Manuscrito encontrado en Zaragoza (22 page)

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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Los chaparrones, las ráfagas, los relámpagos se sucedían sin interrupción. Temblaba yo dentro de mis ropas empapadas y tuve que permanecer varias horas en tan enojosa situación. De pronto, creo entrever luces errantes en el valle, oigo voces. Llamo, me responden.

Muy pronto veo llegar a un joven de buen aspecto seguido por algunos criados que llevaban hachones encendidos y paquetes de ropa. El joven, saludándome respetuosamente, me dijo:

—Señor Romati, venimos de parte de la señora princesa de Monte Salerno. El guía que tomasteis en Monte Brugio nos ha dicho que os habéis extraviado en estas montañas, y venimos a buscaros por orden de la princesa. Vestíos con estas ropas y seguidnos.

—¿Cómo? —le respondí—. ¿Queréis conducirme a ese castillo inhabitado que está en lo alto de la montaña?

—En modo alguno —respondió el joven—. Veréis un soberbio palacio, y sólo estamos a doscientos pasos de él.

Imaginé, en efecto, que alguna princesa del lugar vivía en los alrededores. Me vestí y seguí al joven. Muy pronto nos encontramos frente a un portal de mármol negro y, como los hachones no iluminaban el resto del edificio, no pude saber cómo era éste. Entramos. El joven me abandonó al pie de la escalera. No bien hube subido hasta el primer tramo, me salió al paso una dama de belleza poco común.

—Señor Romati —me dijo—, la señora princesa de Monte Salerno me ha encargado que os haga ver las bellezas de su morada.

Le respondí que a juzgar por sus damas de honor, uno se formaba una alta idea de la princesa.

En efecto, la dama que debía conducirme era, como ya lo dije, de una belleza perfecta y de un aspecto tan arrogante que al principio la tomé por la princesa misma. Estaba vestida como los personajes de los retratos de familia pintados en el siglo pasado. Imaginé que las damas de Nápoles usaban nuevamente esas antiguas modas. Entramos primero a una sala donde todo era de plata maciza. Las baldosas del pavimento eran de plata, algunas mate, otras lustrosas. La tapicería, también de plata maciza, imitaba un damasco cuyo fondo era lustroso, y de plata, color mate, el follaje. El techo estaba cincelado como los artesonados de los castillos antiguos. Los zócalos, los bordes de la tapicería, las arañas, los cuadros, las mesas, todo era de un admirable trabajo de orfebrería.

—Señor Romati —me dijo la presunta dama de honor de la princesa—, no vale la pena que os detengáis a contemplar este aposento. No es sino la antecámara donde aguardan los lacayos de la señora princesa.

Nada respondí, y entramos a un aposento poco más o menos semejante, sólo que aquí todo era de oro cincelado, de ese oro lleno de matices que estuvo de moda hace cincuenta años.

—Este aposento —me dijo la dama— es la antecámara donde aguardan los caballeros de honor, el mayordomo y los demás criados de la casa. En los demás departamentos de la princesa no veréis plata ni oro. Sólo le place la simplicidad. Podéis juzgar por este comedor.

Abrió una puerta lateral y entramos a una sala cuyas paredes estaban revestidas de mármol de color; tenían por friso un magnífico bajorrelieve de mármol blanco. Veíanse también magníficos aparadores cubiertos de vasos de cristal de roca y de tazas y platos de la más hermosa porcelana de la India.

Después volvimos a la antecámara de los criados y de allí pasamos a la sala.

—Ahora sí os permito que admiréis este aposento —dijo la dama.

