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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco

 

Matadero Cinco
catapultó a
Kurt Vonnegut
como uno de los grandes ídolos de la juventud norteamericana y se convirtió de inmediato en un clásico de la literatura contemporánea. Una historia amarga, conmovedora y a la vez divertidísima, de la inocencia confrontada con el apocalípsis, «una novela con ribetes esquizofrénico-telegráficos», en palabras de su autor.

Kurt Vonnegut
fue hecho prisionero en la Segunda Guerra Mundial y se encontraba en Dresde cuando esta ciudad fue bombardeada y arrasada por la aviación norteamericana; este hecho le marcó profundamente y decidió escribir un libro en torno a ese tema:
Matadero Cinco
. La historia de un superviviente de la matanza que, muchos años más tarde, es raptado y transportado al planeta Trafalmadore es una de las muchas tramas que se entrecruzan en una obra profundamente innovadora, en la que resplandecen cegadoras metáforas de la nueva era y en la que los pasajes de ciencia-ficción funcionan a la manera de los payasos de Shakespeare. El humor, a menudo muy negro, es esencial en la obra de Vonnegut, quien ha afirmado que «lo cómico es parte tan integral en mi vida que empiezo a trabajar en una historia sobre cualquier tema y, si no encuentro elementos cómicos, la dejo».

Kurt Vonnegut

Matadero Cinco

La cruzada de los niños

ePUB v2.0

GONZALEZ
16.09.12

Título original:
Slaughterhouse-Five or the Children’s Crusade

© 1969, Kurt Vonnegut

Traducción: Margarita García de Miró

Diseño de portada: emesalgado

Corrección de erratas: ojocigarro & evilZnake

ePub base v2.0

A Mary O’Hare

y Gerhard Müller

El ganado muge,

El Niño se agita,

Pero Jesusito,

ni llora ni grita.

1

Todo esto sucedió, más o menos. De todas formas, los partes de guerra son bastante más fieles a la realidad. Es cierto que un individuo al que conocí fue fusilado, en Dresde, por haber cogido una tetera que no era suya. Igualmente cierto es que otro individuo, al que también conocí, había amenazado a sus enemigos personales con matarlos por medio de pistoleros alquilados. Y así sucesivamente. He cambiado los nombres de los personajes.

Es cierto que volví a Dresde, con dinero de Guggenheim (Dios le bendiga), en 1967. La ciudad se parecía un poco a Dayton, Ohio, aunque con muchos más espacios libres. Su suelo debía de contener toneladas de harina de huesos humanos.

Volví allí con un viejo camarada de la guerra, Bernard V. O’Hare, y nos hicimos amigos del taxista que nos llevó hasta el matadero donde nos habían encerrado una noche como prisioneros de guerra. Su nombre era Gerhard Müller y nos dijo que había sido prisionero de los americanos durante algún tiempo. Le preguntamos qué tal se vivía bajo el comunismo, y él respondió que al principio era terrible —pues todo el mundo tenía que trabajar muchísimo, aparte de que no había ni cobijo ni alimentos ni ropas adecuadas—, pero que ahora las cosas estaban mucho mejor. Tenía un apartamento, pequeño aunque muy agradable, y su hija recibía una educación excelente. La madre quedó calcinada en el bombardeo de Dresde. Como suena.

En Navidades envió una postal a O’Hare cuyo texto decía:

«Deseo que usted y su familia, así como su amigo, pasen unas felices Navidades y un próspero Año Nuevo, y espero que nos encontraremos nuevamente, si la casualidad lo permite, dentro de un taxi, en un mundo de paz y libertad.»

Me gustó mucho eso de «si la casualidad lo permite».

Me disgustaría decir lo que este asqueroso librito me ha costado en dinero, malos ratos y tiempo. Cuando volví a casa después de la Segunda Guerra Mundial, hace veintitrés años, pensé que me sería fácil escribir un libro sobre la destrucción de Dresde, ya que todo lo que debía hacer era contar lo que había visto. También estaba seguro de que sería una obra maestra o de que, por lo menos, me proporcionaría mucho dinero, por tratarse de un tema de tal envergadura.

Pero cuando me puse a pensar en Dresde las palabras no acudían a mi mente, al menos no en número suficiente para escribir un libro. Y tampoco ahora, que me he convertido en un viejo fatuo con sus recuerdos, sus manías y sus hijos ya crecidos, tengo palabras para hacerlo.

