Más Allá de las Sombras (54 page)

Sintió un acceso de pánico que le hizo difícil respirar, pero Kylar no se enteró. Vi notaba que no la sentía. Kylar sintió curiosidad ante la ausencia y después lo inundó el júbilo como un incendio. Atrajo a Elene a sus brazos y la besó apasionadamente.

Costaba respirar. Vi solo podía exhalar una serie de palabrotas para mantener la magia en marcha. Había besado a hombres, por supuesto, y permitido que docenas más la besaran. Lo había evitado en la medida de lo posible y había deseado ser tan insensible allí como abajo, pero formaba parte de su trabajo besar de forma convincente. Sentir cómo Kylar besaba a Elene era algo diferente. Era un acto fresco, inocente y lleno de regocijo. Después cobró profundidad y Vi sintió la sorpresa de Kylar ante la ferocidad de la pasión de Elene. Cayó —¿fue empujado?— sobre la cama y Elene se acomodó sobre sus caderas. Después volvió a besarla mientras se peleaba con los lazos de su vestido.

Vi renegó como una desesperada, evitando cerrar los ojos y frotándose la lana por el antebrazo. El gesto ayudó un poco, pero el gozo y el deseo libre de Kylar aún vivían en su cabeza. Elene debía de haber dicho algo, porque Kylar se rió. Lo oyó al otro lado de la pared, pero al sentirlo supo que nunca había oído a Kylar reírse así. A lo mejor nunca se había reído así en toda su vida. Era una risa juguetona y desatada, que aceptaba y era aceptada, un júbilo salvaje, fuerte y satisfecho. Era el Kylar que Elene siempre había visto y, con una punzada, Vi supo que ella lo merecía.

Emanaba del vínculo una ternura tan honda que dolía, y Vi cayó en la cuenta de que Kylar, de entre todo lo que podría hacer, estaba hablando con Elene.

—¿Lo metes en un dormitorio con una mujer desnuda y se pone a hablar? —dijo en voz alta, aún manipulando su Talento—. No me extraña que todavía sea virgen.

Era una pena que las tramas no fuesen más difíciles, porque necesitaba la distracción. Elene estaba asustada, descubrió Vi, y avergonzada porque sabía exactamente lo que Vi estaba haciendo en aquella habitación. En cualquier caso, Kylar la estaba tranquilizando, tumbado a su vera, con el brazo izquierdo debajo de su cabeza y el derecho abrazándola, acariciándola mientras la tranquilizaba con susurros y poco a poco despertaba su pasión.

Vi había follado tantas veces, con tantos hombres, de tantas maneras, que creía saberlo poco menos que todo sobre el sexo. Sin embargo, Kylar y Elene, en su mutua ignorancia, estaban experimentando algo que ella no había conocido nunca. Su manera de hacer el amor encajaba en un patrón más grande. No había incomodidad ni siquiera en su poca maña, porque no había miedo al juicio.

—Ay, joder, ay... —La voz de Vi degeneró en un chillido y perdió el hilo del pensamiento. No sabía qué estaba haciendo Elene, pero o bien tenía un don natural o bien Kylar poseía una sensibilidad extrema. En cualquier caso, la oleada de placer a través del vínculo resultó apabullante. Vi sentía las mejillas como si ardieran.

Entonces notó la sonrisilla pícara de Kylar —maldición, la sensación era exactamente como se había imaginado— mientras su placer se modulaba al placer de dar placer.

—Serás cabrón —dijo Vi—. Te odio. Te odio te odio te odio.

Cuando Vi follaba, adoptaba una personalidad como una máscara, siempre. Kylar estaba haciendo el amor como un hombre entero. Todo aspecto de su ser estaba presente, y Vi supo entonces que lo amaba.

