Maratón (44 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Pero cuando nos hubimos vestido, me las arreglé para cargar las piezas en asnos, y pagué a un par de chicos campesinos para que las llevaran por la carretera principal, y no por la de las fincas; y después todo mi grupo nos volvimos a la torre, aparentemente con las manos vacías.

Aleito y sus amigos estaban en el patio bebiendo, y se rieron de nuestra situación desairada, e hicieron comentarios groseros sobre lo que habríamos estado haciendo en el bosque diez hombres solos, que veníamos mojados, sin ciervos y tan limpios.

Euforia bajó por los escalones de piedra de la torre hasta el patio con una bandeja de copas de vino, y la conversación se interrumpió. Ella ejercía aquel efecto, con sus ojos rasgados y su nariz recta y aguileña.

—Si no habéis cazado ningún ciervo, ¿por qué tienes sangre bajo las uñas? —me dijo en voz baja mientras me daba una copa.

Sonreí mirándola a los ojos.

—Eres observadora —le dije.

—Juegas a juegos peligrosos —respondió ella.

Y, en efecto, cuando llegaron nuestros ciervos, los hombres del lugar guardaron silencio y sus miradas no eran amistosas. Habíamos matado seis, contra dos de ellos.

Ahora, niños, por si os lo estáis preguntando, os diré que en aquellos tiempos matar dos ciervos era un buen resultado para una partida de diez hombres; y seis eran un resultado extraordinario, casi una afrenta a Artemisa, rayana en el
hibris
.

Aquellos hombres me importaban bien poco. El que quiere competir debe atenerse a las consecuencias. Yo no voy avasallando a los demás; pero los demás se empeñan en medirse contra mí, y el resultado es siempre el mismo. ¡Y no pretendo jactarme, por los dioses!

Aleito miró la hilera de piezas y se volvió hacia mí con la cara roja.

—¿No temes estar haciendo una afrenta a Artemisa con tantas piezas?

Sacudí la cabeza.

—No, señor. Hice un sacrificio inmediatamente con las primicias de cada animal, y oré en cuanto clavé la lanza al macho; que has de reconocer que es un animal magnífico. —Me aproximé a Aleito—. ¿Me equivoco, señor, o tenías la intención de que
compitiésemos
en la caza? —le dije; y me reí allí mismo.

Él estaba furioso; pero contuvo su ira, como hombre educado que era, y se limitó a enarcar una ceja.

—Los esclavos comerán bien —dijo—. Si hubiera conocido tus dotes, habría llamado a más invitados.

En el portón de la casa resonó una risa que yo conocía bien.

—¿Es que planteaste un desafío a Arímnestos? —dijo Milcíades.

Se bajó de su caballo. Iba magnífico, con una clámide de paño dorado sobre un quitón púrpura que llevaba ceñido para cabalgar con cinturón doble. Su caballo llevaba arnés dorado, y lo acompañaban cuatro hombres, cada uno armado con una lanza de cazar jabalíes, y montados los cuatro en sendos caballos negros a juego.

Milcíades desafió las convenciones abrazándome a mí antes que al anfitrión. Después, se volvió a Aleito.

—A mí me volvía loco —dijo Milcíades—. En cualquier tarea que se le encomienda, o la hace de maravilla, o rompe las herramientas. Y nuestro plateo es un animal peligroso cuando se le desafía.

El carisma de Milcíades llenaba todo el patio. Yo, por entonces, era hombre famoso; pero Milcíades era de esos hombres que pisaban fuerte por el mundo, y los demás hombres se arremolinaban a su alrededor para verle. Y había venido para formar parte de mi partida de caza.

—Dejadme ver a esa chica de la que tanto he oído hablar —exigió Milcíades—. ¿Dónde está?

Aleito se frotó los ojos.

—¿Señor Milcíades? —dijo.

—Lo siento, Aleito. Me invitaron a entrar en la partida de caza de este joven tarambana, y llego tarde. ¿Soy bienvenido todavía? Creo que tu abuelo y el mío se brindaban hospitalidad mutua. Y debo decir que te he traído unos regalos bastante bonitos.

Se rio a carcajadas.

Aleito tenía una cara como si acabaran de bajar los dioses del Olimpo.

—Señor, es un honor tenerte como huésped. No tenía idea de que nuestros abuelos se brindaran hospitalidad mutua; pero estaría encantado… quiero decir, que me agrada mucho. Ven a tomarte esta copa conmigo.

Aleito apenas empezaba a recuperarse de la impresión, cuando Milcíades me dio una palmada en la espalda y se rio.

—Y ese mojigato de Arístides viene de camino también —añadió.

Creí que mi futuro suegro se iba a desmayar.

Mater
los había invitado en mi nombre, y por muy empañado que tuviera el instinto por el vino, había acertado. No cabía duda que una partida de beocios que campaba a sus anchas por aquellos campos, matando ciervos y dejando en ridículo a los locales, habría terminado por acabar mal para unos o para otros. Pero era difícil que perduraran los rencores cuando Milcíades estaba de humor sociable; y Arístides era el dechado mismo de la
areté
, y entre los dos establecían un ambiente que los demás solo podíamos aspirar a emular. La verdad era que me hacían sentirme joven.

