Manuscrito encontrado en Zaragoza (12 page)

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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Estaba yo sobre un techo, con el oído atento para saber por qué tubo saldría la voz del patrón. Me pareció oírlo gritar en la chimenea más próxima a mí. Descendí por ella, pero encontré que, bajo el techo, el tubo se bifurcaba. Allí hubiera debido llamar; como buen aturdido no lo hice, y me decidí por una de las dos aberturas. Me dejé resbalar, me encontré en un hermoso salón, y lo primero que vi fue al Principino en camisa, jugando al volante.

El muy tonto, aunque sin duda habría visto a otros deshollinadores, me tomó por el diablo. Se hincó de rodillas, suplicándome que no lo raptara y prometiéndome ser juicioso. Sus ruegos me habrían conmovido, pero tenía en la mano mi escobilla de deshollinador, y la tentación de usarla fue muy grande; además, aunque estaba bien vengado del golpe que me pegó el Principino con el libro de oraciones, y en parte también por los vergajazos, aún pesaba sobre mi corazón el puntapié que me dio en la cara, al tiempo que me decía:

—Managgia la tua faccia de banditu.

En fin, un napolitano, llegado el momento de vengarse, prefiere pecar por exceso que por falta.

Arranqué de mi escobilla un puñado de vergajos. Después desgarré la camisa del Principino; una vez que su espalda quedó al desnudo, también la desgarré, o a lo menos la dejé bastante mal parada. Lo más extraño del caso es que el miedo le impedía gritar. Cuando creí suficiente el castigo, me limpié el tizne de la cara y le dije:

—Ciuccio, maledetto, io non zuno lu diavolu, io zuno lu piciolu banditu delli Augustine. Entonces el Principino recuperó el uso de la voz y pidió socorro a gritos, pero yo, sin esperar que acudieran, subí por donde había bajado.

Cuando estuve en el techo, oí la voz del patrón que me llamaba, pero no juzgué conveniente responder.

Corriendo de techo en techo llegué a un establo, ante el cual había un carro con heno. Me lancé del techo al carro y del carro al suelo. Después llegué corriendo al portal de los Agustinos, donde conté a mi padre lo que acababa de ocurrirme. Mi padre me escuchó con mucho interés; después me dijo:

—Soto, Soto! Già vegio che tu sarai banditu.

En seguida, volviéndose hacia un hombre que estaba a su lado, agregó:

—Padron Lettereo, prendetelo chiutosto vui.

Lettereo es un nombre de pila característico de Messina. Proviene de una carta (lettera) que la Virgen escribió a los habitantes de esta ciudad y que fechó «el año 1452 del nacimiento de mi hijo». Los mesineses tienen tanta devoción por esta carta como los napolitanos por la sangre de San Genaro. Os cuento este detalle porque un año y medio después, ante la Madonna della lettera, recé una plegaria que imaginé fuese la última de mi vida.

Padron Lettereo era capitán de un pingue, armado en apariencia para la pesca de coral, en realidad para el contrabando y la piratería, según se presentara la ocasión. Lo cual ocurría pocas veces porque el barco no portaba cañones y era menester sorprender a los navíos en playas desiertas.

Todo ello se sabía en Mesina, pero Lettereo hacía contrabando por cuenta de los principales mercaderes de la ciudad. Los empleados de la aduana tenían su parte en el negocio y, por lo demás, el patrón pasaba por ser muy aficionado a la coltellata, lo cual imponía respeto a quienes hubiesen podido causarle molestias. Agregaré que la traza de Lettereo era en verdad imponente. Su altura y el ancho de sus espaldas hubieran bastado para llamar la atención, pero su aspecto todo era tan hosco que las personas de carácter apocado no lo veían sin un movimiento de espanto. Su rostro, ya de por sí muy trigueño, estaba oscurecido por la pólvora de un cañonazo que le había dejado muchas cicatrices, y diversos y extraños dibujos adornaban su piel morena. Casi todos los marineros del Mediterráneo tienen la costumbre de hacerse tatuar, en los brazos y en el pecho, cifras, perfiles de galeras, cruces y otros ornamentos parecidos. Pero Lettereo había exagerado esta costumbre. En una mejilla llevaba grabado un crucifijo; en la otra, una madona. De ambas imágenes sólo se veía la parte de arriba, porque la inferior estaba oculta por una espesa barba que la navaja no tocaba jamás y que únicamente las tijeras contenían dentro de ciertos límites. Completad el cuadro con aros de oro en las orejas, un gorro rojo, una chaqueta sin mangas, pantalones de marinero, brazos y pies desnudos, bolsillos llenos de oro, y tendréis la estampa aproximada del patrón.

Se pretende que en su juventud había conquistado a mujeres de alta alcurnia; todavía entonces era el mimado de las mujeres de su condición, y el terror de los maridos. Os diré, para acabar de haceros conocer a Lettereo, que había sido el íntimo amigo de un hombre de verdadero mérito, conocido por el nombre de Pepo, de quien mucho se ha hablado después. Ambos fueron corsarios de Malta. Pepo, más adelante, entró al servicio del rey, mientras Lettereo, a quien el honor le importaba menos que el dinero, había tomado el partido de enriquecerse por todos los medios y se había convertido, a la vez, en enemigo irreconciliable de su antiguo camarada.

