Más allá del hielo (40 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Durante el breve parlamento, Glinn no había apartado de Lloyd la mirada de sus ojos grises. Al final se tocó la frente con un pañuelo y miró a McFarlane. Su expresión era tan inescrutable como de costumbre. ¿Cansancio? ¿Rabia? ¿Nada?

Habló.

—Perdone, señor Lloyd. ¿Ha dicho que se ha puesto en contacto con las autoridades chilenas?

—Todavía no. Primero quiero enterarme exactamente de qué ocurre. Pero en Chile tengo amigos influyentes, incluido el vicepresidente y el embajador de Estados Unidos.

Glinn, tranquilamente, se acercó un paso a la consola de EES.

—Lo siento, pero me parece que no podrá ser.

—¿El qué?

El tono de Lloyd era una mezcla de sorpresa e impaciencia.

—Que participe en ningún aspecto de la operación. Habría hecho mejor en quedarse en Nueva York. La voz de Lloyd se endureció de ira.

—Ni se te ocurra decirme lo que tengo que hacer, Glinn. La parte técnica la dejo en tus manos, pero esto es una situación política.

—Le aseguro que estoy solucionando todos los aspectos de la situación política.

A Lloyd le tembló la voz.

—¿Ah, sí? ¿Y el destructor? Está armado hasta los dientes, y no sé si te has fijado, pero nos apunta. No has hecho nada de nada.

Al oírlo, la capitana Britton dirigió sendas miradas a Howell y a Glinn, más elocuente la segunda.

—Sólo se lo diré una vez, señor Lloyd. Usted me hizo un encargo, y en ello estoy. En este momento su papel es muy sencillo: dejarme ejecutar mi plan. No hay tiempo para explicaciones a fondo.

Lloyd no contestó, sino que se giró hacia Penfold, que se había quedado en la entrada del puente, nervioso.

—Pásame al embajador Throckmorton y dile que ponga una conferencia con Santiago, con el despacho del vicepresidente. Yo bajo enseguida.

Penfold desapareció.

—Señor Lloyd —dijo Glinn sin levantar la voz—, como máximo puede quedarse en el puente y observar.

—Para eso es demasiado tarde, Glinn.

Glinn se giró sin aspavientos y habló con su empleado del ordenador negro.

—Corta la corriente de la suite de Lloyd Industries y suspende todas las comunicaciones con tierra, sin excepción.

Al oírlo enmudecieron todos.

—¡Cabrón! —rugió Lloyd, recuperándose deprisa. Se volvió hacia Britton—.

Contravengo la orden. El señor Glinn queda relevado de su autoridad.

Sordo a sus palabras, Glinn sintonizó otra frecuencia en su radio.

—¿Garza? Adelante con el informe.

Escuchó un rato y contestó.

—Estupendo. Ahora que nos cubre la niebla, iniciaremos la primera fase de la evacuación de la isla. Llama a bordo a todo el personal que no sea indispensable; pero sigue el plan al pie de la letra: que dejen encendidas las luces y la maquinaria funcionando. Le he dicho a Rachel que pusiera las transmisiones radiofónicas en automático. Lleva el barco auxiliar al otro lado de la isla, pero con cuidado de que no salga de la protección de la isla o del
Rolvaag,
no vaya a detectarlo el radar.

Lloyd, tan furioso que le temblaba la voz, terció:

—Oye, Glinn, ¿no te estás olvidando de quién es el primero que manda en la operación? No sólo te despido, sino que suspendo todos los pagos a EES. —Se volvió hacia Britton—. Restablezca la corriente de mis oficinas.

Volvió a parecer que Glinn no le hubiera oído. Britton tampoco reaccionó. Glinn siguió hablando por radio tan tranquilo, dando órdenes y verificando que saliera todo bien. Una ráfaga de viento azotó las ventanas del puente, y el plexiglás recibió un chorro de agua. Lloyd miraba al capitán y a la tripulación, y enrojeció tanto que parecía morado, pero nadie le miraba. En el puente se seguía trabajando.

—¿Me ha oído alguien? —exclamó. Por último se giró Glinn.

—No me olvido de que al final manda usted, señor Lloyd —contestó. De repente adoptaba un tono conciliador, y hasta amistoso.

Lloyd, a quien descolocó el comentario, respiró hondo. Glinn siguió hablando con sosiego y poder de convicción, sin desestimar cierta simpatía.

—Señor Lloyd, en las operaciones siempre tiene que mandar una sola persona. No hace falta que se lo diga. En nuestro contrato le hice una promesa, y no la infringiré. Si le parezco insubordinado, piense que es por su bien. Si se hubiera puesto en contacto con el vicepresidente chileno, se habría ido todo al traste. Le conozco personalmente; antes jugábamos al polo en su rancho de la Patagonia, y le encantaría poder fastidiar a los americanos. Lloyd titubeó.

—¿Que jugabas al polo con…? Glinn siguió hablando muy deprisa.

