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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (53 page)

—¡Guau, nena, no sabes cómo es esto!

Y entonces dudé de todo.

Fernando me acompañó en el camino de ida, pero el camino de vuelta, mucho más duro, tuve que recorrerlo yo sola.

Cuando me creía una niña distinta de las demás, un niño equivocado un ensayo fallido, un pobre proyecto de mujer destinado a no florecer jamás por puro defecto, nunca habría podido imaginar que lo que algún día me apartaría del modelo ideal al que con tanta vehemencia aspiraba entonces sería precisamente el exceso, y sin embargo no fue otra la verdad que me reveló aquel tipo en un intranscendente segundo de una mañana como otra cualquiera, la mesa habitual, el bar de la facultad, entre un café con leche y una copa de coñac, mientras mis amigas escuchaban atentamente el relato de una ninfa pálida, delicada y sufriente, los pezones puntiagudos, relevantes, como una agresión perpetua a su pecho plano, de muchacho, las caderas escurridas, de contornos difusos, la mirada febril, como yo jamás sería. Ella se había incorporado a nuestro grupo para hacer la especialidad desde algún oscuro colegio universitario de provincias. El rondaría los cuarenta años. De estatura y complexión medianas, no había nada extraordinario en su rostro ni en su cuerpo, pero sí en su aspecto, porque cultivaba un encanto muy particular que se manifestaba sobre todo en su personal concepto de la elegancia, sobriedad británica siempre deliberadamente arruinada por algún furibundo toque meridional, guantes amarillos, gafas de pasta roja, un gran anillo dorado en el que relucía una falsísima piedra oval, una corbata que reproducía, paso a paso, un descarado strip-tease de Mickey Mouse. Era profesor de literatura francesa, nunca me había dado clase y nunca me la daría, pero de algún modo nos conocíamos, y él ya sabía de mí, y yo de él, cuando aquella mañana decidió sentarse a desayunar con nosotras, porque un día del curso anterior habíamos coincidido en el mismo autobús. El había hecho el trayecto sentado entre dos alumnos muy jóvenes, de la atildada y bella especie que tanto escaseaba en aquel edificio por entonces, las aulas repletas de todas las posibles variantes del peludo espécimen de extrema izquierda y yo había tenido que quedarme de pie, agarrada a la barra, tan cerca de ellos que habría escuchado su conversación incluso si no hubiera deseado hacerlo.

—Pues sí, claro que me resultó difícil —estaba diciendo él—, la situación era muy distinta entonces. ¡Imaginaos que yo todavía llegué a tener un profesor que cada curso, nada más presentarse, nos contaba que él había tenido que comer muchas berzas antes de llegar a ser lo que era! Ya se le nota, lo de las berzas, decíamos nosotros en voz baja, desde la última fila…

Todos se rieron y yo no pude evitar acompañarles. Como única respuesta a mi impertinente carcajada, él me miró, y desde entonces tuve la sensación de que hablaba también para mí, porque cada una de sus palabras se impuso a la asfixiante atmósfera del autobús abarrotado para resonar como un pequeño pero completo desafío.

—Así que no era nada fácil acostarse con chicos, y yo tampoco lo tenía tan claro, supongo que ni siquiera quería pensar demasiado en el tema, en fin, que un par de veces, o dos, o tres pares de veces, no importa, me fui a la cama con tías, y la verdad es que no me gustó, aquello era como beberse un vaso de agua —sostuve su mirada, sonriendo, pero él se negó a sí mismo la tentación de responder a mi sonrisa y siguió hablando—. Entonces yo era muy progresista, claro, feminista y todo eso, militante del orgasmo democrático, y ellas lo sabían, por supuesto, eran amigas mías, y no se andaban por las ramas. Total, que nos desnudábamos por separado, nos tumbábamos en la cama, nos besábamos, nos sobábamos y eso, y luego ellas decían, con el dedo, con el dedo, tú sigue con el dedo… Y así me pasaba yo el rato, sentado en la cama, moviendo el dedo y tratando de averiguar qué gracia le encontraría Baudelaire a aquella gilipollez para engancharse como se enganchaba…

La risa de sus discípulos acalló el eco de sus últimas palabras. Yo también me reía, pero no dejaba de mirarle. Intentaba hablarle con los ojos, y de alguna manera, él me escuchó, porque el último fragmento de su discurso, cuando ya se vislumbraba a lo lejos el Arco del Triunfo, me reveló que había acusado el golpe.

—Quizás no estoy siendo justo. A lo mejor no tuve suerte o, simplemente, no me la merecía. Lo que quiero decir es que a Baudelaire seguro que no le enganchaban por el dedo.

