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Authors: Gilles Legardinier

Tags: #Romántico

Mañana lo dejo (30 page)

En el salón de Jérôme todos sus amigos se divierten y ríen. Muchos esperan el encuentro que les cambiará la vida. Yo he arruinado mi oportunidad, he perdido mi tren.

Es duro contemplar tanta felicidad con el corazón roto. Prefiero girarme hacia la noche y buscar la luna, escondida tras las nubes. Escucho el sonido del viento. ¿Cómo podría reparar mi error? ¿Cómo ayudar a Ric? ¿Cómo demostrar de qué sería capaz por él? ¿Cómo protegerlo de sí mismo?

De pronto aparece la luna, clara y luminosa. Su belleza ilumina mi alma y, al igual que en el cielo, en mi mente se abren también las nubes. Se me acaba de ocurrir una idea. Quizá la idea más estúpida que haya tenido en toda mi vida. He dado con la solución a mis problemas, la respuesta a todas mis preguntas. Robaré esas joyas antes que Ric.

69

—Géraldine, es cuestión de vida o muerte. ¡Te lo ruego!

—No te pongas tan trágica. ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Ya es bastante que te haya dejado acceder al dossier de nuestro cliente más importante.

—Lo sé y te lo agradezco.

—Si Raphaël se da cuenta de que he utilizado sus claves, me matará y perderé mi empleo.

«Ojo, si estás muerta ya no necesitas el trabajo».

—Soy consciente de ello, pero te suplico que confíes en mí. Sabes que jamás haría nada que pudiera perjudicarte y que en la agencia siempre he sido honesta…

—Lo sé, pero sé también que eres capaz de meterte en los peores líos con tal de ayudar a alguien.

—Si pasara algo, prometo asumir toda la responsabilidad. Puedes delatarme si quieres. No tendría ninguna importancia, ya no tendría nada que perder.

—Pero ¿qué estás tramando?

—Prefiero contarte lo mínimo. Cuanto menos sepas, menos peligro.

—Alucino contigo, Julie. Conozco un poco a los Debreuil y en los negocios son realmente implacables. No veo por qué serían diferentes en el resto de facetas de su vida.

—No tengo otra opción, Géraldine. Sé que no tengo derecho a pedirte ese favor, pero sin ti no podría hacer nada.

—¿Qué quieres exactamente?

—¿Me has dicho que los talleres Debreuil están buscando inversores privados?

—Sus cuentas están al límite, les falta liquidez. Y la mayoría de las obras que van a exponer están ya hipotecadas.

—Pues sus bolsos no son precisamente baratos…

—Albane Debreuil lleva un tren de vida carísimo. Dilapida los beneficios de la empresa. El año pasado pidió un crédito avalado por la empresa para financiar unas cuadras y acabó perdiendo dinero con la idea. Todo es así. Como siga a ese ritmo dos años más tendrán que pensar en vender la empresa a algún grupo.

—Si les llevaras a un inversor, ¿te escucharían?

—No somos su único banco, pero estoy segura de que sí.

—¿Verificarían su solvencia?

—Nos pedirían que lo hiciéramos por ellos.

—Me lo imaginaba.

—¿Por qué? ¿Conoces a alguien tan rico?

—Estoy en ello.

Ya sé que estaréis pensando: «Está loca». Y no vais desencaminados. Pero cuando no se tiene nada que perder, hay que intentar dar el todo por el todo. Para sentirme más segura, trato de repasar a todos los personajes que tuvieron que hacer algo muy estúpido para conseguir lo que anhelaban, pues no tenían alternativa. Así me encuentro yo.

En seis días Ric pasará a la acción. Yo debo lograrlo antes que él sin sus planes, sin su entrenamiento, sin el material. Me creo capaz de conquistar a Albane Debreuil mediante el dinero, y eso antes de saber que el estado de sus cuentas la hará aún más receptiva.

Mi plan es simple: pediré una cita con ella para ofrecerme a inyectar dinero contante y sonante en la sociedad. Luego le pediré que me deje visitar el museo en primicia. Y cuando esté delante de la vitrina diecisiete, lo romperé todo, me haré con los collares y huiré corriendo. Luego le llevaré el botín a Ric como un gato que les lleva a sus amos de regalo el ratón que acaba de cazar. Después de eso le será imposible no amarme y viviremos como Blancanieves y su príncipe, pero sin los enanos.

¿No os convence el plan? A mí tampoco. Me muero de miedo, pero ese gesto a la vez suicida, desesperado y estúpido es la única manera de demostrarle a Ric que estoy dispuesta a todo por él. Al pensar esto último me doy cuenta de que creo en ello y estoy decidida a llevarlo a cabo. No seré capaz de hacerlo sola, pero la mente retorcida que me habita ya ha elaborado el guión.

Como en el caso del coche de Xavier, me sorprende la facilidad con que la gente se adhiere a semejante locura, incluso a pesar de que yo no estoy del todo convencida. No les digo que vaya a ser fácil, de hecho les explico que lo más seguro es que nos cierren la puerta en las narices.

