Marlene (33 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Los invitados y los curiosos se congregaron a la salida para felicitar a los recién casados. Caras conocidas y desconocidas los circundaban; Micaela repetía "gracias, gracias" a cualquiera que se le acercaba. Eloy, más dueño de sí, incluso conversaba con quienes lo saludaban. En medio de la confusión, a Micaela le pareció escuchar que alguien gritaba su nombre. Marlene. El grito se repitió, y Micaela pugnó entre el gentío para ubicar de dónde provenía.

—¡Marlene! ¡Maldita seas, Marlene!

En medio del atrio, desmelenado y desastrado, con una botella en la mano y el chambergo en otra, Carlo Varzi continuó maldiciéndola.

—¡Saquen a ese tipejo de aquí! —ordenó Otilia, abochornada—. ¡Te advertí, Micaela! Este es un barrio de gentuza. Sabía que algo así podía ocurrir, por eso insistí en que la ceremonia se celebrase en casa.

La mujer prosiguió, pero Micaela no la escuchaba. A punto de perder la compostura, buscó a su hermano entre los invitados y se tranquilizó a medias al ver que Gastón María avanzaba en dirección al
cafishio.
Mudo y Cabecita aparecieron de algún lado y, entre los tres, lo llevaron hacia la calle. En unos segundos, la imagen de Varzi se perdió y su voz se acalló. Micaela no recordaba haber experimentado en su vida mayor agonía.

—¿Qué haces aquí. Varzi? —preguntó Gastón María, al encontrarse a salvo de las miradas curiosas—. ¿Acaso te volviste loco? ¿Qué mierda haces acá? ¡Apestas a alcohol!

Carlo, completamente ebrio, trató de asirlo por las solapas, pero trastabilló, y sus matones lo sostuvieron.

—Vamos, Carlo —dijo Cabecita.

—¡No! —repuso él, enfurecido—. ¡Sos un imbécil, Urtiaga Four! ¿Por qué mierda no me avisaste antes?

—¿Avisarte? —replicó Gastón, desorientado—. Si llegué anoche, ¿cuándo querías que te avisara? Esta mañana te mandé una nota con Pascualito. Además, te aclaré que venía solo al casamiento de mi hermana y que Gioacchina...

—¡No, imbécil! ¿Por qué no me avisaste de Marlene?

—¿De Marlene? ¿Qué Marlene?

—De Marlene, mi Marlene. ¿Por qué no me avisaste que se...

—¡Bueno, basta! —tronó Mudo, y lo acalló de inmediato.

Gastón María quedó perplejo al escucharlo hablar y olvidó por un instante el desquicio de Varzi, instante que el matón aprovechó para arrastrar a su jefe hasta el automóvil y arrojarlo dentro.

Cuando Gastón María regresó al atrio, la mayoría de la gente había partido hacia la mansión, y Micaela y su esposo saludaban a los últimos invitados. Sus miradas se encontraron, y Gastón María descubrió tal turbación en su hermana que se acercó aprisa.

—¿Qué pasó? ¿Qué quería ese hombre?

—Nada, Mica, nada. Quédate tranquila. Un pobre borracho llamando a no sé quién. Ya se fue, no te preocupes. No va a volver a molestar.

Carlo se echó abundante agua al rostro y se secó con brutalidad. Arrojó la toalla al piso y golpeó la pared con el puño. Tuli le alcanzó una taza de café, que Varzi bebió de mala gana.

—¡Ay, Napo, qué desgracia! —exclamó Tuli, histriónico como de costumbre, y Carlo lo miró sobre el borde de la taza—. ¡Pero me imagino lo hermosa que debe de haber estado Marlene! Estaba hermosa, ¿no es cierto, Napo? ¿Cómo era el vestido de novia?

—¡Raja de acá antes de que te mate! —vociferó Carlo, y el otro desapareció.

Lanzó un resuello: en la habitación contigua lo esperaban Cabecita y Mudo para rendirle cuentas.

—¿Tienen algo que decir antes de que los pase a los dos por el cuchillo?