—El único que tiene todos los datos soy yo, y el único que sabe cómo tener éxito. No es que me lo calle por hacerme el interesante, señor Lloyd. Existe una razón fundamental: hay que evitar por todos los medios que se predigan las decisiones y se tomen por cuenta propia.

El meteorito en sí no me interesa, francamente, pero he prometido moverlo desde el punto A al punto B, y nadie me detendrá, nadie. Conque espero que entienda el motivo de que no renuncie al control de la operación ni le facilite explicaciones y pronósticos. En cuanto a lo de la suspensión de los pagos, lo discutiremos como caballeros en suelo americano.

—Oye, Glinn, todo eso es muy bonito, pero…

—Se acabó la discusión. Ahora me obedecerá usted a mí. —De repente la voz sosegada de Glinn había adquirido un matiz de inflexibilidad—. En cuanto a si se queda aquí tranquilo, se marcha a su oficina o le llevan al calabozo, me es indiferente.

Lloyd lo miró atónito.

—Pero ¿tú te has creído que puedes encerrarme, hijo de puta pretencioso?

La expresión de Glinn fue suficiente respuesta.

Lloyd se quedó un rato callado y rojo de rabia. A continuación se giró hacia Britton.

—¿Y usted para quién trabaja?

Pero los ojos de Britton, verdes y profundos como el océano, seguían puestos en Glinn.

—Trabajo para el que tiene las llaves del coche —acabó diciendo.

Lloyd estaba cada vez más furioso, pero su reacción no fue inmediata. Optó por dar una vuelta por el puente, a paso lento y dejando un rastro de agua con los zapatos, y detenerse en las ventanas, donde se quedó un rato más con la respiración pesada y sin mirar nada en concreto.

—Repito la orden: que se vuelva a conectar la corriente y las comunicaciones de mis oficinas.

No hubo respuesta. Saltaba a la vista que ni el más humilde oficial pensaba obedecer a Lloyd.

Este se giró con lentitud y su mirada recayó en McFarlane. Habló con voz grave.

—¿Y tú, Sam?

Otra ráfaga de viento chocó contra las ventanas. McFarlane estaba en suspenso, sensible a la vibración del aire. En el puente reinaba un silencio sepulcral. Tenía que tomar una decisión, y le pareció una de las más fáciles de toda su carrera.

—Yo trabajo para el meteorito —dijo con tranquilidad.

Lloyd siguió mirándole con ojos negros e inflexibles, hasta que de repente fue como si se derrumbara, como si abandonara su cuerpo aquella fuerza de toro. Caído de hombros, perdido el color rojo de la cara, se volvió, vaciló, caminó lentamente por el puente y salió por la puerta.

Después de un rato, Glinn volvió a inclinarse hacia el ordenador negro y murmuró algo a la persona que lo manejaba.

Rolvaag
1.45 h

La capitana Britton mantenía la vista al frente sin delatar lo que sentía. Procuraba acomodarlo todo al pulso del barco: la respiración, los latidos de su corazón… En las últimas horas había arreciado el viento, a cuyo paso gemía y vibraba el buque. Ahora llovía más. Las gotas que salían de la niebla tenían calibre de balas. Faltaba poco para el
panteonero.

Desplazó su atención hacia la telaraña metálica que sobresalía del tanque del barco. A pesar de que todavía quedaba bastante por debajo del nivel del risco, parecía terminada.

Britton no poseía el menor indicio sobre el siguiente paso. No saberlo era molesto, por no decir humillante. Echó un vistazo al ordenador de EES y la persona que lo manejaba. Había creído conocer a todos los de a bordo, pero de repente aparecía un desconocido a quien se le observaba un gran dominio del manejo de un superpetrolero. Apretó más los labios.

Por supuesto que había ocasiones en que cedía el mando, como al repostar o cuando subía un práctico a bordo, pero respondían a una pauta establecida y cómoda de llevar un barco, una pauta de décadas. En cambio aquello no tenía nada de cómodo. Era una humillación. El proceso de carga lo estaban ejecutando unos desconocidos, con el barco anclado a tierra y ella convertida en blanco ideal para un barco de guerra que quedaba a tres mil metros… Volvió a hacer el esfuerzo de reprimir emociones de ira y ofensa. A fin de cuentas, comparado con lo que les esperaba en la oscuridad, poca importancia tenía lo que pudiera sentir.

