya de pasar el aspirador.

-Pues no, ya ves tú. Volví a votar. Es que, a mí, escarmentar me lleva tiempo.

-¿No me digas que has votado también a los del PP? Carmeli, no me lo digas.

-Pues tápate los oídos, si quieres, porque te lo voy a decir. He votado a los del PP. Una vez. A Aznar, ya ves tú. Bueno, al representante de Aznar en Andalucía, que al fin y al cabo era lo mismo, si ganaban el que iba a ganar en España era Aznar. Yo me dije, mira, Carmeli, ese hombre, aunque tenga hechuras de cristobita, a lo mejor arregla algo, total, más perdió La Perola cuando tuvieron que coserle del todo el boniato, en el hospital de Jerez, porque era una exageración lo que le había dado de sí. Y le voté. ¿Y tú sabes lo que me pasó, Felipe? Que fue meter uno del barrio alto que yo conozco, y que estaba presidiendo la mesa, fue meter él mi papeleta en la urna, Felipe, fue meter aquella papeleta que yo había cogido del PP, y que había metido en su sobre, fue meterla, y a mí me entró un ardor de estómago que me quería morir, Felipe, ¡que me quería morir! Una vez y no más, ahora sí que te lo digo yo.

-Entonces -le dijo Felipe, muerto de risa-, si también te dio ardentía cuando votaste al PP, no son los nervios del oído, Carmeli, entonces son los nervios en general.

Carmeli dijo que a saber lo que sería, que de lo único que ella estaba segura era de que se había gastado su dinero en balde, con lo necesitada que estaba, que no le descontase Felipe el día, por misericordia, que ella se quedaba escamondándolo todo una horita más si hacía falta, y Felipe le dijo que no le amenazase con quedarse una hora más y que no le iba a descontar ni un céntimo. El es así de generoso. No tanto como Kyril, las cosas como son. Claro que Felipe no es ni ha sido nunca un gánster y Kyril, sí, y de campeonato, como Paul Muni y Al Pacino en
Scarface
o Marlon Brando en
El Padrino,
pero en búlgaro y muchísimo más guapo que los tres juntos, para mi gusto. Ahora ya no sé si lo es, gánster, digo, guapo sigue siendo de morirse, a mí me ha dicho que no, que esa etapa de su vida ya está superada, que se acabaron los
bisnes
fuera de la ley, que se acabó la vida mafiosa, el andar a cara de perro con la policía, los malos rollos, o sea, los ajustes de cuentas, que ahora él es un empresario decente, que ahora lo que tiene es una tienda de antigüedades chinas, ya ves tú, ¡una tienda de antigüedades chinas!, y en plena Milla de Oro de Madrid, yo no sé lo que habrá detrás de eso, mejor ni se lo pregunto, porque si se lo pregunto y me contesta que no hay nada raro, y me lo jura con el corazón, me jura que no hay más que lo que se ve, cacharros y trapajeos chinos más o menos antiguos, si me dice eso y resulta que es verdad, entonces a mí se me puede bajar el potasio, la tensión, el morbo, es que una es así, la parte sensible de un gánster ha sido siempre mi gran debilidad, pero tiene que seguir siendo un gánster, claro, no sé por qué será, no sé por qué los mafiosos, incluso si son georgianos, me pueden, a lo mejor son nervios, como lo de Carmeli. Con razón me dice Felipe que cada vez hablo más como Carmeli y menos como Mae West, a mí me parece que Carmeli y yo somos almas gemelas, lenguas gemelas. Ella en escurrida y yo en hipertrofiada, eso sí.

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