Comienzo por Géraldine, que me sigue el juego. A pesar de lo que le he asegurado, está asumiendo riesgos, y me siento mal. Para disculparla estaría dispuesta a confesar que entré en el banco para manipularla y que la obligué a facilitarme la información mediante un vil chantaje: si no me decía lo que quería proclamaría a los cuatro vientos que estaba liada con el director de la sucursal.

Perfilo mi plan a todas horas. Lo repaso bajo todos los ángulos imaginables. Cada cuarenta segundos encuentro una posibilidad de que se venga abajo, pero evito pensar que podría acabar entre rejas. Al mismo tiempo me imagino a Ric, que no cabría en su emoción ante tan sublime tentativa, aunque fallida, y sería él quien viniera a liberarme. Estoy tan impaciente por que me lleve a su castillo.

Paradójicamente me encuentro mucho mejor desde que empecé a idear el complot. No siento que estoy planeando un robo. Ni siquiera pienso en la agente J. T. «en la cuenta atrás infernal de una imposible carrera contrarreloj». No. Lo hago por Ric. Será la mejor sorpresa de su vida, la mayor prueba de amor que una joven estúpida puede ofrecerle a un chico guapo. La cosa más estúpida de mi vida sería al mismo tiempo la más bella.

Sablière dijo una vez: «Todo deber se eclipsa ante una falta cometida por amor». Mazarin dijo: «Hay que ser fuerte para enfrentarse a una catástrofe, pero hay que serlo más para poder utilizarla en tu provecho». La señora Trignonet, mi profesora de Arte en el instituto, solía decir: «Si decides partirte la cabeza, el resultado estará bien merecido».

Si salgo de esta, seré yo quien se encargue de hacer frases que pervivan siglos y siglos. Soy invencible. El mundo me pertenece. A ver si me acuerdo de bajar la basura antes de marcharme.

70

Acabo de tener un sueño. En la sala de conciertos más hermosa del mundo, subo al escenario aureolada por la luz que proyecta el traje de diamantes que llevo. Frente a mí hay cientos de asientos de terciopelo rojo, perfectamente alineados y todos vacíos, excepto uno en el medio de la sala. En él está sentado Ric.

Con un nudo en la garganta, me pongo en el centro del escenario y saludo con majestuosidad. De pronto suena la primera nota y una orquesta se eleva desde el foso. Lola está al piano.

Mi voz arranca suavemente, como un secreto o una confesión. Contenida en una canción está mi vida. Con ritmo, violines, rock, blues, slow, sostenidos y solos. Tan solo dura unos minutos y en ella está la esencia de mi vida. Canto para él, lo doy todo por él.

Escucho las melodías, pronuncio la letra. Mi canción habla de amor, de esperanza, de todo a lo que una mujer es capaz de renunciar por amor. Espero a que se quede hasta el final. Que una rosa caiga a mis pies. Que me quite todos los diamantes. Las dudas ya no están en mí, yo estoy donde debo estar, hago aquello en lo que creo, por primera vez. Solo temo despertarme y descubrir que la sala estaba llena, que no quedaba un asiento vacío, salvo el del centro. Hoy es el día en el que me juego la vida.

71

Xavier a menudo cuenta que justo antes de una operación los soldados quedan en silencio para poder concentrarse mejor. Quizá por eso él tampoco pronuncia una sola palabra mientras nos lleva en coche a la finca de Albane Debreuil, con quien tenemos una cita.

Xavier se ha puesto el mismo traje que llevaba en el entierro de la señora Roudan. Vestido así y cerca del sepulcro, iba perfecto para un funeral. Pero esta vez, al volante de su impresionante coche blindado, parece un guardaespaldas que, de apretar algún botón secreto, podría lanzar un misil.

El vehículo circula por las calles. Y a través de los cristales tintados veo cómo todos los peatones se quedan mirándolo.

Voy sentada detrás, al lado de la señora Bergerot. Ella lleva un maravilloso abrigo de piel. A pesar de ser sintético y demasiado pequeño, cumple con su cometido. De todas formas, maquillada y peinada por Léna, se parece increíblemente a la millonaria rusa que debe encarnar en mi plan. Ese porte de barbilla, esa clase y esa seguridad en la mirada adquiridas a fuerza de vender más de dos millones de baguettes y el mismo número de croissants a todo tipo de gente.

Yo llevo un conjunto gris, sobrio pero elegante, que me ha prestado Géraldine. Sé que me sienta peor que a ella, pero no creo que la señora Debreuil se fije en mí.

En ese momento intento no arrepentirme de lo que estamos a punto de hacer, no quiero ni pensar en el lío en el que estoy metiendo a todos mis amigos. Hace unos minutos que Sophie ha debido de llegar a la casa de los Debreuil. Se va a hacer pasar por la periodista encargada de inmortalizar el encuentro entre la descendiente de una de las más afamadas firmas francesas y la millonaria rusa dispuesta a invertir en una marca para hacerla todavía más internacional.