Avanzó lentamente hacia sus matones, con mirada aviesa que hizo estremecer inclusive a Mudo.

—Yo te puedo explicar, Napo —balbuceó Cabecita.

—¿Qué mierda me vas a explicar? ¿Que son un par de inútiles? ¿Que les pago para que se rasquen las pelotas? ¿Me quieren decir qué carajo hicieron todo este tiempo que no se enteraron de que Marlene se iba a casar con el infeliz de Cáceres?

—Nosotros estuvimos al pie del cañón, como siempre —se defendió Cabecita—. La seguíamos a todas partes, pero no nos dimos cuenta de nada. Me parece que querían que nadie se enterara. Ni en los diarios salió el aviso del casorio.

—¡No puede ser! —afirmó Carlo—. ¡No puede ser que no se hayan enterado de que Marlene y ese cretino se iban a casar! ¡Carajo! ¡Carajo y mil veces carajo!

Sobrevino un silencio en el cual sólo se escuchaba la respiración agitada de Varzi.

—¿Y la sierva esa, la tal Carmencita? ¿No era que si le tiraban unas
viyuyas
la
mina
soltaba prenda? ¿Qué mierda pasó con ella?

—Hace tiempo que la echaron de lo de Urtiaga Four. Parece que quedó embarazada...

—¡No me importa lo que le pasó! —Y preguntó, con mordacidad—: ¿No había otra para sobornar? ¿La
mina
esa era la única sirvienta de semejante mansión?

—No, claro que no —respondió Cabecita—. Lo que pasa es que, últimamente, era difícil meterse en el jardín o hablar con las siervas. La negra Cheia, la que es ama de llaves, nos tenía
rejunados.
Una vez nos mandó decir con Pascualito que si no nos mandábamos a mudar, iba a llamar a la
cana.

—Ya no voy a hablar más de lo inútiles que fueron —retomó Varzi, en un tono más bajo, aunque igualmente duro—. Ya está. De ahora en más van a cumplir mis órdenes a rajatabla, si no vayan buscando
taburó
en otra parte. Quiero que sigan a Marlene adonde vaya, que sepan qué hace, qué come, cuándo duerme, cuándo sale, cuándo entra, todo, absolutamente todo. No voy a tolerar excusas.

Varzi les indicó la salida y Cabecita dejó la habitación. Mudo, por su parte, simuló impavidez. No obstante los años que llevaban juntos y que en incontables ocasiones habían compartido situaciones de riesgo, no recordaba a Carlo en ese estado, completamente fuera de control, desorientado, y lo peor, entristecido.

—Napo —suplicó Mudo, hastiado de una persecución que, a su criterio, llevaría a su jefe a la perdición—. ¿Por qué no te resignas? ¿No te das cuenta de que esa
mina
no pertenece a nuestro mundo? ¿Qué pretendes siguiéndola a todos lados? Ella se casó con Eloy Cáceres. —Y acotó, con ironía—: el Canciller de la República. Marlene no iba a elegir menos para casarse. Ella es de la
jailaife
y ahí se va a quedar. Así son éstas.

—Escúchame bien, Mudo. Marlene es
mi
mujer.
Mi
mujer. De nadie más. Si querés trabajar para mí, vas a tener que digerir esta idea. Si no la entendés, te podes ir. Marlene es
mía
y nadie, ni siquiera ella misma, nos va a separar.
¿Capito?

Mudo asintió, y Carlo le indicó que se marchara.

Capítulo XXIII

Eran las seis de la tarde; la fiesta había terminado alrededor de las cuatro. Ahora, sentada junto a su esposo, Micaela se dirigía al nuevo hogar.

Eloy lucía cansado; tenía profundas ojeras y casi no hablaba. Se apiadó de él al recordar que, temprano al día siguiente, se embarcaría rumbo a los Estados Unidos en una misión muy difícil. Cerró los ojos y los volvió a abrir, súbitamente estremecida.

—¿Qué te pasa, querida? —preguntó Eloy, y la tomó de la mano. Micaela apenas sesgó los labios y negó con la cabeza—. De seguro son los nervios por la boda. Ya pasó todo y salió muy bien. Ahora tranquilizate.