Meses después, acodado en la mesa del bar, indiferente al contenido de una taza que había dejado de humear sin que se hubiera decidido aún a llevársela a los labios, era él quien me miraba, él quien sonreía, él quien comprendía y hablaba con los ojos, mientras yo escuchaba, con una inefable infección de hastío, la enésima aventura malograda de aquella soplapollas literal y metafórica, que aquella misma madrugada, después de invertir horas enteras en hablar, discutir, tocar, tantear, abrazar y sufrir, sobre todo sufrir, había decidido que todavía no estaba preparada para afrontar lo que ella llamaba la culminación física de la penetración. Mariana la escuchaba con una paciencia infinita, aprobando suavemente con la cabeza, como si la comprendiera, y quizás la comprendía de verdad porque todas mis amigas entendían esa clase de cosas. Yo me sentía extrañamente incómoda, culpable de aburrirme, y de ser incapaz de comprender la esencia de aquellas violentas convulsiones cuya descripción también estaba, en cierta medida, dirigida a mí, hasta que mi ánimo debió de traicionar la deliberada neutralidad de mi expresión, porque él se dio cuenta, y cuando nuestras miradas se cruzaron casualmente, como sin querer, me dijo aquello.

—Es que tú eres mucha mujer.

El corazón me saltó dentro del pecho, y forcé la vista para captar un destello de inteligencia en aquellos ojos que me estudiaban con atención, una cierta dosis de envidia y, sobre todo, bajo el maquillaje de una solidaridad sólo aparente, la inmensa compasión que se reserva a quienes aún no han descubierto que son víctimas.

—Mucha mujer —dije para mí, bajando la vista—. Mucha mujer, maldita sea…

Aquella vez no me lo tomé en serio. Qué sabrá éste, dije para mí, y sin embargo, sabía más que yo. No pasó mucho tiempo antes de que me viera obligada a sucumbir ante una evidencia tan pasmosa. Mucha mujer, sí, y más que mucha. Demasiada.

El llevaba una gabardina blanca, cinematográfica, con las solapas muy anchas y el cinturón anudado con patente desprecio de la hebilla, que colgaba a su aire, como un desecho de plástico marrón e inútil. Fuera no llovía, era una noche clara, pero unas gafas de sol con cristales ahumados protegían sus ojos mezquinos, pequeños y achinados, de mi morbosa curiosidad. Yo no le miraba sólo porque fuera el hombre más feo con el que recordaba haberme tropezado en mucho tiempo, aquella piel torturada, plagada de cicatrices, los labios sarcásticamente fruncidos en sus extremos, el pelo ralo, pobre, coronando una cabeza de considerables dimensiones, no le miraba siquiera para averiguar si estaba ciego, como había sospechado al principio. Hacía ya un rato que me había dado cuenta de que veía perfectamente, y sin embargo, seguía mirándole, como se mira a las llamas, o a las olas del mar, sin saber exactamente qué se busca en ellas, y su fealdad me parecía cada vez más misteriosa, casi diría que más dudosa. El se ocupó de mí muy vagamente, al principio. Luego, me sostuvo la mirada con tanta firmeza que consiguió avergonzarme, y fui yo quien huyó con los ojos, hasta que entreví con el borde de las pestañas que algo se estaba moviendo. Me hacía señas con el dedo índice de la mano derecha, indicándome que me acercara. Por puro reflejo, apoyé mi propio índice en el pecho y arqueé las cejas para improvisar una pregunta. El sonrió, moviendo la cabeza de arriba abajo. Sí, claro que se refería a mí.

Mientras recorría los pocos metros que nos separaban, me pregunté a qué tribu pertenecería. En aquella época, la población heterosexual, más o menos masculina, asidua de los locales que yo frecuentaba, se dividía básicamente en tres tipos: descerebrados, enfermizos y divinos. Los segundos eran humanos solamente en apariencia. Por lo demás, suplían con ventaja los efectos de las plantas de interior que suelen decorar bares y discotecas con más pretensiones que aquellos en los que los veía todas las noches, porque no había que regarlos, ni ocuparse de su temperatura. Crecían solos, y siempre, en invierno y en verano, llevaban grandes abrigos de lana oscura, grises o negros, con las solapas levantadas, y una afectada bufanda de mohair arropando sus frágiles gargantas. Atravesaban la puerta en grupitos de tres o cuatro, a veces acompañados por alguna mujer, casi siempre mayor que ellos pero ataviada con idéntica severidad, pese a lo cual, algunas ni siquiera parecían lesbianas, y se paraban a estudiar el ambiente con cara de muchísima pena, hasta que encontraban una mesa aislada hacia la que emprendían una larga marcha de pasitos cansados. Bebían poco, en silencio, balanceándose lánguidamente sobre las sillas, y alternaban las copas con aspirinas americanas —en las que depositaban una confianza que nunca les merecerían las españolas, ni siquiera en el caso de que su composición fuera idéntica a la de los analgésicos transoceánicos—, que algún amigo sensible y compasivo había traído para ellos desde Nueva York, nunca desde Arkansas. Todos eran artistas y, más difícil todavía, todos eran dadá, a pesar de que Warhol ejercía sobre ellos una despótica cuota de fascinación. Cuando estaban solos, pasaban bastante desapercibidos, pero esto ocurría raras veces, porque cada grupo disponía de su propio líder de opinión, un individuo canoso, abrumado por su responsabilidad, que era el único que hablaba, mientras sus acólitos le escuchaban con un fervor tal, que cualquier espectador desinformado podría confundir con un pensador genial a quien, a lo sumo, era un poeta eternamente maldito por lo inédito, o un mediocre licenciado en sociología, o un voluntarioso cantautor aficionado, y a veces ni eso, por mucho que hubiera tomado café una vez en el bar del Algonquin y se esforzara hasta la sangre por masturbarse mirando fotos de Alicia Lidell.