Mi padre, que en su asilo no hacía otra cosa que curarse la herida, de la cual no esperaba ya sanar, entraba de buena gana en conversación con héroes de su misma calaña. Esto lo había vinculado a Lettereo y, al recomendarme a él, esperaba que no habría de rechazarme. No se equivocó. Más aún, Lettereo quedó muy conmovido por estas muestras de confianza. Prometió a mi padre que mi noviciado sería menos riguroso de lo que suele ser el de un grumete de barco, asegurándole que yo, puesto que había sido deshollinador, aprendería en menos de dos días a trepar en las maniobras.

Yo estaba muy contento. Mi nuevo oficio me parecía más noble que el de rascar chimeneas. Abracé a mi padre y a mis hermanos y tomé alegremente con Lettereo el camino de su barco. Cuando estuvimos a bordo, Lettereo reunió a la tripulación, compuesta por veinte hombres cuyos rostros armonizaban con el suyo. Me presentó a estos hombres, haciéndoles el siguiente discurso:

—Anime managie, quista criatura é lu filiu de Sotu; se uno de vui li mette la mano sopra, io li mangio l'anima.

Esta recomendación hizo su debido efecto. Hasta quisieron que comiese en la mesa común, pero como vi a dos grumetes de mi edad que servían a los marineros y comían sus restos, obré como ellos. Me dejaron proceder así, y me tomaron más estima. Pero cuando me vieron subir a la entena, cada cual se apresuró en manifestarme su aprecio. La entena, en las velas latinas, hace las veces de verga, pero es mucho menos peligroso sostenerse en las vergas, porque están casi siempre en posición horizontal.

Largamos velas y al tercer día llegamos al estrecho de San Bonifacio, que separa Cerdeña de Córcega. Allí encontramos más de sesenta embarcaciones ocupadas en la pesca de coral. También nosotros nos pusimos a pescar, o más bien a hacer que pescábamos. En lo que a mí respecta, saqué mucho provecho de ello porque a los cuatro días nadaba y me sumergía como el más audaz de mis camaradas.

Al cabo de ocho días nuestra flotilla fue dispersada por el gregal, nombre que se da, en el Mediterráneo, a la ráfaga del nordeste. Cada barco se fue como pudo. Nosotros llegamos a un ancladero conocido con el nombre de rada de San Pedro. Es una playa desierta, en la costa de Cerdeña. Allí encontramos una polacra veneciana que parecía haber sufrido mucho con la tempestad. Nuestro patrón hizo de inmediato proyectos respecto a ese navío y echó el ancla junto a él. Después hizo bajar una parte de la tripulación a la sentina para que se creyera que había poca gente en el barco. Precaución casi superflua, porque las embarcaciones latinas tienen siempre más tripulación que las otras.

Lettereo, que no cesaba de observar la tripulación veneciana, vio que sólo estaba compuesta por el capitán, el contramaestre, seis marineros y un grumete. Observó, además, que la vela de la cofa estaba desgarrada y que la bajaban para componerla, porque los navíos cargueros no tienen velas de repuesto. Luego de estas observaciones, puso en la chalupa ocho fusiles y otros tantos sables, los cubrió con una tela alquitranada y resolvió esperar el momento favorable.

Cuando se restableció el buen tiempo, los marineros subieron a la gavia para desplegar la vela, pero como no supieran arreglárselas bien, el contramaestre y el capitán también subieron. Entonces Lettereo echó la chalupa al mar, se dejó caer en ella con siete marineros y abordó por atrás a la polacra. El capitán, que estaba montado en la verga, les gritó:

—Alla larga, ladrone, alla larga!

Pero Lettereo lo apuntó con un fusil, amenazando con matar al primero que descendiera. El capitán, que parecía un hombre decidido, se echó sobre los obenques para bajar. Lettereo le tiró al vuelo. El capitán cayó al mar y no volvió a aparecer. Los marineros pidieron gracia. Lettereo dejó cuatro hombres para vigilarlos y con los otros tres recorrió el interior del navío. En la cabina del capitán encontró un barril de aquellos que se usan para guardar aceitunas, pero como pesaba mucho y estaba cuidadosamente precintado, pensó que debía guardar otra clase de mercaderías. Lo abrió, y quedó agradablemente sorprendido al encontrar en él varios sacos de oro. No pidió más y ordenó la retirada. El destacamento volvió a bordo y largamos velas. Como pasáramos por la popa del barco veneciano, le gritamos en broma:

—Viva San Marco!

Cinco días después llegamos a Livornia. Inmediatamente el capitán fue a ver al cónsul de Nápoles, acompañado por dos de sus hombres, y declaró que habiéndose peleado su tripulación con la de una polacra veneciana, el capitán veneciano había tenido la mala suerte de ser empujado por un marinero, de resultas de lo cual había caído al mar. Parte del contenido del barril de aceitunas fue empleado en dar mayor verosimilitud a este relato.

