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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (43 page)

Tras estas palabras ambos amigos, vencidos por el cansancio y algo soñolientos por la ingestión de la tercera botella de hipocrás, decidieron irse a dormir para que el sueño reparador acabara de perfilar sus ideas.

Tras la voz del cuarto centinela anunciando la amanecida, la actividad se reanudó en el navío. Los galeotes libres ayudaban a la marinería en las tareas de limpieza y acondicionamiento: unos rascaban la cubierta con agua jabonosa y gruesos cepillos, otros pulían metales, otros más reparaban los deshilachados cabos y recosían los desperfectos del velamen, los cocineros preparaban la comida del mediodía y los pinches se dedicaban a escanciar chorros de vinagre en los odres de agua a fin de que no se corrompieran. Súbitamente, el cuerno del centinela anunció con tres toques cortos y uno largo que alguien venía desde tierra.

Martí y Manipoulos coincidieron precipitadamente en el castillo de popa.

Una elegante silla de manos acarreada por ocho forzudos porteadores estaba deteniéndose junto a la pasarela tendida del
Santa Marta
. Una vez colocada la oportuna peana, de ella descendió el almirante del Normando que hacía las veces de embajador, Tulio Fieramosca.

A la orden del contramaestre, la marinería formó pasillo en la cubierta; engolado y solemne, el distinguido personaje subió a bordo.

Tras los parabienes de rigor y los correspondientes saludos, los tres hombres se reunieron en la cámara de Martí, donde, una vez degustado el consabido refrigerio y escuchados los circunloquios habituales del siciliano, se llegó al auténtico tema.

—Mi señor, el ilustrísimo duque Roberto Guiscardo, ha partido hacia Palermo, y allí os recibirá el sábado en su castillo después del Ángelus. Como podéis suponer, es indispensable que llevéis con vos vuestras cartas de presentación. Decidme si vendréis solo o acompañado, y en caso de lo segundo, deberéis decirme el nombre y condición de la persona.

—Iré solo, y por supuesto llevaré mi acreditación —afirmó Martí.

—Entonces todo está claro. Mañana al amanecer saldrá de Mesina un barco que os envía mi señor y que os llevará hasta Palermo. Deseo que vuestra estancia entre nosotros sea grata y sobre todo provechosa para nuestros señores.

Dos días después, el barco que el Normando había puesto a disposición de Martí Barbany atracaba en el puerto de Palermo, donde un hermoso carruaje de dos caballos, enjaezados con todo boato, que lucía en su costado el escudo del siciliano, le esperaba para trasladar al ilustre invitado a la fortaleza donde Roberto Guiscardo tenía su cuartel general.

Martí, ataviado con sus mejores galas, contempló el castillo del Normando que se alzaba ante sus ojos. La construcción le causó una gran impresión. No se asemejaba en nada al palacio condal de Barcelona y carecía de la belleza de líneas de éste. Se podría decir que era mucho más ruda. Allí no se había tenido en cuenta la belleza, sino únicamente su valor defensivo. Una doble muralla la circunvalaba, el foso estaba lleno de agua y los robustos portones eran perfecta defensa caso de que la parte exterior del castillo fuera tomada por asaltantes. A la llegada del carruaje y tras los consiguientes intercambios de consignas, los puentes fueron tendidos, alzados los rastrillos y abiertos los portones. Martí fue acompañado al primer piso de la torre del homenaje, donde Roberto Guiscardo tenía instalado su salón de recepción de embajadas. El barcelonés pudo comprobar, en tanto recorría pasillos y salones, la sobriedad de aquella corte, mucho más proclive a la utilidad de sus instalaciones que al boato.

Sin casi darse cuenta fue introducido a la presencia del Normando, que le aguardaba recostado en su trono con dos altos personajes a cada uno de sus costados. Al primero lo conocía, era Tulio Fieramosca, el emisario del conde; no así al segundo, aunque por su vestimenta dedujo que era un alto dignatario eclesiástico.

Tras los consabidos golpes del camarlengo mayor con la contera del bastón sobre el entarimado, oyó cómo el chambelán anunciaba su presencia.

—El muy noble embajador del conde Ramón Berenguer I de Barcelona, el ilustrísimo señor Martí Barbany de Gurb.

Martí, reteniendo el paso por no denotar premura, se acercó a los pies del trono; con la cabeza inclinada, aguardó a que el Normando le diera su venia para alzarse.

La voz del siciliano sonó grave y profunda.

—Alzaos, embajador, mi casa es la casa de mis amigos y de los enviados de mis amigos. El conde Ramón Berenguer se encuentra entre ellos y vos le representáis en este momento.

Martí se alzó y ya de cerca pudo observar detalladamente la legendaria estatura del Normando. La rubia cabellera que se le desparramaba sobre los hombros encuadrando un rostro cincelado a golpe de gubia, los ojos grises y escrutadores, la nariz pronunciada, la boca carnosa y la barba poblada; ceñía sus sienes una corona de oro de cinco puntas, cada una de ellas ornada con un grueso rubí y cubría su espalda un lujoso manto con el cuello de armiño.