Le habían atraído cosas de Kylar desde el primer momento en que vio aquella maldita sonrisilla pícara en casa del conde Drake. Había admirado su intento de dejar el camino de las sombras, su manera de tratar a Elene y a Uly. Había apreciado su excelencia en combate. Se había enamoriscado un poco de él hacía mucho, si bien era cierto que en un tiempo también se había encaprichado de Jarl, que era homosexual. En el último mes, había llegado incluso a aceptar que deseaba a Kylar. Sin embargo, nada de todo eso era amor. Quizá nunca habría sabido qué era el amor si no hubiese charlado tanto con Elene y si no lo hubiera captado a diario en los sentimientos de Kylar por ella.

Algo pegó contra la pared a centímetros de Vi, que ahogó un grito. Abrió mucho los ojos. La magia estuvo a punto de escapársele, y solo su miedo a lo que pasaría en ese caso la ayudó a recobrar el control. Se frotó la lana contra el brazo; ¡joder, cómo odiaba la lana!

—Bebés muertos. Mujeres barbudas. Pelo en la espalda tan largo que pueden hacerse trenzas. Sangre lunar. El olor de las Madrigueras un día de calor en verano. Putas sin lavar. Vómito. Bebés muertos. Mujeres barbudas. Pelo en la espalda tan... ¡Oh, mierda! —Vi mordió la lana y se aferró a la magia como si le fuera la vida en ello.

Al cabo de unos instantes, pudo respirar de nuevo. Comprobó la magia mientras una profunda sensación de comodidad, bienestar, reposo, intimidad y paz con el mundo entero se apoderaba de Kylar. La magia seguía intacta. Vi agarró la jarra de vino y bebió de ella a morro.

—Es una suerte que seas virgen, Kylar. Que fueras virgen. No creo que hubiese podido aguantar eso durante mucho...

Vi reparó en algo, al parecer al mismo tiempo que Elene: Kylar seguía excitado. Hizo una pregunta y la respuesta de Elene fue inconfundible y apasionadamente afirmativa. Vi dejó la jarra en su sitio con manos temblorosas. Kylar volvió a sentir un escalofrío de placer.

Oh, dioses, iba a ser un invierno muy largo.

Capítulo 73

Cuando el invierno empezaba a remitir poco a poco en Khaliras, Dorian hizo formar a su ejército en la llanura al norte de la ciudad, para plantar cara a los invasores procedentes de los Hielos. El terreno todavía estaba cubierto de nieve derretida que sus pies batían hasta formar un gélido fango. Cada aliento se transformaba en una nube de protesta contra una batalla en semejantes condiciones.

Los salvajes que habitaban los Hielos siempre luchaban con arrojo, pero su única táctica consistía en abrumar al enemigo lanzando contra él un ejército más grande. Una vez se cruzaban las armas, luchaban hombre a hombre, nunca como una unidad. Desde su fundación, Khaliras no había sido tomada nunca por aquellos energúmenos, aunque en unas pocas ocasiones habían estado muy cerca. Garoth decía siempre que los salvajes tenían, proporcionalmente, más hombres y mujeres con Talento que cualquier pueblo del mundo.

Los ejércitos tomaron posiciones uno frente al otro mientras el cielo pasaba del azul oscuro al azul hielo con la salida del sol. Las líneas del rey dios Langor solo tenían tres hombres de fondo, y estaban dispuestas sobre tanta extensión de llanura como podían abarcar veinte mil hombres. El ejército de los salvajes lo hacía parecer diminuto, pues cubría mucho más terreno y de forma mucho más densa. Langor no tenía manera humana de impedir que flanqueasen a sus fuerzas. En mitad de las líneas de los salvajes había un bloque enorme que los hombres rehuían. Si los informes de Dorian eran correctos, se las veía con veintiocho mil kruls y una cifra aún mayor de hombres.

Nos triplican.
Dorian sonrió, sin miedo. La corriente de la profecía discurrió veloz ante sus ojos, y vio mil muertes. Diez mil.

—Mi señor, ¿te encuentras bien? —preguntó Jenine.

