Más Allá de las Sombras (34 page)

—Este es un símbolo de vuestra nueva posición, marqués. —De un bolsillo, se sacó otro anillo, de sello y mucho más pequeño, con la forma de lo que parecía un minúsculo dragón. Kylar lo reconoció—. Este es el anillo de la Casa de Drake. Tómalos. Hay vida más allá de las sombras.

Kylar había entregado su vida antes. Había muerto para salvar a la mujer que amaba. Había muerto para conseguir dinero con el que salir de Cenaria. Había muerto por rehusar el encargo contra Logan de Terah de Graesin. Había muerto enfrentándose al rey dios. Nunca había sido divertido, pero había empezado a confiar en que volvería. Las demás muertes le habían costado solo el dolor de morir. Esa le costaría su vida. Tendría que partir para siempre. Empezar de cero en una tierra remota. Sería como si todos y cada uno de sus amigos hubiesen muerto al mismo tiempo.

—Serás un gran rey —dijo.

—¿Cuántos hombres estás dispuesto a matar por esa idea?

—No es una idea. Es un sueño. Y ahora, si me disculpáis, excelencia, cuando más tiempo os vean hablando conmigo, más mancillaré vuestra reputación.

Kylar dio media vuelta y siguió a Terah de Graesin a la siguiente sala.

—Excelencia —dijo Mama K, que regresaba de codearse con la nobleza—, creo que deberíamos quedarnos. Tengo entendido que el bardo nuevo ha compuesto una canción maravillosa.

Capítulo 46

Quoglee Mars no había cenado. Comería más tarde, si comía, con los sirvientes. Sin embargo, esa noche, no le importaba. Deambuló entre las mesas y tocó cualquier necedad que le pidieran los nobles andrajosos. Aceptó su aplauso y siguió adelante, ansioso por complacer a la siguiente tanda de plebeyos venidos a más.

Después de la cena, se abrieron todas las puertas del castillo y se hicieron desaparecer las mesas para que los nobles pudieran charlar entre ellos, presentar sus respetos a la nueva reina e intercambiar cuatro palabras con ella. Se habían distribuido entretenimientos entre las numerosas salas, con postres y licores por doquier. Quoglee esperó a que la fiesta llevase un rato antes de subirse a la tarima que antes había ocupado la mesa principal. Los guardias que pululaban por la fiesta habían salido todos de la sala, varios de los nobles más importantes del reino estaban presentes y, lo más importante, la reina Graesin no estaba.

Bajando la cabeza como si fuera ajeno a todos ellos, empezó a tocar como solo Quoglee Mars podía tocar. Sabía que, durante años, los estudiantes de música pondrían a prueba su aptitud con aquello. ¿Podían sacar la obertura con el tempo que, según sus tutores, había empleado Quoglee Mars? Algunos sin duda la acometerían con brío para ajustarla a la velocidad de Quoglee y, después, sus maestros les explicarían la diferencia entre aporrear notas y sacarles el jugo.

Quoglee musicó la impetuosidad y la juventud, el fervor y la pasión, con súbitos fogonazos de ira, tempestuoso, sin frenar nunca. En torno a ese centro conductor tocó una envoltura dulce, de amor y pena, de orgullo contra el amor, con una escala cada vez más aguda, con la tragedia por detrás.

Entonces, antes de la resolución, paró de repente.

Se produjo un momento de silencio. Los cretinos estaban todos mirándolo, callados, a la espera, sin saber si podían aplaudir ya. Inclinó la cabeza, sin dejar que ni siquiera eso lo perturbara.

La ovación fue estruendosa, pero Quoglee alzó una mano enseguida para acallarla. La sala contenía a unos doscientos nobles, por lo menos un centenar de subalternos y docenas de criados. Milagrosamente, seguía sin haber guardias, pues lo que Quoglee tenía que decir debía decirse sin interferencias.