—Sed bienvenido a mi corte —dijo solemnemente el Normando—. A mi almirante ya lo conocéis. A mi diestra os presento al legado del pontífice, su ilustrísima el obispo Pedro Damián que es, junto al coadjutor, el monje Hildebrando, el brazo derecho de su santidad Nicolás II.

Martí se sintió observado detenidamente por el eclesiástico. La sonrisa del obispo era franca y sincera y Martí comenzó a relajarse y a sentirse cómodo.

—Tomad asiento. El embajador de Barcelona tiene el rango requerido para tratar conmigo de igual a igual.

Martí, sin demostrar la impresión que aquellas palabras le causaban, ocupó, a los pies de la grada del trono, una antigua silla curul de marfil y cuero que un chambelán le había acercado, a la vez que los dos ilustres consejeros hacían lo propio a ambos lados del conde, aunque un peldaño por debajo de éste.

Martí echó mano a la carpeta de cuero instalada sobre sus rodillas y extrajo de ella sus credenciales.

Con un gesto de su mano, Roberto Guiscardo ordenó a un ujier que las tomara y las entregara a Tulio Fieramosca. Éste rasgó el lacre con un espadín de corte que le entregó el ujier y tras un detenido examen indicó a su señor que todo estaba en orden.

La voz del duque sonó profunda y solemne.

—Os doy de nuevo la bienvenida y escucharé gozoso los motivos de vuestra embajada.

Martí realizó una profunda pausa y comenzó a explicarse lentamente. Tras un ejercicio encomiástico dedicado a él, a sus familiares y a su reino, pasó a explicar el auténtico motivo de su viaje.

—Veréis, señor, mi oficio no es precisamente el de embajador. Sin embargo, por un cúmulo de circunstancias que no vienen al caso, gozo inmerecidamente del favor de mis condes.

El Normando le interrumpió.

—La falsa modestia es la virtud de los que no tienen otra y ése no debe ser vuestro caso. Somos un pequeño país, así considerado por la benevolencia del Papa, pero hasta aquí llegan las noticias. Cuando alguien que no pertenece a la nobleza es honrado con el cargo de representar a sus señores, su origen, en vez de ser menoscabo, supone aún un mayor mérito. Os escucho, embajador.

—Gracias, excelencia, por vuestra consideración —dijo Martí, y tras una breve pausa, inició el discurso que había preparado—. Como bien sabéis el oficio de un estadista es atender a la felicidad de sus súbditos para lo cual es conveniente establecer lazos y relaciones con aquellos países o estados que de alguna manera pueden ser en el futuro firmes aliados. Y, sin duda, Sicilia, por su situación geográfica crucial en todas las vías del Mediterráneo, por la probidad de vuestro gobierno, por el respeto que mostráis al Santo Padre y por la benevolencia que él os profesa, merece tal consideración. Es bien sabido, desde tiempos inmemoriales, que la mejor manera de sumar voluntades y ganar aliados es la asociación de las familias reinantes y ¿cuál es la mejor manera para conseguir tal fin? Vos lo sabéis: mezclar sus sangres mediante la boda de sus hijos, herederos que un día u otro, quiera Dios que muy tarde, habrán de tomar el relevo en el trono.

El Normando alzó las cejas, mostrando la atención que la propuesta de Martí le merecía.

—¿Qué edad tiene el heredero del condado de Barcelona, Pedro Ramón?

Ahora el que se removió inquieto en su sillón fue Martí.

—No es de él de quien vengo a hablaros, sino de su medio hermano, Ramón Berenguer.

—Pero él no es el heredero del trono de Barcelona.

—Señor, con todo respeto, tampoco heredará Sicilia la princesa Mafalda de Apulia y Calabria, que es de quien os vengo a hablar.

—¿Entonces?

—Señor, en los tiempos que corremos de guerras y calamidades, nada es seguro; todavía no está definido quién heredará el trono de Barcelona y el conde Ramón es el segundo en la línea sucesoria. Yo también soy padre de una hija —y al decirlo apareció en su memoria la añorada imagen de su Marta, y casi sin darse cuenta su tono de voz se dulcificó—, y sin embargo, pese a tener que velar por los intereses de mi casa, si me dieran a escoger entre dos hombres que gozaran del carácter y virtudes que adornan al actual heredero y al mayor de los gemelos del conde Ramón Berenguer I y la condesa Almodis, sin duda escogería al segundo.

El Normando se retrepó en su trono acariciándose suavemente la barba.

Martí aprovechó la pausa para extraer de su escarcela un medallón que entregó a Tulio Fieramosca, para que éste se lo hiciera llegar a su señor.

Cuando el Normando lo tuvo en sus manos lo observó con curiosidad.

—El resorte está bajo el camafeo que adorna la tapa, señor —le informó Martí.

Roberto Guiscardo pulsó el oculto botón, y al abrirse la pequeña cubierta apareció el hermoso perfil del joven conde Ramón Berenguer, delicadamente cincelado en marfil por el mejor artista de la corte barcelonesa.