Dorian no había querido que viera aquello, pero cada vez contaba más con ella, y no solo por sus consejos.

Parpadeó y se concentró en su mujer. Los futuros de Jenine se ramificaban tan acusadamente que apenas podía verla como era en el presente, guapa, con los labios pálidos por el frío, envuelta en pieles. Aparecían intermitentes delante de ella una mujer embarazada de gemelos con una gran barriga y otra con el cráneo destrozado y los rasgos irreconocibles bajo la sangre.

—No, nada bien —respondió Dorian—, pero sí lo bastante para no dejar morir a mis hombres.

Desde esa distancia no se distinguían las grotescas facciones de los kruls, aunque sí su carne gris claramente desnuda. Esa desnudez insufló esperanzas a Dorian. Los kruls se creaban con magia, pero eran criaturas de carne. El frío acabaría por inutilizarlos y matarlos en algún momento. No era fácil obligar a los kruls a vestirse, como tampoco lo era contenerlos para que no hiciesen carnicerías, pero ambas cosas podían lograrse. Que los chamanes de los salvajes no lo hubiesen conseguido significaba que su control era tenue.

Dio una orden, y los esclavos bajaron su palanquín al suelo. El rey dios Langor salió y avanzó hasta la llanura a solas. Con la mano puesta sobre un cuchillo de obsidiana, con un movimiento de los hombros se quitó su capa de armiño de valor incalculable y la dejó caer al barro. Era un gesto que antes lo habría enfurecido si se lo hubiese visto hacer a su padre. Ahora lo entendía. Para proteger lo que amaba, tenía que mantener el control. Para mantener el control, Langor debía ser un dios. Un dios estaba por encima de preocupaciones ordinarias como echar a perder una capa que costaba más que cincuenta esclavos.

Las corrientes de la profecía se agitaban con la presión de los setenta mil futuros que tenía en sus manos. En función de sus decisiones, decenas de miles vivirían y morirían. Contempló el ejército que se le oponía y vio diez mil cuervos revoloteando sobre él, esperando para comer. Parpadeó y los cuervos desaparecieron; volvió a parpadear, y allí estaban de nuevo. Pero no eran cuervos, y tampoco revoloteaban solo sobre los salvajes.

Dorian se volvió, con los ojos desorbitados. Sobrevolaba su ejército entero un enjambre de figuras negras que coagulaban el aire encima de sus hombres. De vez en cuando alguna volaba veloz en una dirección u otra. Allá había seis posadas sobre un solo hombre, con las garras hundidas a fondo en su carne. Al otro lado una única figura tenebrosa giraba en torno a otro guerrero, atacándole en un punto y luego en otro, como si pusiera a prueba sus defensas. Sin embargo, esos eran la excepción. Casi todos los hombres del ejército de Dorian tenían por lo menos una criatura pegada. Además, había rangos entre ellas; algunas eran mucho más terribles. Dorian contempló al general Naga, que estaba cerca. Un trío de aquellos monstruos se aferraba al oficial, dos encaramados a sus hombros y el otro lamiendo una especie de sangre efímera de sus dedos.

Desde tan cerca, Dorian les distinguía los rasgos. Uno tenía un cáncer que le hinchaba de forma grotesca un ojo. Unas úlceras abiertas y supurantes salpicaban sus caras de piel dorada y rezumaban reguerillos de sangre negra sobre unas vestiduras ya tan ensangrentadas que Dorian apenas reparó en que habían sido blancas en algún momento. Eran esas túnicas hechas jirones y goteando sangre efímera las que hacían que pareciesen cuervos. El del cáncer hundió sus garras en el cráneo del general Naga, las sacó y se las lamió con fruición. Sin embargo, no eran garras, sino huesos de los dedos, despojados de su carne dorada. La criatura volvió su ojo sano hacia Dorian.

—¿Qué está mirando? —preguntó.

El otro ladeó la cabeza y miró a Dorian a los ojos.