Creo que aquella semana fue mi premio por haber rescatado a Milcíades. Los grandes señores de Atenas no suelen tener una semana libre para perderla practicando la caza. Por otra parte, me imagino lo que le escribiría
mater
.

Si quieres reafirmar tu alianza con Platea y con mi hijo, ve de caza con él y consíguele su novia ática.

Podréis hablar mal de
mater
si queréis (y bien mal que hablo de ella yo mismo), pero hay que reconocerle que entendía cómo piensan los aristócratas y cómo funcionan. El matrimonio no es un placer; es una negociación y una alianza, y los grandes hombres se sirven de sus hijas como los campesinos se sirven de una buena yegua. Y eso mismo haré yo,
zugater
… ya te encontraré a uno guapo. Este tipo de Halicarnaso…

Para ser sincero, cuando llegué había tenido la impresión de que mi solicitud de la mano de la hija sería rechazada en cuanto hubiera transcurrido un plazo prudencial; y cuando la joven dama me dijo que yo era «de clase baja», ya no quise seguir con aquel juego, salvo para humillar a mi anfitrión. Pero la llegada de mis amigos famosos cambió el equilibrio. Lo que la noche anterior había parecido una venganza varonil, ahora parecía mezquino y rastrero, y aquella noche, entre copa y copa, me puse de pie y pedí disculpas a todos los hombres, tanto a los míos como a los de mi anfitrión, por haber gastado una broma tan estúpida.

—Estoy aquejado de orgullo —dije a mi anfitrión—. Es un error mortal por parte de un hombre que no es más que un broncista querer competir siempre en todos los juegos.

Aleito demostró entonces de qué madera estaba hecho. Se puso de pie, tomó mi copa de mis manos y bebió de ella.

—Hablas como un héroe —dijo—. Yo había pretendido humillarte. La gente me había dicho que eras de baja cuna y que solo traías a mi mesa manos sucias. —Echó una mirada a Arístides, que le devolvió una sonrisa dura—. A partir de ahora, me pensaré con más cuidado a quién debo hacer caso.

—Cleito, por supuesto —me dijo Arístides más tarde, aquella misma noche—. Intentará destruir cualquier cosa en la que intervengas tú en la Ática. Ha jurado tu muerte y tu ruina.

Yo me encogí de hombros.

El resto de la semana transcurrió de manera muy agradable. Comimos mucha carne de ciervo, pero no conseguimos encontrar ningún jabalí, con gran disgusto para mi anfitrión; y yo le invité a venir a cazar con nosotros en las laderas del Citerón.

Pero lo que pervive en mi recuerdo son las veladas. La caza se convierte en una mancha confusa; a decir verdad, creo que no recordaría nada de aquellas partidas de caza si no fuera por la vez que matamos los seis ciervos. Matar ciervos no suele ser tan recordable como matar hombres. Los ciervos no se defienden.

En cualquier caso, durante aquella semana me tendí en un diván con Milcíades y con Arístides, bebí buen vino y me enteré de que Datis tenía una flota y estaba levantando un ejército, y de que su objetivo, el objetivo que le había mandado su rey, era Atenas.

13

Aquello tenía que pasar. Puede que yo hubiera sido tan tonto como para imaginar que Darío se olvidaría de Atenas, o que no tenía los brazos tan largos como para castigar al único estado griego que tenía el poderío suficiente para desafiarle; pero me equivocaba. Darío no se olvidó nunca de Atenas, y mientras los muertos de Lade se pudrían en el fondo del mar y mientras las olas llevaban a la orilla las tablas de los barcos destrozados para que sirvieran de leña, mientras pasaba un año y el siguiente, y Artafernes se esforzaba por sanar las heridas que había provocado Datis y regresar a su satrapía para gozar de paz y prosperidad, mientras tanto, Datis, siempre ansioso de poder y de las felicitaciones de su tío, reunía barcos y soldados para emprender una nueva expedición. Su propósito era hacer a Atenas lo que a él le parecía que había hecho Atenas a Sardes: saquear su Acrópolis e incendiar sus templos.

Por el motivo que fuera, Datis se jactaba de sus intenciones. Así pues, cuando los barcos pasaban por los puertos de Éfeso y de Tiro y por el muelle ennegrecido donde los hombres reconstruían Mileto, veían los indicios de que se estaba reuniendo una flota poderosa, y oían decir que un regimiento de sakas, los arqueros pesados, revestidos de bronce, procedentes de las estepas de la Cólquida, así como dos regimientos de medos, hacían el largo viaje desde Persépolis para apoyar a los lidios y a los carios del ejército de Datis.

Haré aquí una digresión para decir que siempre he creído que Datis tenía pensado apoderarse de Sardes para él mismo, para derrocar después a Darío de su trono y hacerse Rey de Reyes. Las cosas siempre han funcionado así entre los persas: la guerra entre los fuertes deja más fuerte todavía al vencedor. Bien pensado, tampoco se distingue tanto de cómo funcionan las cosas entre los griegos. Yo diría que se parece mucho a la competencia por ser el hombre fuerte de Atenas.