Lo admiré, indudablemente. Mi primer asombro fue motivado por el pavimento. Era de lapislázuli incrustado de piedras duras que formaban un mosaico florentino, uno de esos mosaicos que adornan las mesas y que significan años de trabajo. El dibujo tenía una intención general y formaba un conjunto regularísimo. Pero cuando se examinaban sus diversas partes, se veía que los variadísimos detalles no disminuían en nada el efecto que producía la simetría. Aunque el dibujo fuera siempre el mismo, ofrecía, aquí, muchísimas flores admirablemente matizadas; allá, conchillas soberbiamente esmaltadas; más lejos, mariposas; más lejos aún, picaflores. En suma, las más hermosas piedras del mundo estaban empleadas en imitar lo que hay de más hermoso en la naturaleza. El centro de ese magnífico pavimento representaba un cofre compuesto por piedras de color y rodeado por hileras de gruesas perlas. Todo surgía en relieve y tan real como en los mosaicos florentinos.

—Señor Romati —me dijo la dama—, si contempláis tan largamente, no acabaremos jamás.

Levanté los ojos y los detuve en un cuadro de Rafael, que parecía representar el original de su Escuela de Atenas, pero de un colorido más bello porque estaba pintado al óleo.

Después observé un Hércules a los pies de Onfalia.

La figura del Hércules era de Miguel Ángel, y en la figura de la mujer se reconocía el pincel de Guido. En resumen, cada uno de aquellos cuadros era más perfecto que todo lo que yo había visto hasta entonces. Las paredes, tapizadas de terciopelo verde liso, hacían resaltar las pinturas.

A los lados de cada puerta se veían estatuas de tamaño un poco menor que el natural. Había cuatro. Una de ellas era el célebre Amor de Fidias, cuyo sacrificio exigió Friné; la segunda, el Fauno del mismo artista; la tercera, la auténtica Venus de Praxíteles; la cuarta, un Antinoo de gran belleza. Había también grupos escultóricos en cada ventana. Alrededor del salón se veían cómodas con los cajones abiertos; no estaban adornadas por bronces, sino por los más bellos trabajos de orfebrería que sirven para engarzar camafeos, como sólo se encuentran en los gabinetes de los reyes. En los cajones había series de medallas de oro, admirablemente cinceladas.

—Después de cenar —me dijo la dama—, la princesa pasa largas horas en esta sala; el examen de su colección de medallas motiva conversaciones tan instructivas como interesantes. Pero aún tenéis muchas cosas que ver. Seguidme.

Entonces entramos en el aposento de la princesa. Tenía cuatro alcobas y otros tantos lechos de un tamaño extraordinario. No se veían zócalos, ni tapicerías, ni cielos rasos. Todo estaba cubierto de muselinas de la India drapeadas con gusto maravilloso, bordadas con arte sorprendente, y de una textura cuya levedad hacía pensar en una niebla que Arácnida misma hubiese encontrado el medio de encerrar en tan precioso bordado.

—¿Por qué cuatro lechos? —pregunté a la dama.

—Cuando el que se ocupa está demasiado caliente y no se puede dormir en él, se pasa a otro más fresco —me respondió.

—Pero —agregué— ¿por qué lechos tan grandes?

—A veces —dijo la dama—, cuando la princesa quiere conversar antes de dormirse, admite en ellos a sus doncellas. Pero pasemos al cuarto de baño.

Era una rotonda cubierta de nácar con filetes de burgado. En vez de colgaduras, las paredes estaban revestidas por una red de perlas, todas del mismo tamaño y del mismo oriente. El techo era de cristal, y a través del cristal se veían nadar peces dorados de la China. Hacía las veces de bañera una fuente circular cuyo grueso borde estaba guarnecido de musgo artificial, sobre el cual habían ordenado las más hermosas conchillas del mar de las Indias.

Entonces, ya sin poder contener mi admiración, exclamé:

—¡Ah, señora, el paraíso no es una morada más bella que ésta!

—¡El paraíso! —replicó la dama con acento extraviado y desesperado—. ¿No ha hablado, acaso, del paraíso? Señor Romati, os lo ruego, no os expreséis de esa manera. Os lo ruego seriamente. Seguidme.

Pasamos entonces a una pajarera colmada de todos los pájaros del trópico y de todos los amables cantores de nuestros climas. Allí encontramos una mesa servida para mí solamente.

