Más allá del planeta silencioso (7 page)

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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

Pero Ransom estaba pensando en los sorns; porque, sin duda, esos seres a quienes habían tratado de entregarlo eran los sorns. Resultaron ser distintos a los horrores que había conjurado su imaginación y por eso lo habían sorprendido con la guardia baja. Se apartaban de las fantasías wellsianas para acercarse a un complejo de terrores más primitivo, más infantil, gigantes… ogros… fantasmas… esqueletos, ésas eran las palabras claves. Fantasmas zancudos, se dijo; espectros surrealistas de largo rostro. Al mismo tiempo, el pánico incapacitador de los primeros momentos iba disminuyendo. Ahora ya no pensaba en el suicidio; estaba decidido, en cambio, a llevar su suerte hasta el fin. Rezó y tocó el cuchillo. Sentía un extraño sentimiento de confianza y afecto hacia sí mismo, que controló hasta el punto de decir: «Nos vamos a apoyar mutuamente».

El terreno se hizo dificultoso y lo sacó de su ensimismamiento. Había estado subiendo una suave pendiente durante algunas horas, con una cuesta más inclinada a su derecha, aparentemente en una mezcla de ascensión y rodeo de una colina. Ahora el sendero comenzó a cruzar una serie de lomas, sin duda estribaciones del terreno más alto que había a la derecha. No supo por qué tenía que cruzarlas, pero por alguna razón lo hizo; quizás un confuso recuerdo de la geografía terrestre le sugirió que la región más baja se abriría en claros entre el bosque y el agua, y allí los sorns tendrían más oportunidades de atraparlo. Mientras seguía cruzando lomas y hondonadas le sorprendió la extrema inclinación con que bajaban, pero por algún motivo no eran muy difíciles de cruzar. Notó además que hasta las más pequeñas acumulaciones de tierra eran de forma distinta a las terrestres: demasiado estrechas, demasiado aguzadas en la parte superior y demasiado pequeñas en la base. Recordó que las olas de los lagos azules tenían cualidades igualmente extrañas. Y, levantando la cabeza hacia las hojas purpúreas, vio que allí se repetía el mismo tema de la perpendicularidad: el mismo impulso hacia el cielo. No se doblaban en los extremos; enormes como eran, el aire bastaba para sostenerlas, de modo que las largas galerías del bosque se alzaban hasta una especie de decoración geométrica en forma de abanicos. Lo mismo pasaba con los sorns —se estremeció al pensarlo—, ellos también eran alargados hasta lo imposible.

Tenía conocimientos científicos suficientes para suponer que debía de encontrarse en un mundo más ligero que la Tierra, donde se necesitaba menos esfuerzo y la Naturaleza se veía libre de seguir su impulso hacia el cielo en una escala muy superior a la terrestre. Eso le llevó a preguntarse dónde estaba. No podía recordar si Venus era más grande o más pequeño que la Tierra, y tenía la impresión de que debía de ser más caluroso que ese sitio. Quizás estaba en Marte, quizás en la Luna. Al principio rechazó esta última posibilidad basándose en que de ser así tendría que haber visto la Tierra en el cielo cuando aterrizaron, pero luego recordó haber oído que una de las caras de la Luna siempre permanecía retirada de la Tierra. Al parecer vagaba por el lado oculto de la Luna y, por algún motivo irracional, esa idea lo hundió en una desolación aún más penosa que la que había sentido hasta entonces.

