Maldad bajo el sol (21 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—¿Qué opina nuestro colega belga, Colgate? —preguntó Weston—. ¿Sabe ya lo que acaba usted de comunicarme?

—El tal colega es un poco tunante —sonrió Colgate—. ¿Sabe usted lo que me preguntó anteayer? Me pidió detalles de los casos de estrangulación ocurridos en los tres últimos años.

El coronel Weston se puso bruscamente en pie.

—¿De veras? Ahora me explico... —Hizo una pausa y prosiguió—: ¿Cuándo dice usted que el reverendo Stephen Lane entró en la clínica mental?

—Por Pascuas hizo un año, señor.

Weston quedó pensativo.

—Recuerdo un caso —murmuró—. Encontraron el cadáver de una joven cerca de Bagshot. Salió a reunirse con su marido en no sé qué punto y nunca volvió. Y ocurrió también otro caso, que los periódicos titularon «El misterio del matorral solitario». Uno y otro ocurrieron en Surrey, si no recuerdo mal.

—¿En Surrey? —exclamó Colgate—. Ahora me explico por qué Poirot...

2

Hércules Poirot estaba sentado sobre la hierba en la parte más alta de la isla.

Un poco a su izquierda arrancaba la escalerilla de acero por la que se descendía a la ensenada del Duende. Había varios peñascos cerca de la cabeza de la escalerilla que formaban un fácil escondite para quien se propusiera descender a la playa situada debajo. Esta playa era casi invisible desde aquel sitio, debido al saliente de las rocas.

Hércules Poirot hizo un gesto de comprensión. Las piezas de su mosaico iban acoplándose magníficamente.

Poirot examinó mentalmente cada una de aquellas piezas, considerándolas como un elemento aislado.

Unos días antes, Arlena Marshall había aparecido muerta una mañana en la playa de baños. La víspera se había celebrado una partida de
bridge
. Él, Patrick y Rosamund Darnley se habían sentado a la mesa. Cristina había salido a la terraza y había sorprendido cierta conversación. ¿Quiénes se encontraban en el salón? ¿Quiénes habían estado ausentes?

Poirot siguió recordando y clasificando sus piezas.

Noche víspera del crimen. Poirot había sostenido una conversación con. Cristina en el acantilado, y al regreso al hotel había sorprendido cierta escena.

«Gabrielle número ocho». Un par de tijeras. Una pipa rota. Un frasco arrojado desde una ventana. Un calendario verde. Un paquete de velas. Un espejo y una máquina de escribir. Un ovillo de lana color púrpura. Un reloj de pulsera de muchacha. El agua de un baño que corre por una cañería.

Cada uno de estos hechos dispares tenía que encajar en su debido sitio. No podían quedar cabos sueltos.

Y luego, acoplada cada una de ellas en su debida posición, quedaba por colocar una última pieza: la presencia del espíritu del mal en la isla.

La Maldad...

Poirot contempló una vez más la lista que tenía en la mano:

«NELLIE PARSONS, ENCONTRADA ASESINADA EN UN MATORRAL SOLITARIO CERCA DE COBHAM. NO SE TIENE LA MENOR PISTA DEL ASESINO.»

¿Nellie Parsons?

ALICE CORRIGAN.

Leyó cuidadosamente los detalles de la muerte de Alice Corrigan.

3

Hércules Poirot continuaba sentado en el arrecife cuando se le aproximó el inspector Colgate.

A Poirot le agradaba el inspector Colgate. Le agradaban su rugoso rostro, sus ojos vivaces y sus ademanes sosegados.

El inspector Colgate se sentó a su lado.

—¿Ha hecho algo con esos casos, señor? —preguntó, mirando las hojas escritas a máquina que Poirot tenía en la mano.

—Los he estudiado... sí.

Colgate se puso en pie, se alejó un poco y se asomó al próximo nicho practicado en las rocas. Luego volvió, diciendo:

—Todo el cuidado es poco. No me agradaría que nadie escuchase nuestra conversación.

—Es usted prudente —dijo Poirot.

—No tengo inconveniente en confesar,
mister
Poirot, que yo mismo me interesé en esos dos casos, aunque quizá no los habría recordado de no haberme preguntado usted por ellos. —Hizo una pausa y añadió—: Confieso también que uno de esos casos me interesó en particular.

—¿El de Alice Corrigan?

—El de Alice Corrigan. Colaboré con la policía de Surrey para aclararlo...

—Cuénteme, amigo mío, me interesa muchísimo —apremió Poirot.

—Ya me lo suponía. Alice Corrigan fue encontrada estrangulada en un bosquecillo de Blackridge Heath, a unas diez millas de Marley Copse, donde fue descubierto el cadáver de Nellie Parsons. Ambos lugares están a unas doce millas de Whiteridge, donde fue vicario
mister
Lane tiempo atrás.

—Cuénteme algo más de la muerte de Alice Corrigan —rogó Poirot.