Lettereo, que tenía una decidida afición a la piratería, hubiera sin duda intentado otras empresas de este género, pero en Livornia le propusieron un nuevo comercio que mereció su preferencia. Un judío llamado Nathan Levi, habiendo observado que el Papa y el rey de Nápoles ganaban mucho con sus monedas de cobre, quiso participar de esta ganancia. Hizo pues fabricar monedas parecidas en una ciudad de Inglaterra llamada Birmingham. Cuando tuvo cierta cantidad, estableció a uno de sus agentes en Florida, aldea de pescadores situada en la frontera de los dos estados, y Lettereo se encargó de transportar y desembarcar la mercadería.

El provecho fue considerable y durante más de un año, no hicimos más que ir y venir, siempre cargados con nuestras monedas romanas y napolitanas. Quizá hubiéramos continuado durante mucho tiempo con nuestros viajes, pero Lettereo, que tenía genio para especular, propuso al judío que fabricase monedas de oro y de plata. Éste siguió su consejo y estableció en Livornia una pequeña fábrica de cequíes y de escudos. Nuestro provecho excitó los celos de las potencias. Un día que Lettereo estaba en Livornia, pronto a echar las velas, le dijeron que el capitán Pepo tenía orden del rey de perseguirlo, pero que no podría echarse a la mar antes de fin de mes. Ese falso aviso no era sino un ardid del mismo Pepo, que ya estaba en alta mar desde hacía cuatro días. Lettereo cayó en la trampa. Como el viento era favorable, creyó poder hacer un viaje aún, y alzó velas. Al día siguiente, al despuntar la aurora, nos encontramos en medio de la escuadrilla de Pepo, compuesta por dos galeones y dos escampavías. Como estábamos rodeados, no había medio de escapar. Lettereo estaba decidido a jugarse el todo por el todo. Alzó las velas y enfiló hacia la nave mayor. Pepo estaba en el puente y daba órdenes para el abordaje. Lettereo le apuntó con un fusil y le rompió un brazo. Todo ello fue cuestión de segundos.

Muy pronto los cuatro navíos dirigieron sus proas contra nosotros, y escuchamos de todos lados: Mayna. Mayna ladro managie, can senza fede. Lettereo se puso a babor, de modo que nuestra banda rozaba la superficie del agua. Después, dirigiéndose a la tripulación, nos dijo:

—Anime managie, io in galera no ci vado. Pregate per me a la santissima madonna della lettera.

Todos nos hincamos de rodillas. Lettereo se puso unas balas de cañón en el bolsillo. Creíamos que quería echarse al mar. Pero eran muy otros los proyectos del astuto pirata. Amarrado a sotavento había un grueso tonel, lleno de cobre. Lettereo se armó de un hacha y cortó la amarra. Inmediatamente, el tonel rodó por la otra banda, y como nosotros estábamos ya muy inclinados, naufragamos por completo. Al principio, los que estábamos de rodillas caímos sobre las velas cuando el navío se hundió, éstas, a causa de su elasticidad, nos echaron felizmente a varias toesas del otro lado. Pepo nos izó a todos, con excepción del capitán, un marinero y un grumete. A medida que nos sacaba del ala, nos agarrotaba y nos echaba en la nave mayor. Cuatro días después abordamos Mesina. Pepo había hecho advertir a la justicia que iba a entregarle a algunos individuos dignos de su atención. Nuestro desembarco no careció de cierta pompa. Era precisamente la hora del Corso, cuando toda la nobleza se pasea por la avenida de la Marina. Nosotros marchábamos gravemente, precedidos y seguidos por esbirros.

El Principino estaba entre los espectadores. No bien aparecí, me reconoció y gritó:

—Ecco lu piciolu banditu delli Augustini.

Al mismo tiempo me saltó a los ojos, me cogió por el pelo y me arañó la cara. Como yo tenía las manos atadas a la espalda, no podía defenderme. Sin embargo, acordándome de una jugada que vi hacer en Livornia a marineros ingleses, hice un movimiento y le di un cabezazo en la boca del estómago. El Principino cayó para atrás. Después, levantándose furioso, sacó del bolsillo un cuchillito y quiso herirme. Lo evité, tirándole una zancadilla y haciéndolo caer violentamente. En la caída, se hirió con el cuchillo que tenía en la mano. Entretanto llegó la princesa, que quiso hacerme pegar por sus servidores, pero los esbirros se opusieron a ello y nos condujeron a la cárcel.

El proceso de nuestra tripulación duró poco tiempo; casi todos fueron condenados a recibir la estrapada y pasar el resto de su vida en galeras. Digo casi todos porque el grumete que se salvó y yo fuimos soltados por ser menores de edad. Cuando me pusieron en libertad, fui al convento de los agustinos. No encontré a mi padre. El hermano portero me dijo que había muerto y que mis dos hermanos eran grumetes en un navío español. Pedí hablar con el hermano capellán. Me hicieron pasar al locutorio y conté mi pequeña historia, sin olvidar el cabezazo al Principino y la zancadilla que le tiré. Su reverencia me escuchó bondadosamente. Después me dijo:

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