En muchos de los torrentes que cruzaba ahora había agua, corrientes azules y silbantes que se precipitaban hacia el terreno más bajo de la izquierda. Estaban calientes como el lago y el aire era cálido sobre ellas, de modo que, mientras subía y bajaba los lados de las hondonadas, la temperatura variaba sin cesar a su alrededor. Fue el contraste, al llegar a la cima opuesta de una de esas pequeñas cañadas, lo que atrajo su atención por primera vez hacia el frío creciente del bosque, y mientras miraba a su alrededor advirtió que a su vez la luz disminuía. No había tenido en cuenta la noche. No podía saber cómo sería la noche en Malacandra. Mientras estaba de pie mirando la penumbra en aumento un soplo de viento frío se movió entre los tallos purpúreos y los agitó, revelando una vez más el asombroso contraste entre su tamaño y lo flexible y frágil de su apariencia. El hambre y el cansancio, mantenidos a raya hasta ese momento por la mezcla de miedo y maravilla de la situación, cayeron de pronto sobre él. Tiritó y se obligó a seguir adelante. El viento aumentaba. Las poderosas hojas danzaban y se zambullían sobre su cabeza, dejando entrever un cielo cada vez más pálido y luego, por desgracia, un cielo con una o dos estrellas. El bosque ya no estaba en silencio. Sus ojos iban de un lado a otro en busca de un enemigo y sólo descubría la rapidez con que aumentaba la oscuridad. Ahora bendecía las corrientes de agua por su calor.

Fue eso lo que le sugirió una posible protección contra el frío en aumento. En realidad era inútil seguir; por lo que sabía, tanto podía estar yendo hacia el peligro como alejándose de él. Todo era peligroso, no estaba más seguro viajando que descansando. Junto a un arroyo podía haber el calor necesario para acostarse. Siguió arrastrando los pies en busca de otra cañada, y el trayecto se hizo tan largo que comenzó a pensar que había salido de la zona donde abundaban. Casi se había decidido a volver atrás cuando el terreno empezó a descender; resbaló, recuperó el equilibrio y se encontró en la orilla de un torrente. Los árboles (porque no podía dejar de considerarlos árboles) no llegaban a unirse arriba y el agua parecía tener cierta tenue cualidad fosforescente, de modo que allí había más luz. La cuesta que iba de derecha a izquierda era muy aguda. Llevado por un vago deseo de turista de encontrar un lugar «mejor», avanzó unos pocos metros río arriba. El valle se hacía más empinado y llegó a una pequeña catarata. Notó, adormecido, que el agua parecía bajar con demasiada lentitud si se tenía en cuenta la inclinación, pero estaba muy cansado para especular sobre el asunto. El agua parecía más cálida que la del lago… quizás estaba más cerca de la fuente de calor subterráneo. Lo que realmente le hubiera gustado saber era si se animaría a beber. Ahora tenía mucha sed, pero el agua parecía muy venenosa, muy distinta a la verdadera. No bebería; quizás estaba tan cansado que la sed lo dejaría dormir. Cayó de rodillas y se lavó las manos en el torrente cálido, luego rodó hasta un hueco que estaba junto a la cascada y bostezó.

El sonido de su propio bostezo —el viejo sonido oído en habitaciones infantiles, en dormitorios de estudiantes y en tantas alcobas— lo llenó de autocompasión. Levantó las rodillas y se abrazó a sí mismo; sentía un amor físico, casi filial, por su propio cuerpo. Se llevó el reloj de pulsera a la oreja y descubrió que se había parado. Lo golpeó. Murmurando, medio sollozando para sí mismo, pensó en hombres yéndose a dormir en el lejano planeta Tierra, hombres en clubes y en buques y en hoteles, hombres casados y niños pequeños que dormían con niñeras en su cuarto, hombres acalorados que olían a tabaco y se tumbaban en castillos de proa o en canoas. La tendencia a hablar consigo mismo se hizo irresistible… «Te vamos a cuidar, Ransom… Nos vamos a defender mutuamente, viejo.» Se le ocurrió que uno de aquellos animales de mandíbulas chasqueantes podía vivir en ese río. «Tienes razón, Ransom», contestó entre dientes. «No es un lugar seguro para pasar la noche. Descansaremos un momento hasta que te sientas mejor, después seguiremos. Ahora no. Más tarde.»