Pero él, a pesar de su aspecto, no aparentaba la pequeñez imprescindible para estar afiliado a cualquiera de esos penosos Bloomsburys catetos, y tampoco parecía emparentado con los miembros de las otras dos familias, quizás tan intrínsecamente despreciables como aquélla, aunque en ambas militaban algunos tíos encantadores, descerebrados con sentido del humor que, entre ácido y ácido, pensaban, y divinos que, de vez en cuando, condescendían a recordar que, al fin y al cabo, también ellos habían nacido de mujer, y hasta te confesaban, en un arrebato de irrefrenable humanidad, que su madre se llamaba Raimunda y era de un pueblo de Cuenca. Entre los primeros, algunos habían irrumpido en mi vida de forma episódica. Los segundos me gustaban, porque eran deslumbradoramente hermosos, pero siempre me había apartado de ellos la sospecha de que su propia belleza alimentaba tan intensamente su deseo de los otros, que apenas podrían nunca llegar a desearlos. Ese jamás parecería el caso de quien eligió para saludarme la fórmula más imprevista, y la más rentable, de todas cuantas estaban a su alcance.

—Comprendo que no te tropieces todas las noches con tíos tan atractivos como yo pero, de todas formas, no deberías mirarme así, no te conviene. Soy muy peligroso.

Aquella presentación me fascinó tanto como el tamaño del grano rojizo que se elevaba cerca de su oreja izquierda, tan desafiante y pletórico como un volcán a punto de entrar en erupción, y no reaccioné.

—¿Qué te pasa? ¿Eres muda?

—No —y aún le hice esperar un poco más—. ¿Cómo te llamas?

—¿Cómo te llamas tú?

Cuando estaba a punto de pronunciar mi verdadero nombre, un demonio travieso colgó otro de mis labios.

—India.

—No es verdad.

La firmeza con la que rechazó aquella mentira tonta, no tan tonta, generó en mi interior una rabia absurda de puro desaforada, pero a pesar de que me esforcé por endurecer mi acento, mis pies no se movieron ni un milímetro de su sitio.

—Mira, tío, no sé quién te crees que eres…

—Tú no te llamas India.

—No, yo…

—No me digas cómo te llamas. No hace falta. Vámonos.

—¿Adónde? —acerté a decir, cuando de nuevo el estupor había desterrado ya cualquier tentación de interpretar lo que estaba sucediendo dentro y fuera de mí.

—¿Qué más te da? — y esperó durante unos segundos una objeción que no fui capaz de oponer, porque no acababa de identificar la película en la que había escuchado un diálogo semejante—. Vámonos de aquí.

—Espera un momento. Voy a despedirme, a coger el bolso, ahora vengo.

Me alejé unos pasos señalando con la mano el rincón donde estaban mis amigos, cogí mis cosas y dije adiós. Confiaba en poder largarme sin dar más explicaciones, pero Teresa me agarró del brazo cuando ya me había vuelto de espaldas, y estaba tan nerviosa que arrancó a hablarme en catalán.

—¿Te vas a ir con eso? —me preguntó, los ojos como platos, cuando acertó a reaccionar de una vez.

—Sí.

—¿Pero tú le has visto bien?

—Sí.

—¿Y te vas a ir con él?

—Sí.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé —y en aquel momento creí que estaba siendo sincera.

—¿Qué pasa… —Mariana, que había asistido en silencio al interrogatorio, intervino en un susurro—, que tiene coca?

—No.

—Pues entonces, ¿qué es lo que tiene?

—Nada —liberé mi brazo y seguí andando—. Mañana os llamo y os lo cuento.

Cuando regresé a la barra, estaba pagando sus copas. No me dijo nada, pero dejó una propina descomunal, una cantidad astronómica en relación con lo que era habitual dejar —el platillo rigurosamente limpio— en aquel bar, a aquellas horas, y ahora sé que eso fue una manera de hablarme, como el gesto de pararse delante de la máquina del tabaco, cerca ya de la puerta.

—Dame el abrigo —me dijo—. Ve tú delante, yo te cojo.

Deposité mi abrigo en sus manos sin relacionar entre sí las dos frases, y me adelanté unos pasos. Estaba ya tan extrañada de que él fuera el tipo de tío que se empeña en ponerte el abrigo a toda costa como de no haber escuchado ningún ruido delator del funcionamiento de la máquina, cuando comprendí lo que pasaba, y me volví bruscamente para contemplarle, las manos en los bolsillos, absolutamente indiferente a las luces que parpadeaban a su lado mientras me miraba.

—¿Qué es lo que pasa contigo? — le dije cuando salimos a la calle, después de ponerme yo misma el abrigo que él me tendió con una mano absolutamente desprovista de ulteriores intenciones galantes—. ¿O es que montas siempre el mismo numerito?

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