—Hoy —comenzó con su voz modulada, que se oía mejor que un grito—, deseo tocar algo nuevo que he compuesto para vosotros, y lo único que pido es que me dejéis terminar. Esta canción me fue encargada por alguien que conocéis, pero es más especial de lo que pensáis. La encargó, a decir verdad, el shinga de vuestro Sa’kagé. Juro que hasta la última palabra de esta canción es cierta. Yo la llamo la Canción de los Secretos, y vuestro shinga desea que se la dedique a la reina Graesin.

* * *

—Yo ya no iría más lejos, sargento Gamble —dijo Wrable Cicatrices, que salió de las sombras de una puerta que comunicaba una de las salas laterales con el gran salón. Con movimientos de experto, deslizó una mano entre la lujosa capa del sargento y su espalda y atravesó el cuero para tocar la columna del hombre con la punta de una daga—. Ahí dentro no hay nada que te interese.

—¿Qué estáis haciendo en el gran salón, so cabrones?

—Ni robo ni asesinato, y eso es todo lo que necesitas saber, sargento.

—Ahora es comandante Gamble.

—Será el difunto comandante Gamble como muevas esa mano otro centímetro.

—Ajá. Entendido.

—Por si te estabas pensando dar la alarma, te recomendaría que echases un atento vistazo a la habitación y me dijeras lo que ves.

El comandante Gamble miró. Había ocho guardias reales en la sala. Seis de ellos conversaban individualmente con jóvenes nobles de sexo masculino a los que no reconocía. Los otros dos estaban apostados a ambos lados de la reina Graesin sin hablar con nadie, como tenían ordenado cuando protegían a su majestad. Sin embargo, otro grupo de tres nobles cercanos a ellos sí que parecían especialmente atentos ahora que el comandante Gamble se fijaba. Maldijo en voz alta. No tenía ni idea de que el Sa’kagé tuviese siquiera tantos ejecutores.

—A ver si lo adivino: si alguien da la alarma, tenéis órdenes.

—Si cooperas, no solo viviréis tú y todos estos hombres, sino que nadie os culpará después. Quizá hasta conservéis el puesto.

—¿Por qué iba a creerte? —preguntó el comandante Gamble.

—Porque no necesito mentir. Tengo dos docenas de amigos y un puñal en tu espalda.

¿Dos docenas?
El comandante Gamble rumió el dato durante un momento.

—De acuerdo, pues —dijo—. ¿Por qué no tomamos algo? Guardo una botella especial, abajo en la cocina.

* * *

Los dulces se detuvieron a centímetros de las bocas abiertas, olvidados. Los criados se quedaron paralizados en el acto de recoger las copas. Por unos instantes, nadie respiró siquiera.

En una ciudad de secretos fatales, Quoglee Mars había contado a todo el mundo que conocía el mayor secreto de todos. Si ese era el prólogo de su canción, ¿qué contendría esta?

Quoglee presidía el silencio como el maestro que era, con una sonrisa de suficiencia a medio aflorar en los labios. Juzgaba el silencio como si fuera música, una sucesión de compases en blanco que iban cayendo en perfecto orden. Entonces, un momento antes de que la revelación pudiera desatar una tempestad de comentarios, levantó un dedo.

De entre la multitud, una voz de mujer emitió una única nota, aguda y clara, que sostuvo durante un tiempo imposiblemente largo, y luego, sin parar para tomar aliento, la bajó a una secuencia quejumbrosa que, por fin, desembocó en palabras, un plañido de soledad. Todos los ojos se volvieron hacia una mezzosoprano corpulenta vestida de color marfil a la que nadie reconocía. Mientras cantaba, avanzó con paso firme entre la multitud hasta unirse a Quoglee en su tarima. La voz del bardo se unió a la de ella, cruzando y entretejiendo melodías incluso mientras chocaban las palabras, dos amantes cantando al amor y el amor denegado.