Micaela volvió a fingir una sonrisa y tensó la boca para contener el llanto. ¿Cómo explicarle a su esposo, tan gentil y galante, que estaba pensando en otro? ¿Que si cerraba los ojos no era su rostro el que aparecía, sino uno moreno y avieso que la encantaba? "Todo está empezando mal", se dijo, y conjeturó que si Varzi no se hubiese presentado esa mañana en la iglesia, el tormento no sería tan grande. El eco de sus gritos volvió a chocarle en los oídos, y bajó el rostro para limpiarse las lágrimas.

Ralikhanta tomó por la calle San Martín y se detuvo frente a la casona que por décadas había pertenecido a la familia Cáceres. Micaela descendió del automóvil y se quedó mirando la residencia colonial. La fachada avejentada le dio mala impresión. El interior de la casa no resultó menos lúgubre. En hindi, Cáceres dio órdenes a Ralikhanta, que se aprestó a descorrer cortinas y abrir ventanas.

—Como verás, querida, hace mucho que ninguna mano femenina se ocupa de esta casa. Espero contar con tu buen gusto para remozarla. Sentite libre para hacer y deshacer. Creo que te mantendrás ocupada hasta mi regreso.

Micaela cruzó el vestíbulo y se adentró en la sala principal. Su taconeo retumbó en el piso de madera e intensificó el silencio reinante. El techo, pintado de marrón, bañaba de oscuridad el comedor. Los muebles, enormes y macizos, de estilo español muy antiguo, parecían venírsele encima; ocupaban muchísimo espacio, sin embellecer la sala en absoluto. "Es lo primero que haré desaparecer", pensó.

—¿Te gusta tu nueva casa? —quiso saber Eloy. La tomó por la cintura y la hizo voltear—. Sé que no es ni la décima parte de lo que estás acostumbrada, pero es lo que tengo para ofrecerte. Por ahora —agregó.

—Es muy linda —mintió Micaela—, pero, como bien dijiste, necesita la mano de una mujer. El estilo es colonial y a mí me gusta. Creo que se pueden hacer algunas reformas para que luzca mejor.

Eloy la abrazó y la besó. Micaela se le aferró al cuello y respondió con ansias, en busca del sosiego que por sí no hallaba.

—Mi amor —susurró Eloy—, quiero hacerte feliz.

Micaela se sintió mejor al escuchar la voz suave de su esposo. Le estaba diciendo que quería hacerla dichosa. Supo, entonces, que no había cometido un error casándose con él. A su lado encontraría la estabilidad y la sensatez que nunca habría alcanzado junto a ése, de quien no quería, siquiera, recordar el nombre.

—Ralikhanta, acompaña a la señora a su recámara —ordenó Eloy—. Le dije a Ralikhanta que te acompañe a tu habitación, querida.

—¿Mi habitación? —balbuceó Micaela—. Pensé que compartiríamos la habitación.

—Eso decís ahora —repuso Eloy, y sonrió—, pero te aseguro que no vas a pensar lo mismo cuando te perturbe de noche o deje todo desordenado por ahí. Mejor dormí vos sola, tranquila y sin molestias.

—Pero no me vas a molestar. ¡Faltaba más, Eloy! Sos mi esposo.

—Yo me quedo leyendo hasta muy tarde, querida; a veces, ni duermo. Tengo mucho trabajo y suelo traerlo a casa. En el dormitorio, tengo mi biblioteca y mi escritorio. Sería muy molesto para vos tener que dormirte con la luz encendida y yo merodeando por ahí.

Micaela continuó argumentando y Eloy la rebatió inteligentemente. Por fin, y ante la insistencia de su esposa, le prometió que volverían a discutirlo a su regreso de Norteamérica.

Siguió a Ralikhanta por un largo pasillo lóbrego como el resto de la casa, atestado de cuadros viejos y deslucidos. Al final estaba su recámara, de grandes dimensiones, con vista a la calle. Se acercó a la cama con dosel y pensó que era más vieja que Matusalén. Palpó el colchón y lo juzgó demasiado duro. No le gustaron ni la
toilette,
ni los canapés, ni el
secrétaire,
aunque admitió que todo estaba pulcro y prolijo.