—A nosotros —siseó asombrado.

—Odniar, em tseas ossanduta. ¿Im soñer?

Dorian oyó la voz. Era Jenine, pero no podía entender lo que decía. ¿Por qué no la entendía a ella, pero sí a aquellas cosas? ¿Y qué eran, en cualquier caso?

Miró una vez más al ejército del otro lado de la explanada. Avistó a los kruls, pero en esa ocasión vio a través de su carne. Cada uno de ellos contenía a una de esas criaturas.
Dios mío, esto son los Extraños.
Dorian los vio, y entendió. Los Extraños llevaban consigo el infierno adondequiera que fuesen. Se alimentaban del sufrimiento humano no solo porque los sustentaba, sino porque suponía una distracción de su propio padecimiento; los entretenía. Vestirse de carne no era una escapatoria, sino más bien la mejor distracción de todas, una oportunidad de sentir, aunque fuera solo pasajera, de experimentar los placeres de la comida y la bebida, aunque fuera solo de una manera apagada, y de matar. Ese era el culmen: arrebatar aquello que los hombres tenían y ellos ya no.

—¡Odniar! —dijo la voz a su oído.

Dorian se volvió y, por un momento, pudo ver con su vista natural una vez más. Todos y cada uno de sus hombres lo estaban mirando, espantados. Entonces su visión se bifurcó y distinguió el miedo que se elevaba de sus hombres como una fragancia, para delicia de los flotantes Extraños. Sintió los dedos en sus hombros, unos dedos huesudos, pero antes de que pudiera girarse para afrontar lo que sabía que incluso él debía de tener encima, notó que unos dedos naturales lo agarraban del bíceps y apretaban con fuerza.

Una Jenine borrosa entró en su visión, que era natural una vez más, aunque luego se dividió. Jenine estaba embarazada, en ese momento, pero no de gemelos. Un Extraño trazaba círculos cerrados en torno a ella, pero todavía no había hallado un lugar donde posarse. Quería... ¡Por el Dios, quería a su hijo!

Dorian gritó y vio que una oleada fresca de miedo se elevaba de sus hombres. Una turba de Extraños, súbitamente conscientes de que los veía, se había congregado a su alrededor. Lo estaban cercando.

—¡ODNIAR! ¡Rodnia! ¡Aldicimón! Dornia. ¡Dorian! —Jenine le estaba susurrando desesperada, con el cuerpo apretado contra él, volviéndolo para que sus hombres no lo vieran.

Dorian parpadeó y vio solo tierra, soldados, kruls y a su mujer. Lo había rescatado de la locura, usando lo que quizá lo anclaba mejor a la realidad: su propio nombre.

—He vuelto —dijo—. Estoy aquí. Gracias.

Se sacudió para despejarse y convencerse de no volver a asomarse más allá del velo. Miró por encima del hombro, le hizo una seña con la cabeza al general Naga para demostrar a los hombres asustados que estaba bien y después caminó hacia delante con paso firme.

Debajo de la capa, Dorian —Langor— había decidido llevar el pecho desnudo. Un dios no sentía frío. Avanzó con grandes zancadas, resuelto para compensar su vacilación anterior, haciendo que gruesos nudos de vir se elevasen en su piel. Hizo un gesto y adelantaron a un joven a primera fila. Maldición, Langor no había querido que Jenine presenciara aquello, pero era demasiado tarde y de ninguna manera iba a conseguir mandarla adonde no pudiera ver nada después de haber estado en un tris de buscarles a todos la ruina quedándose quieto con pinta de alelado.

El joven se llamaba Udrik Ursuul. Habían matado a todos los infantes que había en Khaliras, pero los diecisiete que ya habían partido para cumplir sus Ordalías seguían vivos. Udrik había preñado a la hija del oligarca modainí equivocado y había tenido que huir, por lo que había fallado su uurdthan. Había vuelto a casa para suplicar clemencia.

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