—¡Ah señora! —dije a la hermosa dama—. ¿Cómo pensar en comer en una morada tan divina? Veo que no queréis sentaros a la mesa, y yo no me decido a ello, a menos que me habléis de la princesa que posee tantas maravillas.

La dama sonrió afablemente, me sirvió, sentóse a la mesa y comenzó en los siguientes términos:

—Soy hija del último príncipe de Monte Salerno.

—¿Quién? ¿Vos, señora?

—Quería decir la princesa de Monte Salerno. Pero no me interrumpáis.

HISTORIA DE LA PRINCESA DE SALERNO

—El príncipe de Monte Salerno, que descendía de los antiguos duques de Salerno, era grande de España, condestable, gran almirante, gran escudero, gran maestre y montero mayor. En fin, reunía en su persona todos los grandes títulos del reino de Nápoles. Aunque él mismo estuviera al servicio del rey, en su casa había una guarda de caballeros entre los cuales también figuraban muchos con grandes títulos. Entre éstos, el marqués de Spinaverde, primer gentilhombre del príncipe y merecedor de toda su confianza, que compartía sin embargo con su mujer, la marquesa de Spinaverde, primera azafata de la princesa.

Tenía yo diez años. Quería decir que la hija única del príncipe de Monte Salerno tenía diez años cuando murió su madre. En esta época, los Spinaverde abandonaron la casa del príncipe, el marido para administrar todos sus feudos, la mujer para cuidar de mi educación. Dejaron en Nápoles a su hija mayor, llamada Laura, que llevó junto al príncipe una existencia un poco equívoca. Su madre y la joven princesa fueron a residir a Monte Salerno.

Se ocupaban poco de la educación de Elfrida, pero mucho de la de aquellos que la rodeaban. Les enseñaban a satisfacer el menor de mis deseos.

—De vuestros deseos —dije a la dama.

—Os había rogado no interrumpirme —replicó ella con cierto fastidio. Después de lo cual, prosiguió en estos términos:

—Yo me complacía en poner a prueba la sumisión de mis servidoras. Dábales órdenes contradictorias que no podían cumplir sino imperfectamente, y las castigaba pellizcándolas, o clavándoles alfileres en los brazos y muslos. Abandonaron mi servicio. La Spinaverde me procuró otras, que me abandonaron también.

Entre tanto, mi padre enfermó y nos fuimos a Nápoles. Yo lo veía poco, pero la Spinaverde no se apartaba un momento de su lado. Al fin murió, dejando un testamento en el cual nombraba a Spinaverde único tutor de su hija y administrador de sus feudos y otros bienes.

Los funerales duraron varias semanas, después de las cuales volvimos a Monte Salerno, donde comencé nuevamente a pellizcar a mis criadas. Cuatro años transcurrieron mientras yo me entregaba a esas inocentes ocupaciones, que me eran tanto más dulces cuanto que la Spinaverde me aseguraba diariamente que yo tenía razón, y que aquellos que no me obedecían en seguida, o lo bastante bien, merecían toda suerte de castigos. Una vez, sin embargo, todas mis criadas me dejaron, una detrás de la otra, y me vi reducida por la noche a desnudarme por mi cuenta. Lloré de rabia y corrí a casa de la Spinaverde, quien me dijo:

—Querida y dulce princesa, secad vuestros bellos ojos. Esta noche os desnudaré yo misma, y mañana os procuraré seis criadas, de las cuales quedaréis seguramente contenta. Al día siguiente, al despertar, la Spinaverde me presentó seis muchachas muy hermosas, cuya vista me causó una especie de emoción. Ellas mismas parecían emocionadas. Fui la primera en sosegarme. Salté de mi lecho en camisón, las besé una tras otra y les aseguré que nunca serían reprendidas ni pellizcadas. En efecto, ya cometieran alguna torpeza mientras me vestían, ya osaran contrariarme, yo no me enojaba jamás.