9

Fue la sed lo que lo despertó. Había dormido sin frío, aunque tenía la ropa mojada, y se encontró tendido al sol, con la cascada azul saltando y titilando a su lado con todos los matices transparentes de azules y lanzando luces extrañas que subían hasta el envés de las hojas de las plantas. La conciencia de su situación, mientras volvía pesadamente en sí, fue insoportable. Con que tan sólo no hubiera perdido los nervios, los sorns ya lo habrían matado. Luego recordó con alivio indecible que había un hombre vagando en el bosque, un pobre tipo con quien le gustaría volver a encontrarse. Se acercaría a él y le diría: «Hola, Ransom…». Se detuvo, perplejo. No, era él mismo; él era Ransom. ¿O no? ¿Quién era el hombre a quien había conducido hasta un arroyo caliente y a quien había arropado, indicándole que no bebiera del agua extraña? Obviamente algún recién llegado que no conocía el lugar tan bien como él. Pero, a pesar del consejo de Ransom, ahora iba a beber. Se inclinó sobre la orilla y hundió la cara en el cálido líquido torrentoso. Se podía beber. Tenía un fuerte sabor mineral, pero estaba muy bueno. Bebió por segunda vez y se encontró magníficamente aliviado. Todo el asunto sobre el otro Ransom no tenía sentido. Era muy consciente del peligro de volverse loco y se entregó con vigor a sus oraciones y aseo personal. No era que la locura importara mucho. Quizás ya estaba loco, y no estaba realmente en Malacandra, sino a salvo, en la cama de algún manicomio inglés. ¡Ojalá fuera así! Le preguntaría a Ransom… ¡Maldición!, ahí estaba su mente jugándole otra vez malas pasadas. Se puso en pie y empezó a caminar con decisión.

Mientras duró esa etapa del viaje, las alucinaciones volvieron cada pocos minutos. Así que aprendió a permanecer mentalmente sereno, y las dejaba circular por su cerebro. Era inútil preocuparse. Cuando se fueran recobraría la cordura. El problema de la comida era mucho más importante. Comprobó cómo era uno de los «árboles» con el cuchillo. Como esperaba, era blando y flexible como una verdura, no duro como la madera. Cortó un trocito y, al hacerlo, todo el gigantesco organismo vibró hasta arriba: era como sacudir con una sola mano el mástil de una embarcación a toda vela. Cuando se lo puso en la boca casi no le encontró sabor, aunque no era nada desagradable, y lo masticó durante unos minutos con placer. Pero no fue más allá. La sustancia era bastante intragable y sólo se la podía usar como goma de mascar. Fue lo que hizo, con ese y muchos más trozos, no sin cierta satisfacción.

Era imposible continuar la huida del día anterior como tal; ésta degeneró inevitablemente en un paseo sin fin, vagamente motivado por la búsqueda de alimentos. La búsqueda era necesariamente vaga, ya que no sabía si en Malacandra crecía algo que pudiera servirle de alimento ni cómo reconocerlo si lo era. Se llevó un buen susto por la mañana, cuando al pasar a través de un claro un poco más abierto, advirtió primero un objeto grande y amarillo, luego dos y por último una indefinida multitud que venía hacia él. Antes de que pudiera huir se encontró rodeado por un rebaño de enormes criaturas pálidas cubiertas de pelo, a las que encontró más parecidas a las jirafas que a cualquier otra cosa, salvo porque podían alzarse, y lo hacían sobre las patas traseras y hasta daban pasos en esa posición. Eran más delgadas y mucho más altas que las jirafas, y estaban arrancando y comiendo las hojas de las plantas purpúreas. Lo vieron y lo contemplaron con sus grandes ojos líquidos, bufando en
basso profondissimo
, pero era evidente que no abrigaban intenciones hostiles. Su apetito era feroz. En cinco minutos mutilaron la copa de centenares de «árboles», lo que permitió que entrara la luz del sol en el bosque. Luego siguieron su camino.