Milcíades me contó lo de los sakas y los medos cuando estaba echado a mi lado, comiendo higos.

—Esta noticia me la trajo Paramanos —me dijo—, de un mensajero que vino cruzando los pasos montañosos, enviado por nuestro amigo el judío de Sardes.

Reconozco que aun estando donde estaba, a salvo en la Ática, lejos de Sardes, sentí un escalofrío de miedo.

—¿De modo que Datis viene de verdad? —pregunté. Y pensé en Artafernes… y en Briseida.

Como si mis pensamientos se pudieran traducir a la realidad concreta, Milcíades me puso en la mano un pequeño tubo de marfil.

—Otro amigo me envió esto —dijo—. Datis viene de verdad.

Abrí el tubo y extraje un rollo, y el corazón me palpitó con fuerza en el pecho. Por primera vez desde hacía días me olvidé de Euforia, de su padre, de mi finca y de mi fragua. Tenía en la mano un pedazo de papel escrito con la letra de Briseida.

Datis se hace a la mar después de la gran fiesta de Artemisa. 660 barcos, 12.000 hombres.

Di a Doru que estoy viva y mi hermano también.

Dile que nuestro Heráclito se quitó la vida después de Lade.

Me faltaba el aliento.

—Yo también había dado por muerto a su hermano —dijo Milcíades—. Ahora manda barcos en la flota del Gran Rey. Se está convirtiendo en un gran hombre entre los griegos que están al servicio de Persia.

Apenas pensé en él.

—Heráclito ha muerto —dije, y lloré.

Pero dentro de mí me alegraba, porque Briseida no había muerto y me había escrito.

—Así es —dijo Milcíades.

Se recostó, bebió vino del cáliz que circulaba y arrojó los posos hacia el fondo de la sala, donde resonaron contra el borde de una de mis urnas de bronce para agua. No le importaba gran cosa Heráclito, ni la filosofía de ninguna clase.

—Si vienen, ¿puede contar Atenas con Platea? —me preguntó con prudencia.

De pronto empecé a ver con más claridad por qué se había sumado a mi partida de caza. Pero al menos había esperado dos días para preguntármelo.

Se hizo el silencio entre los que estaban a mi alrededor en la fiesta, y vi que Arístides, que estaba tendido con Sófanes, se inclinaba hacia mí para escuchar mejor.

Yo solté una risa forzada.

—A diferencia de Atenas, Platea es una democracia —dije—. Tendríamos que someter a voto si nos ponemos a vuestro lado o no contra los medos. —Después, viendo las caras que ponían, sacudí la cabeza—. Sabéis que estaremos a vuestro lado. Si existe Platea, es porque Atenas está dispuesta a hacer la guerra a Tebas. No somos unos ingratos.

Arístides se bajó de su diván y me dio una palmada en el hombro.

—Ya te dije que era hombre de honor —dijo.

Puede que no fuera el cumplido más oportuno que se le podía haber ocurrido.

Milcíades parecía serio.

—Esto no será una cuestión de honor —dijo—. Será una cuestión de supervivencia —me miró con seriedad—. Olvídate de Briseida, muchacho. No es para ti. Cásate con esta chica, ten hijos fuertes y ayúdame a salvar a Grecia. Ese es tu destino.

Lo odié por un momento. Después vi a Euforia, que estaba ante su telar. Estaba charlando con Licón, pero me envió una sonrisa.

Hablándoos de política, corro el peligro de olvidarme de Euforia, lo cual sería una injusticia con ella. Ornó algunas cenas con su presencia, y nos tocaba la cítara, y Pen, Leda y ella nos cantaban. Todavía las recuerdo a las tres, con las cabezas juntas, cantando el peán de Apolo de una manera que me hechizaba, con sus voces agudas como las de las propias Musas, dicho sea sin ánimo de
hibris
, y con un leve roce mutuo de las voces en el corazón de la música.

Y hubo una pequeña fiesta; creo que fue una fiesta popular local de los campesinos en honor de Pan, que es un dios campestre de tiempos antiguos, casi desconocido aquí. Creo que en tiempos normales la casa no se habría podido permitir hacer una fiesta; pero con tantos invitados importantes… y se presentaron más, ¡entre ellos el mismísimo Temístocles!

Temístocles me dio la mano y me abrazó.

—Bien hallado, plateo —dijo.

Estuve tentado de espetarle una respuesta cortante; pero la dignidad de mis mayores me contuvo una vez más. De manera que le devolví el abrazo, y nos reconciliamos.

Aleito reunió a su gente y nos llevó a todos de romería, llevando comida fría, al santuario de Pan que estaba en las colinas a quince estadios de distancia.

El festival no era muy importante, y no se habían visto en él nunca a tantos hombres ricos y famosos. Pero Milcíades se negó a consentir que los «hombres grandes» lo estropearan. Tenía un toque de oro para estas cosas. Se animó a bailar y a beber vino tinto nuevo y áspero con los pastores y con los agricultores, y Arístides y Temístocles no tuvieron más remedio que imitarle. Creo que aquello les sentó bien.

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