A la vez que lo cerraba, el Normando dijo:

—Si me lo permitís, quisiera mostrárselo a mi esposa, la duquesa Sikelgaite de Salerno.

Martín, con gran alivio, entendió que su misión comenzaba a ser considerada y que tal vez el éxito coronara sus afanes.

—Para vos y para la duquesa me ha sido dado.

Roberto Guiscardo, con un tono de voz que no se correspondía con su imponente aspecto, se excusó en tanto guardaba el camafeo en el bolsillo de sus calzas.

—En mi casa, como en cualquier hogar, en lo tocante a bodas, la opinión de la mujer pesa mucho. Y como comprenderéis, para una madre el aspecto de un posible yerno es fundamental, aunque a mí me importen mucho más sus cualidades morales.

Martí y los consejeros sonrieron ante la observación del Normando y el obispo Pedro Damián, que hasta aquel instante no había abierto la boca, comentó:

—Oficio de madre es comprobar la belleza física de un posible hijo político si además ésta es ornato de su calidad moral. La Iglesia, como madre suprema y universal, debe velar por si la consanguinidad u otro impedimento obstaculiza el enlace.

Martí supo en aquel instante que su misión había triunfado.

—Entonces, lo que me pedís, extraoficialmente, es la mano de mi querida hija, la princesa Mafalda.

—Ciertamente, señor, y si tengo vuestra venia y la respuesta es positiva, el hijo del conde en persona vendrá a conocer a su prometida.

—Entonces, embajador, con la aquiescencia de mi esposa, tendré mucho gusto en invitaros a una velada que daremos mañana en vuestro honor.

—Me honráis en exceso, señor. —Martí creyó que ése era el momento oportuno para plantear el otro tema que le había llevado hasta esas tierras—. Señor, con la venia, existe otro problema personal que atañe a mi oficio de naviero y para el que me gustaría contar con vuestro consejo.

—Os escucho —dijo el duque—, y si está en mi mano ayudaros, desde este momento contad con ello.

Martí bendijo al cielo que tan bien le ponía las cosas y comenzó a relatar los detalles de su problema.

—Veréis, señor, como bien sabéis, mi oficio es la mar y en ella como en tierra no todos son buenos cristianos. Respeto y apruebo la competencia de otros armadores pero lo que odio es el mal que a todos los países del Mediterráneo inflige la rapiña de piratas que, protegidos por el infiel, causan estragos y lágrimas tanto en alta mar como en los pueblos costeros a los que se arriman para capturar esclavos que luego venden en los mercados de Levante o en Berbería.

—Bien que lo sé, embajador —afirmó Roberto Guiscardo al tiempo que su rostro mostraba la preocupación que ese tema le causaba—, y creedme si os digo que es un mal que tiene mala compostura, ya que muchos de mis súbditos, para mi desgracia, son islamitas, ya que hasta hace poco los califas de Egipto dominaron estas tierras, y no solamente aprueban sino que ayudan, en lo que está en su mano, las incursiones de las corsarios. Pero decidme, ¿qué es lo que os ha ocurrido al respecto?

—Muy sencillo, excelencia —repuso Martí—. Me han robado un barco; no el mejor ni el más valioso, pero sí el más querido ya que fue el primero de mi flota. Es más, su capitán era, y pienso que es aún, uno de mis más antiguos y queridos amigos.

—¿Y sabéis quién es el ladrón?

—Si las noticias que hasta mí han llegado son ciertas, ha sido Naguib el Tunecino, azote del Mediterráneo, protegido del walí de los ziriés en Túnez y de Iqbal rey de Denia y señor de las Baleares.

El Normando se acarició la barba, pensativo.

—No temáis por la vida de vuestro capitán; muerto vale mucho menos que vivo. La forma de proceder de Naguib me es de sobra conocida; ahora os está macerando y cuando crea que estáis suficientemente cocido, os hará llegar la noticia de dónde y cuándo deberá ser la entrevista y en ella os dará su pliego de condiciones. Si os avenís, vuestro capitán y amigo vivirá y recuperaréis vuestro barco; en caso contrario, dadlo todo por perdido. En cuanto al lugar, este bandido entrega un tercio de lo que roba a cambio de la protección que le ofrecen las gentes afines de las riberas en cuyos mares ejerce su pérfido oficio. Él les paga bien y ellos a cambio le brindan su ayuda desde tierra, le hacen de vigías y de proveedores. Esos bergantes ni siquiera han de molestarse en salir a la mar y correr riesgos. Por eso intuyo que Naguib estará resguardado en alguno de esos caladeros. Pero decidme, ¿qué es lo que solicitáis de mí?

Martí reflexionó unos instantes.

—Entiendo lo que me decís, señor, pero no pienso quedarme mano sobre mano aguardando que Naguib me llame. Hace ya muchos años que me muevo por este charco y conozco la forma de proceder de estos chacales. Lo que solicito es vuestro permiso para poderme mover libremente por vuestros mares y costas y, si cabe, solicitar ayuda de vuestros súbditos.

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