El episodio tuvo un efecto infinitamente reconfortante en Ransom. A diferencia de lo que había pensado en un principio, en el planeta había otros tipos de vida aparte de los sorns. Esos animales eran una especie presentable, que el hombre podía domesticar, y cuyo alimento quizás podía compartir. ¡Si fuera posible trepar a los «árboles»! Miraba hacia arriba con la idea de intentar la hazaña, cuando notó que el destrozo ocasionado por los animales comedores de hojas había abierto un paisaje que se tendía más allá de la copa de las plantas hasta un grupo de objetos blanco verdosos, como los que había visto al otro lado del lago cuando aterrizaron.

Esta vez estaban mucho más cerca. Eran enormemente altos, tanto que tuvo que echar la cabeza hacia atrás para verlos hasta la cúspide. Tenían forma de pilones, pero macizos; eran de altura irregular y parecían agruparse de modo azaroso y desordenado. Algunos terminaban en puntas que parecían agudas como agujas desde donde estaba, mientras que otros, después de estrecharse hacia la cima, volvían a expandirse en protuberancias o plataformas que a sus ojos terrestres parecían a punto de caer en cualquier momento. Notó por primera vez que los lados eran más ásperos y surcados de hendiduras, y entre dos de ellas vio una línea inmóvil de esplendor azul entretejido; obviamente una lejana caída de agua. Fue eso lo que lo convenció por fin de que los objetos, a pesar de su forma improbable, eran montañas, y, al descubrirlo, la propia rareza del espectáculo se tiñó de cierta sublimidad fantástica. Comprendió que allí estaba la exposición definitiva del tema perpendicular que interpretaban tanto las bestias como las plantas y el terreno en Malacandra, allí, en aquel amasijo rocoso, saltando y lanzándose hacia el cielo como chorros sólidos surgidos de una fuente de piedra, y suspendidas en el aire gracias a su propia levedad, tan nítidas, tan alargadas, que a partir de entonces cualquier montaña terrestre iba a parecerle una montaña apoyada de lado. Sintió felicidad y alivio en el corazón.

Pero su corazón se detuvo al momento siguiente. Contra el pálido fondo de las montañas y bastante cerca de él —porque las montañas parecían estar a sólo medio kilómetro de distancia— apareció una forma en movimiento. La reconoció de inmediato mientras pasaba lenta (y furtiva, pensó) entre dos de los tallos sin hojas de las plantas: la estatura gigantesca, la delgadez cadavérica, el perfil de brujo, largo, colgante de un sorn. La cabeza parecía ser estrecha y cónica; las manos o garras con las que apartaba los tallos ante él cuando se movía eran delgadas, movedizas, arácnidas y casi transparentes. Sintió la certeza inmediata de que lo buscaba a él. Todo eso le llevó una fracción de segundo. La imagen imborrable no había terminado de estamparse en su cerebro cuando ya corría a la máxima velocidad posible internándose en el bosque.

No tenía planes definidos salvo poner todos los kilómetros posibles de distancia entre él y el sorn. Rogó con fervor que hubiera sólo uno. Quizás el bosque estaba lleno, quizás tenían la inteligencia suficiente para formar un círculo a su alrededor. No importaba, por ahora lo único que podía hacer era correr, correr cuchillo en mano. El miedo había pasado a ser acción; emocionalmente se sentía frío y alerta y preparado como nunca para la última prueba. La huida lo llevó colina abajo a velocidad creciente; pronto la inclinación fue tan pronunciada que si su cuerpo hubiera estado bajo los efectos de la gravedad terrestre se habría visto obligado a bajar gateando sobre manos y rodillas. Entonces vio algo que brillaba más adelante. Un minuto después había salido del bosque; estaba de pie, parpadeando a la luz del sol y el agua, sobre la orilla de un ancho río, y contemplaba un paisaje llano donde se entremezclaban río, lago, isla y promontorio: el tipo de región en que sus ojos se habían posado por primera vez en Malacandra.

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