—Deja todo en el suelo, Ralikhanta —ordenó Micaela en inglés—. Mañana irás a mi casa y traerás el resto de las cosas. Aún quedan dos baúles y otras cositas. —Ralikhanta se limitó a asentir—. Y ahora, por favor, envíame a alguna de las sirvientas para que me ayude a desempacar.

—En esta casa no hay sirvientas, señora —afirmó Ralikhanta, incómodo.

—¿No hay sirvientas? ¿Y quién se encarga de todo?

—Yo mismo, señora. Dos veces por semana viene Casimira, que me ayuda un poco con la limpieza y la ropa del señor, pero nada más. Aunque nos cuesta entendernos; ella sólo habla castellano y yo casi no la comprendo.

No quiso hacer comentarios con el sirviente y lo despachó. Se sentó en el borde de la cama y miró a su alrededor. Había mucho para hacer y recuperó en parte el ánimo, pues se mantendría ocupada durante la ausencia de su esposo y no tendría tiempo de aburrirse, ni de pensar. Le sobrevino un gran cansancio y se recostó. Fijó la mirada en la tela del baldaquín y se quedó profundamente dormida.

El dormitorio de Micaela tenía una ventana a la calle, y de ahí provino el ruido que la despertó. Se dio cuenta de que se hallaba en casa de su esposo y de que había anochecido. Las cortinas descorridas y los postigos abiertos de par en par permitían que el fanal de la calle regara su luz con profusión dentro de la habitación.

Se levantó, corrió las cortinas y encendió las luces. Y ahora, ¿qué? No se escuchaban ruidos, ni voces. El reloj de la pared mostraba las diez de la noche. ¿Funcionaría bien? Tenía hambre y ganas de darse un baño. ¿Y Eloy? ¿Se habría acostado ya? No, no
podía
haberse acostado aún. ¿Y que con la noche de bodas? Todo era extraño e inusual.

Salió al pasillo en busca de su esposo. Escuchó voces que provenían de una de las habitaciones. Aguzó el oído y reconoció a Eloy que hablaba con Nathaniel Harvey, aunque, por lo subido del tono y las continuas interrupciones, dedujo que discutían. Llamó a la puerta y entró. Los rostros desencajados de los hombres confirmaron sus suposiciones.

—¡Micaela, querida! —exclamó su esposo, y simuló compostura—. ¡Mira quién vino!

Ambos se adelantaron para recibirla. Nathaniel, formal y caballeresco, le besó la mano y la felicitó.

—Pensé que estaba en Salta, señor Harvey —dijo Micaela—, ocupándose del tema de la red ferroviaria. ¿No me habías dicho eso, Eloy?

—Sí, sí —se apresuró el inglés—. Pero pude escabullirme para venir a saludarlos, aunque temo que he llegado demasiado tarde. Eloy me contó que todo acabó alrededor de las cuatro.

—Sí. Eloy necesitaba liberarse lo antes posible. Mañana parte hacia Norteamérica.

—Eso estaba contándome —dijo Nathaniel, y le echó una mirada seria a su amigo—. Eloy no tiene idea del error que comete al dejar sola a una esposa tan hermosa como usted. Todos los hombres de Buenos Aires estaremos esperando con ansias su partida para lanzarnos a su conquista —bromeó.

Micaela sonrió; a Eloy, sin embargo, el comentarlo no le hizo gracia.

—Querida, invité a Nathaniel a cenar con nosotros. ¿Podrías avisarle a Ralikhanta que ponga otro lugar en la mesa?

Micaela ocultó el disgusto por educación, aunque no concebía la falta de tacto de su esposo en compartir la noche de bodas con un amigo, como tampoco el descaro de Harvey en aceptar. Nada sensato le vino a la mente y, segura de que no podía evitar la molesta intromisión, le pidió a Eloy que le indicase el camino a la cocina.

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