—La policía de Surrey no relacionó al principio su muerte con la de Nellie Parsons. Ello fue debido a que consideraron al marido como culpable. En realidad, no sé por qué. Únicamente se explica porque se trataba de un individuo de esos que la Prensa llama «hombre misterioso», de los que no saben quiénes son ni de dónde vienen. Ella se había casado con él contra la voluntad de su familia y, además de poseer algún dinero, se hizo un seguro de vida a su favor, cosa que fue suficiente para despertar las sospechas contra el pobre diablo...

»Pero cuando salieron a flote los hechos reales hubo que borrar al marido del cuadro. El cadáver fue descubierto por una de esas exploradoras que llevan pantalones. Era un testigo absolutamente competente y de fiar... profesora de gimnasia en un colegio de Lancashire. Anotó la hora cuando descubrió el cadáver; eran exactamente las cuatro y cuarto, y expuso su opinión de que la mujer llevaba poco tiempo muerta... quizá no más de diez minutos. Aquello estuvo de acuerdo con el dictamen del forense, quien examinó el cuerpo a las cinco y cuarenta y cinco. La testigo lo dejó todo como lo había encontrado y se dirigió a campo traviesa hasta el cercano puesto de policía de Bagshot. Ahora bien; entre tres y cuarto, el marido de la muerta, Edward Corrigan, se encontraba en un tren que venía de Londres, a donde había ido a pasar el día por asuntos de negocios. Otras cuatro personas venían en el mismo coche con él. En la estación tomó el autobús local, y dos de sus compañeros de viaje le acompañaron también. Se apeó a la puerta del café Pine Ridge, en donde había quedado citado con su mujer para tomar el té. Eran entonces las cuatro y veinticinco. Pidió té para ambos, pero ordenó que no lo sirvieran hasta que llegase ella. A las cinco, al ver que su mujer no llegaba, empezó a alarmarse... y pensó que quizás se hubiese dislocado un tobillo. Lo convenido era que ella atravesaría el páramo desde el pueblo donde vivían para reunirse en el café Pine Ridge y regresar juntos en autobús. El bosquecillo de Caesar no está lejos del café y se cree que, como le sobraba tiempo, la mujer se sentó para admirar el panorama antes de seguir su camino, y que algún vagabundo o loco se arrojó sobre ella y la cogió desprevenida. Una vez que se demostró la inocencia del marido, la policía relacionó la muerte de la mujer con la de Nellie Parsons, la sirvienta que fue encontrada estrangulada en Marley Copse. La policía llegó así al convencimiento de que el mismo hombre era el responsable de ambos crímenes, pero nunca lo capturó y, lo que es más, jamás se le tuvo al alcance.

Colgate guardó silencio unos momentos y terminó lentamente:

—Y ahora tenemos una tercera mujer estrangulada... y existe también cierto caballero que no logramos descubrir.

Se calló. Sus vivaces ojillos se fijaron en Poirot y aguardaron esperanzados.

Los labios de Poirot se movieron. El inspector Colgate aplicó ansiosamente el oído.

—... es difícil saber —murmuró Poirot— qué piezas forman parte de la alfombrilla y cuáles de la cola del gato.

—No comprendo, señor —interrumpió el inspector Colgate.

—Discúlpeme —dijo rápidamente Poirot—. Estaba pensando en voz alta.

—¿Y qué quiere decir eso de la alfombrilla y el gato?

—Nada, nada en absoluto. Dígame, inspector Colgate, si usted sospechase de alguien que dice mentiras, muchas, muchísimas mentiras, siempre, y no tuviese pruebas, ¿qué haría usted?

—Difícil de contestar es esa pregunta —dijo el inspector.

—Pero mi opinión es que si alguien miente, acabarán por descubrirse sus mentiras.

—Sí, eso es cierto —asintió Poirot—. Me interesa aclarar que la creencia de que ciertas afirmaciones son mentiras es cosa solamente de mi imaginación.
Creo
que son mentiras, pero no puedo
saber
que son mentiras. Pero quizá pueda hacerse una prueba. Una prueba de alguna mentirilla de poco bulto. Y si se demuestra que es tal mentira... ¡sabremos entonces que todo el resto lo es también!

El inspector Colgate le miró con curiosidad.

—Su imaginación trabaja de un modo extraño, señor —dijo—. Pero al final hace deducciones muy acertadas. ¿Puedo preguntarle qué le indujo a pedir esos detalles sobre casos de estrangulación en general?

—Ustedes tienen una palabra en su idioma...
astuto
. ¡Este crimen me parece un crimen muy astuto! Y me pregunté si sería el primero.

—Comprendo —murmuró Colgate.

—Me dije: «Examinemos crímenes pasados de clase similar, y si hay alguno que se parezca estrechamente a éste,
eh bien
, tendremos en él una pista valiosísima».

—¿Se refiere usted, señor, a la utilización del mismo procedimiento de muerte?

—No, no; quiero decir más que eso. La muerte de Nellie Parsons, por ejemplo, no me dice nada. Pero la muerte de Alice Corrigan... Dígame, inspector Colgate, ¿no nota usted un sorprendente parecido entre estos crímenes?

El inspector Colgate examinó unos momentos el problema en su imaginación.