El coche deja la calle principal para tomar callejuelas más estrechas. Pese a la velocidad, el sistema de suspensión nos mantiene todo el rato horizontales. El XAV-1 es un vehículo excepcional. A través del retrovisor mi mirada se cruza con la de Xavier. Antes incluso de ir a la guerra, un comando tiene derecho a sentirse orgulloso de lo que ya ha logrado. La señora Bergerot también está impresionada por el coche. Casi parece haber olvidado la absurda misión que está a punto de cumplir por mí. Hace una hora estábamos sumidas en nuestra rutina de la panadería, pero al bajar la persiana para el cierre de mediodía, el decorado cambió: ella corre a que la vistan. Se cierra una persiana y se abre el telón.

Se inclina hacia mí:

—Entonces, ¿no tengo que decir nada?

—Exactamente. Solo murmure en mi oído y yo me encargaré de traducirle a la señora Debreuil.

—Y no vas a dejarme sola ni un minuto, ¿verdad? Porque si lo haces, me quedaré en blanco.

—No se preocupe. La seguiré como si fuera su sombra. Soy su intérprete y su secretaria particular.

Ni a ella, ni a Sophie, ni a Xavier les he contado lo que pienso hacer. La versión oficial es que quiero visitar el lugar para impedir que Ric cometa una locura. Ni siquiera yo sé muy bien qué haré cuando me encuentre frente a la vitrina diecisiete. Tendré que improvisar. Si veo la posibilidad, robaré el valioso contenido y saldré corriendo. Estoy dispuesta a todo y a asumir las consecuencias. Mis amigos no tendrán problemas porque no están al corriente, y ya he escrito tres cartas (una a la policía, otra al ayuntamiento y otra al juzgado). Mohamed tiene órdenes de meterlas en un buzón si no he vuelto el día siguiente. No hay vuelta atrás. Seré yo quien tenga que huir, y Ric quien deba acompañarme. Al contrario que él, yo no tendría problemas en pedírselo. Estoy segura de que Steve podría colocarnos en algún lugar de Australia. Comeríamos canguro, y Ric me curará cuando lance mi primer bumerán y al volver me golpee en toda la cara.

Acabamos de girar en la curva que lleva directamente a la finca. Está rodeada de casas lujosas que se aglutinan alrededor de la legendaria mansión, como si fueran cortesanos alrededor de un monarca. A lo lejos se ve la verja con las iniciales del fundador labradas. Por ese lado todo tiene mucho más glamour que en la parte trasera.

—¿Señoras, están listas? —pregunta Xavier.

La señora Bergerot se coloca el chal y asiente con la cabeza.

—Estamos listas —respondo.

No sé si os habrá pasado lo mismo, pero yo más de una vez he sentido, ante una prueba complicada, que daría diez años de mi vida con tal de no tener que enfrentarme a ella. En esta ocasión no. Estoy preocupada, pero no dispuesta a renunciar. De entrada porque me siento muy en mi sitio, pero también porque no renunciaría por nada del mundo siquiera a una hora de mi existencia de las que pienso pasar con Ric.

Xavier se pone unas gafas de sol y reduce la velocidad. Si tuviera un yorkshire se pondría a ladrar. Un guarda se acerca al coche. Está evidentemente impresionado por el vehículo.

Xavier baja el cristal y asegura:

—Tenemos una cita.

El hombre no se atreve ni a preguntarnos si somos esos a los que espera su jefa.

—Sigan el camino… y bienvenidos.

El XAV-1 avanza entre árboles centenarios. Pronto llegamos al edificio que he visto en las fotos. Piedra, tejaditos, torretas en las esquinas. Una mezcla de posada de caza victoriana y casa típica del Périgord. Está claro que los Debreuil saben elegir a sus decoradores. La inmensa residencia con tres alas rodea un patio con una fuente en medio. El lugar resultaría impresionante incluso dentro de una película de Hollywood. El XAV-1 se para frente a la puerta. Enseguida un hombre aparece bajo el dintel.

Veo el coche de Sophie aparcado un poco más allá. Xavier baja y le abre la puerta a la señora Bergerot. Yo salgo sola y me dirijo hacia el señor.

—Buenos días, por favor, avise a la señora Debreuil de la llegada de la señora Irina Dostoïeva.

Anoche estuve trabajando mi acento. Me dio tiempo, ya que no logré pegar ojo. Es una mezcla del ruso de opereta que se escucha en las películas de espías rusos con algo más, como si hablara con un secador en la boca. Conozco exactamente el efecto que produce, he hecho la prueba esta noche.

—Bienvenidos a la finca Debreuil. Me llamo François de Tournay y soy el encargado de los negocios de la señora Debreuil.

Le tiendo la mano.

—Valentina Serguev, asistente personal de la señora Dostoïeva. Soy también su intérprete ya que no habla vuestro idioma.

Él se precipita hacia la señora Bergerot, que ya se dirigía hacia la casa. Con un movimiento ampuloso, le besa la mano.

—Mi más sincera bienvenida, señora. Es un gran honor poder recibirla.

«No te canses, tío. Visto el estado de las cuentas de vuestra familia, ya sabemos por qué te alegras tanto de verla…»

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