Desde los rincones de la sala, los instrumentos, una sutil viola y el músculo de un contrabajo y un arpa, jugaban sobre el fondo de las voces pero, por obra de la magia de la música, cada uno se distinguía con claridad. La repetición de las súplicas vocales contra los mandamientos instrumentales permitía que el oído siguiera a uno y luego al otro y luego al otro. De haber sido habla, habría resultado ininteligible, pero en la música, cada línea resultaba diáfana, particular, nítida en su llamada. La pasión de una hermana, la confusión de un hermano, la juventud agitada, la sociedad con su ceñuda condena, los secretos nacidos en las alcobas de una casa linajuda. Una mujer desafiante y apasionada que no dejaba que nada se interpusiera en su camino.

Aunque no los nombraba, Quoglee no se había tomado ninguna molestia en disimular los objetos de su canción pero, como siempre, algunos nobles se enteraron antes que otros. Los que entendían no podían dar crédito a lo que oían. Buscaban guardias en el salón, seguros de que alguien debía detener aquel hermoso escándalo. Sin embargo, no había ni un guardia en su puesto. El Sa’kagé había escogido esa noche para desvelar su poder. Aquello no podía ser de ninguna manera una casualidad. Ese salón, que contenía a doscientos representantes de lo más florido del reino, cifra que engrosaban por momentos los curiosos que acudían a ver qué tenía tan absorto a todo el mundo, normalmente estaba protegido por al menos una docena de los guardias de la reina. Quoglee cantaba una traición, y nadie lo paraba. La belleza de la música y la seducción de un rumor mantenían a los nobles hechizados. Fue la obra maestra de Quoglee. Nadie había oído nunca una música así. Las cuerdas guerreaban entre ellas y el amor prohibido batallaba consigo mismo, y la música proclamaba que ese amor retorcido era amor en verdad, mientras el chico se revolvía contra su consciencia y la mujer exigía sus derechos como amada.

Entonces, mientras cantaban, por fin en armonía tras declarar un armisticio, rendidos a un amor prohibido que debía permanecer en secreto, una voz nueva se unió a la refriega. Una joven soprano, delgada y vestida con un sencillo vestido blanco, se sumó a Quoglee y la mezzosoprano, entonando notas de una pureza tal que desgarraban el corazón. En su inocencia, topaba con un secreto que destruiría una casa real.

El hermano no llegaba a saberlo. La mayor veía todo cuanto tenía, todo cuanto deseaba, amenazado por su propia hermana, y en su corazón dividido engendraba un plan desesperado.

Sin que los nobles absortos se enterasen, un joven había entrado en la sala apenas unos momentos después de que sonaran las primeras notas. Luc de Graesin no hizo ningún ademán para acallar a Quoglee Mars. Desde el fondo del salón, se limitó a escuchar.

La voz de Natassa de Graesin descendió en espiral al Agujero, traicionada por su propia sangre, asesinada. Aulló, con voz discordante, mientras se precipitaba al vacío, convertida en un sacrificio a la perversión. Los músicos tocaron los emparejados temas recurrentes de los secretos fatales y de Cenaria una vez más.

—¡Nooooo! —chilló Luc de Graesin.

Los músicos cortaron las últimas notas sostenidas, asombrados. Luc huyó por las puertas como una exhalación. Nadie lo siguió.

Capítulo 47

Al ver al conde Drake, Kylar se coló por en medio del séquito de la reina Graesin, pero por una vez la descarada invisibilidad de la ordinariez le falló. Una mano de mujer le tocó el codo. Se volvió y se encontró cara a cara con Terah de Graesin. Aquellos ojos verde intenso de los Graesin resultaban impresionantes, sobre todo cuando Kylar sin querer los escudriñó más a fondo.

En otro lugar, otra época, nacida de padres diferentes, las maldades de Terah de Graesin habrían sido insignificantes, pues solo era ciegamente egoísta. Tenía deseos, y los demás existían para satisfacerlos. Sus traiciones eran frívolas porque apenas les dedicaba atención. Si hubiese sido hija de un molinero, el daño que habría hecho se limitaría a los amantes despechados y los clientes timados.