Ira y ofensa… Su mirada se posó en Glinn, que estaba de pie al lado de la consola negra y de vez en cuando le susurraba algo al operador. Acababa de humillar, incluso de aplastar, al industrial más poderoso del mundo, y él tan delgado, tan normal… Siguió observándole con disimulo. Comprendía la ira, pero la ofensa… La capitana se había quedado despierta más de una noche preguntándose qué pensaba y qué afectaba a aquel hombre. Le extrañaba que alguien de tan poca presencia física, una persona tan normal que por la calle le habría pasado desapercibida, fuera capaz de adueñarse de tal manera de su imaginación. Le sorprendía que se pudiera ser tan inflexible y tan disciplinado. ¿De veras tenía un plan, o simplemente el talento de encubrir una serie de reacciones ad hoc a acontecimientos inesperados ? La gente más peligrosa era la que sabía que siempre tenía razón. Sin embargo, en el caso de Glinn era verdad. Parecía que lo supiera todo de antemano, que entendiera a todo el mundo. A ella estaba claro que sí, al menos a Sally Britton como profesional. «Ahora el éxito depende de cierto grado de subordinación de su autoridad de capitana.» Al recordar sus palabras, la capitana se preguntó hasta qué grado era verdad que Glinn hubiera comprendido lo que significaba para ella ceder el mando, aunque fuera de manera temporal, y si le importaba. Se preguntó por qué le importaba a ella que le importase. Sintió una vibración, la de varias bombas poniéndose en marcha a ambos lados del barco. Salieron chorros de agua de mar por tubos de desagüe, escupidos al océano, y a medida que se vaciaban los tanques de agua de lastre el barco subió de manera casi imperceptible. Claro: era la manera de que aquella torre de aspecto achaparrado se elevara hasta el nivel del meteorito. Subiría a su encuentro el conjunto de la nave, hasta que la plataforma estuviera nivelada con la roca. Volvió a sentirse humillada por que le arrebatasen el control del petrolero, al mismo tiempo que pasmada por la audacia del plan.

Mientras subía el buque en el agua, Britton permaneció en posición de firmes sin hablar con nadie. Era una sensación extraña ver ejecutar las operaciones habituales de soltar lastre pero como observadora, no como participante. Y observarlas en circunstancias así (amarrados a la costa a sotavento de una tempestad) iba en contra de todo lo que había aprendido en su carrera.

La torre acabó quedando al mismo nivel que el barracón de encima del acantilado.

Entonces Britton vio que Glinn murmuraba algo al operador de la consola, y el bombeo se detuvo de inmediato.

Se oyó el eco de un crujido muy fuerte procedente del acantilado. El estallido del barracón soltó una gran nube de humo que se fundió con la niebla y dejó a la vista el meteorito, muy rojo bajo las luces de sodio. Britton contuvo la respiración. Se daba cuenta de que el meteorito se había convertido en el centro de atención de todas las personas del puente. Todo el mundo estaba boquiabierto.

Se oyeron encenderse los motores diesel de encima del risco, y se activó una complicada serie de poleas y cabrestantes. Entonces, con un chirrido muy agudo, subió humo de combustión hasta mezclarse con la niebla. El meteorito empezó a moverse hacia el borde reforzado del risco. Britton estaba como hipnotizada, olvidando la avalancha de emociones que segundos antes la agitaba. El avance del meteorito tenía algo de regio: majestuoso, lento, regular. Salvó el borde del acantilado y se subió a la plataforma de encima de la torre, donde se detuvo. Ella volvió a notar que vibraba todo el barco por la acción de las bombas controladas por ordenador, bombas que reducían el peso del buque mediante el vaciado de la cantidad exacta de lastre que hacía falta para compensar el peso creciente del meteorito.

La capitana observaba el proceso en un silencio tenso. Una y otra vez, el meteorito recorría cierta distancia de plataforma y, al detenerse, provocaba la sacudida de las bombas de lastre. El espasmódico ballet se prolongó por espacio de veinte minutos. A su término, el meteorito quedó centrado sobre la torre. Britton percibía el peso máximo en el
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la desestabilización causada por el peso del meteorito, pero también notaba que los tanques de agua de lastre volvían a llenarse de agua y que el barco volvía a hundirse para ganar estabilidad.

Glinn habló de nuevo con el empleado del ordenador. A continuación, haciéndole a Britton un gesto con la cabeza, salió al ala del puente que quedaba más cerca del risco. El silencio del puente duró un minuto más. Luego Britton oyó llegar por detrás al primer oficial Howell, que le acercó la boca al oído sin ella girarse.

—Capitana —murmuró—, quiero que sepa que esto a nosotros (me refiero a los oficiales y a mí) no nos gusta. No ha estado bien tratarla así. La respaldamos totalmente. Una palabra suya y…

No hacía falta terminar la frase.

Britton conservó la rigidez de su postura.

—Se lo agradezco, señor Howell —repuso en voz queda—, pero de momento es todo.

Howell se apartó. Britton respiró hondo. Había pasado el momento de actuar. Ahora estaban comprometidos. El meteorito ya no era un problema en tierra firme, sino que estaba en el barco, y la única manera de desembarazarse de él era ver al
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sano y salvo en el puerto de Nueva York. Volvió a pensar en Glinn, en cuando la había convencido con buenas palabras de aceptar el mando del
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en que lo sabía todo de su vida, y en la confianza que había depositado en ella durante la visita a la aduana de Puerto Williams. Habían formado un buen equipo. Se preguntó si había hecho bien en cederle el mando, aunque sólo fuera de manera temporal. Claro que no había tenido más remedio.

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