—No, señor —dijo al fin—; no encuentro otro parecido que en uno y otro caso el marido tuvo una coartada férrea.

—Ah, ¿ha notado usted eso? —preguntó Poirot con acento de satisfacción.

4

—Ah, Poirot. Celebro verle. Entre. Es usted el hombre que necesito.

Hércules Poirot accedió a la invitación.

El jefe de policía abrió una caja de cigarros, eligió uno y lo encendió. Y empezó a hablar entre bocanadas de humo.

—He decidido, sobre poco más o menos, tomar una línea de acción —declaró—; pero me gustaría conocer su opinión antes de obrar decisivamente.

—Le escucho, amigo.

—He decidido acudir a Scotland Yard y entregarles el caso. En mi opinión, aunque ha habido motivos para sospechar de una o dos personas, el asunto tiene sus raíces en el contrabando de drogas. No me cabe duda de que la Cueva del Duende era el lugar de cita de los contrabandistas.

—De acuerdo —asintió Poirot.

—Y estoy también seguro —añadió Weston— de quién es nuestro contrabandista: Horace Blatt. Poirot volvió a asentir.

—Eso está también indicado.

—Veo que nuestros pensamientos han recorrido el mismo camino. Blatt tenía la costumbre de salir en un bote. A veces invitaba a alguien a que le acompañase, pero casi siempre iba solo. Su bote tenía unas velas rojas muy llamativas, pero hemos descubierto que tenía en reserva otras velas blancas. Blatt zarpaba un buen día para un sitio determinado y allí se encontraba con otro bote, bote de vela o de motor, el cual le entregaba la mercancía. Luego Blatt se dirigía a la Cueva del Duende a una hora conveniente.

Hércules Poirot sonrió.

—Sí, sí, a la una y media. La hora del almuerzo inglés, cuando todo el mundo se encuentra en el comedor. La isla es de propiedad particular. No es un sitio donde pueda entrar cualquiera a pasar un día de campo.

—Exacto —dijo Weston—. Por consiguiente, Blatt desembarcó en la Ensenada del Duende y guardó su «mercancía» en aquella pequeña cornisa de la cueva. Alguien se presentaría a recogerla a su debido tiempo.

—Recordará usted —observó Poirot— aquella pareja que vino a comer a la isla el día del asesinato. Probablemente era ese el procedimiento para llevarse el contrabando. Dos veraneantes de un hotel de Saint Loo vienen a la isla de los Contrabandistas. Aquí anuncian que se quedarán a comer, pero que quieren recorrer la isla primero. Es fácil descender luego a la playa, coger la caja de los emparedados, guardarla en el bolso de mano de
madame
, y volver a comer al hotel, un poco tarde quizá, a las dos menos diez, por ejemplo, después de haber dado un paseo mientras todos los demás huéspedes se encontraban en el comedor.

—Así me lo imagino yo también —dijo Weston—. Pero esas organizaciones de contrabando de estupefacientes son implacables. Si alguien se entera por casualidad de sus asuntos, ello equivale a una sentencia de muerte. A mí me parece que esa es la verdadera explicación de la muerte de Arlena. Es posible que aquella mañana Blatt se encontrase en la cueva depositando su mercancía. Sus cómplices tenían que ir a buscarla aquel mismo día. Arlena llega en su esquife y le ve entrar en la cueva con la caja. Le pregunta ella de qué se trata y él la mata y huye en su bote lo más rápidamente posible.

—¿Cree usted definitivamente que Blatt es el asesino? —preguntó Poirot.

—Parece la solución más probable. Claro que es posible que Arlena averiguase antes la verdad, que dijese algo a Blatt acerca del asunto y que algún otro miembro de la banda consiguiese una falsa entrevista con la mujer y la asesinase en la playa. Como digo, creo que lo mejor que podemos hacer es entregar el caso a Scotland Yard. Ellos tendrán muchos más medios que nosotros para comprobar las relaciones de Blatt con la banda.

Hércules Poirot asintió, pensativo.

—¿Cree usted entonces que es lo mejor que podemos hacer? —preguntó Weston.

—Es posible —contestó al fin Poirot, todavía pensativo.

—Vamos, Poirot, ¿le queda a usted algo en el buche?

—Caso de ser así, no podría probar nada —dijo gravemente Poirot.

—Ya sé que usted y Colgate tienen otras ideas —repuso Weston—. Me parecen un poco fantásticas, pero me veo obligado a confesar que puede haber algo aprovechable en ellas. Pero aunque tengan ustedes razón, continuaré pensando que éste es un caso para el Yard. Les entregaremos lo hecho y ellos podrán trabajar con la policía de Surrey. Estoy convencido de que no es realmente un caso para nosotros. No está suficientemente localizado.

Hizo una pausa.

—¿Qué opina usted, Poirot? ¿Qué cree usted que se debe hacer?

Poirot parecía abstraído en sus pensamientos.

—Sólo sé —dijo al fin— lo que me gustaría hacer a mí.

—¿Qué es ello?

—Me gustaría organizar una excursión campestre —murmuró Poirot.

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