—Creía que Logan y Rimbold me lo habían contado todo sobre ti, Kylar de Drake, pero podrían haberme advertido de lo guapo que eras —dijo Terah, enseñando unos dientes blancos que por algún motivo a Kylar le recordaron a un tiburón.

Sin que supiera muy bien por qué, el comentario lo aturulló. Siempre se había considerado muy del montón, pero mirándola a los ojos supo —supo— que hablaba en serio, aunque lo estuviese diciendo en voz alta para halagarlo. Parpadeó y empezó a ruborizarse, y lo que fuera que le hacía ver el interior de Terah flaqueó y desapareció. La reina soltó una risilla, un sonido grave y codicioso.

—Y qué ojos tan bonitos —dijo—. Con esos ojos cualquier chica pensaría que no puede ocultarte nada.

—No pueden —dijo él.

—¿Por eso te estás poniendo colorado?

Eso, por supuesto, le hizo ruborizarse más. Miró de refilón a las damas de compañía de Terah. Se habían retirado un poco. Al parecer sabían que, cuando Terah abordaba a un hombre, deseaba hacerlo a solas, pero se estaban riendo con gracia, sin duda a su costa. Vio con el rabillo del ojo que una no parecía estar pasándoselo bien con los comentarios, pero luego la perdió de vista.

—Dime, marqués, ¿qué ves cuando me miras a los ojos? —preguntó Terah.

—Sería sumamente indiscreto por mi parte decirlo, majestad —respondió Kylar.

Por un instante, los ojos de la reina se llenaron de hambre.

—Marqués —dijo muy seria—, un hombre se juega la lengua por hablar con indiscreción a su reina.

—Las lenguas deberían usarse para cometer indiscreciones, no para hablar de ellas.

Terah de Graesin se hizo la escandalizada.

—¡Marqués! ¿Me tomas por una mujerzuela?

—Me conformaría con tomaros a secas.

Los ojos de la reina se dilataron, y después fingió que se calmaba.

—Marqués de Drake, considero mi deber conocer a los nobles que me sirven. Me atenderéis en mis aposentos.

—Sí, majestad.

Terah bajó la voz.

—Espera diez minutos. Los guardias te abrirán la puerta. Confío en tu... discreción. —Kylar asintió, con una sonrisilla, y la reina hizo una pausa—. ¿Nos conocemos? Tienes algo que me resulta muy familiar.

—En realidad, coincidimos una vez. —Durante el golpe—. Lamento no haberos causado una mayor impresión. —Quince centímetros en el corazón habrían sido lo suyo.

—Bueno, ya lo remediaremos.

—Cierto.

La reina se alejó y Kylar vio a Lantano Garuwashi a quince pasos de distancia, mirándolo fijamente. Se le formó un nudo en la garganta pero, aunque no parecía complacido, Garuwashi no hizo ningún movimiento hacia él. Kylar miró en torno a la sala con cara de circunstancias, olvidando por qué había ido allí en un principio. Una chica se separó del círculo de Terah de Graesin y susurró a los guardias de una de las puertas. Se volvió. Kylar contempló los grandes ojos, el peinado perfecto, la piel clara, los labios carnosos, la cintura estrecha y las curvas esbeltas y firmes. Era Ilena Drake. Era una de las doncellas de la reina. Kylar se sintió desplazado en el tiempo. Había apartado la vista de una niña por un momento y se había encontrado a una mujer en su lugar. Ilena Drake estaba despampanante. Mientras lo señalaba para los guardias y les indicaba que lo dejaran pasar a ver a la reina, sus miradas se cruzaron de repente. La cara de Ilena era una máscara de decepción y repugnancia.

Other books

Newbie by Jo Noelle
Finding Miss McFarland by Vivienne Lorret
Murder on the Potomac by Margaret Truman
Life Is A Foreign Language by Rayne E. Golay
Asimov's Science Fiction by Penny Publications
The Disappointment Artist by Jonathan Lethem
Shelter in Seattle by Rhonda Gibson