—Pero, señora —dije a la princesa—, esas muchachas eran quizá muchachos disfrazados.

La princesa, con gran dignidad, me dijo:

—Señor Romati, os había rogado no interrumpirme.

Después, retomando el hilo de su discurso:

—El día en que cumplí dieciséis años, me anunciaron a unos visitantes ilustres. Eran el secretario de Estado, el embajador de España y el duque de Guadarrama. Este venía a pedirme en matrimonio. Los otros dos los acompañaban para apoyar su pedido. El joven duque tenía el rostro más agradable que imaginarse pueda, y no niego que hizo en mí alguna impresión.

Por la tarde, propusieron dar un paseo por el parque. Apenas habíamos dado algunos pasos cuando un toro furioso surgió de un grupo de árboles y vino a precipitarse sobre nosotros. El duque corrió a su encuentro, con el manto en una mano y la espada en la otra. El toro se detuvo un instante, se lanzó sobre el duque, se arrojó él mismo sobre la espada de éste y cayó a sus pies. Creí deber mi vida al valor y a la pericia del duque. Pero al día siguiente supe que el toro había sido apostado adrede por el escudero del duque, y que su amo había preparado la ocasión de brindarme un homenaje a la manera de su país. Entonces, lejos de aplaudir y agradecer su hazaña, no pude perdonarle el temor que me había inspirado, y me negué a casarme con él.

La Spinaverde quedó satisfecha de mi negativa. Aprovechó la ocasión para instruirme de todas mis ventajas y señalar hasta qué punto perdería yo cambiando de estado y dándome un dueño y señor. Algún tiempo después, el mismo secretario de Estado vino a verme, acompañado esta vez por otro embajador y por el príncipe reinante de Nudel Hansberg. Este soberano, un hombre alto, gordo, rubio, blanco, descolorido, quería conversar conmigo de los mayorazgos que poseía en sus Estados hereditarios; hablaba italiano con acento tirolés. Me puse a hablar como él y, mientras lo imitaba, le aseguré que su presencia era muy necesaria en los mayorazgos de sus Estados hereditarios. Se fue un poco amoscado. La Spinaverde me comió a besos y, para retenerme más seguramente en Monte Salerno, hizo llevar a cabo en el palacio todas las bellezas que acabáis de admirar.

—¡Ah! —exclamé—, pues lo ha logrado. Este hermoso lugar puede considerarse un paraíso en la tierra.

Al oír estas palabras, la princesa se puso de pie con indignación y me dijo:

—Romati, os había rogado no emplear nunca esa expresión.

Después, lanzando una carcajada convulsa y atroz, repitió una y otra vez:

—¡Sí, el paraíso, el paraíso! ¡Tiene la manía de hablar del paraíso!

La escena era penosa. La princesa dejó por fin de reír, me miró con severidad y me ordenó que la siguiera.

Entonces abrió una puerta, y nos encontramos en bóvedas subterráneas, más allá de las cuales se divisaba como un lago de plata, y que efectivamente era de plata líquida. La princesa golpeó las manos, y apareció una barca conducida por un enano amarillo. Subimos a la barca, y advertí que el enano tenía el rostro de oro, los ojos de diamantes y la boca de coral. En suma, era un autómata que, mediante pequeños remos, hendía la plata viva con mucha habilidad y hacía avanzar la barca. Este cochero de rara especie nos condujo al pie de una roca que abrió, y entramos entonces en un subterráneo donde mil autómatas nos ofrecieron el espectáculo más singular: pavos reales desplegaron su cola esmaltada y cubierta de pedrerías; loros, cuyo plumaje era color esmeralda, volaron sobre nuestras cabezas; negros de ébano nos presentaron fuentes de oro llenas de cerezas de rubíes y de uvas de zafiros. Mil otros objetos sorprendentes colmaban aquellas bóvedas maravillosas, cuyo límite no alcanzábamos a distinguir.

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