Pienso en lo inútil que me ha resultado el recuerdo de Dresde, en lo tentador que ha sido el tema para muchos escritores, y me acuerdo del famoso estribillo:

Había en Estambul un joven

Que así interpelaba a su herramienta:

«Me quitaste la salud

Y mi hacienda arruinaste,

Y ahora todo es poco para ti,

¡Vieja loca!»

Y también me acuerdo de la canción que sigue:

Mi nombre es Yon Yonson.

Trabajo en Wisconsin,

En una serrería

Y cuando voy por la calle,

La gente me pregunta:

«¿Cómo te llamas?»

Y yo contesto:

«Mi nombre es Yon Yonson,

Trabajo en Wisconsin…»

Y así hasta el infinito.

Al paso de los años, la gente que he conocido me ha preguntado muchas veces en qué trabajo, y por lo general yo he contestado que la obra más importante que tengo entre manos es un libro sobre Dresde.

Una vez le dije eso a Harrison Starr, el productor de cine, y él levantó las cejas inquiriendo:

—¿Es un libro anti-guerra?

—Sí —contesté—. Me parece que sí.

—¿Sabes lo que les digo a las personas que están escribiendo libros anti-guerra?

—No. ¿Qué les dices, Harrison Starr?

—Les digo, ¿por qué no escriben ustedes un libro anti-glaciar en lugar de eso?

Lo que quería decir es que siempre habría guerras y que serían tan difíciles de eliminar como lo son los glaciares. Desde luego, también yo lo creo.

Además, aunque las guerras no siguieran siendo como los glaciares, seguirás siendo llorada, vieja muerte.

Cuando era algo más joven y ya trabajaba en mi famoso libro sobre lo de Dresde, le pedí a un viejo camarada de guerra llamado Bernard V. O’Hare si podía venir a verme. El era fiscal de distrito en Pennsylvania, y yo escritor en Cape Cod. En la guerra habíamos sido soldados de reconocimiento de infantería, y ninguno de los dos había pensado jamás en hacer dinero después de que ésta terminara. No obstante, ambos nos desenvolvíamos bastante bien.

Hice que la Compañía Telefónica lo encontrara. Para estas cosas, son maravillosos. A veces, a altas horas de la noche, me da esa manía de mezclar el alcohol con el teléfono. Me emborracho y luego, gracias a mi aliento, que parece hecho de mostaza y rosas, alejo de mí lado a mi mujer. Entonces, hablando en un tono grave y solemne, pido a las telefonistas que me comuniquen con tal o cual amigo del que no he tenido noticias en los últimos años.

Me puse en contacto con O’Hare de esa forma. Él es bajo y yo soy alto. Le dije por teléfono quién era, y que habíamos sido capturados juntos durante la guerra. Se lo creyó en seguida. Estaba levantado, leyendo, y en su casa todo el mundo dormía.

—Escucha —dije—, estoy escribiendo un libro sobre Dresde y me gustaría que alguien me ayudara a recordar algunas cosas. Pienso que podría ir a verte, para beber, charlar y recordar.

No se entusiasmó. No creía recordar gran cosa. A pesar de ello, me dijo que fuera.

—Creo que el clímax del libro será la ejecución del pobre Edgar Derby —le expliqué—. Fue una ironía tan grande… Una ciudad entera es destruida, miles y miles de personas mueren, y es entonces cuando ese soldado de infantería se ve arrestado en unas ruinas por coger una tetera. Pero lo más absurdo es que le hacen un consejo de guerra y es fusilado por el pelotón.

—Humm —dijo O’Hare.

—¿No crees que ése debe ser el punto culminante del libro?

—No sé —contestó—. Eso es cosa tuya, no mía.

Como traficante que soy de momentos apoteósicos y emocionantes, de caracterizaciones y diálogos maravillosos, de comparaciones y «suspenses», había esbozado la historia sobre Dresde muchas veces. El mejor esbozo, o por lo menos el más bonito, fue el que escribí en la cara posterior de un rollo de papel de empapelar.

Utilicé los lápices de mi hija; un color diferente para cada una de las principales situaciones y caracteres. La historia empezaba en un extremo del rollo de papel y terminaba en el otro, de modo que el meollo ocupaba todo el centro. Y la línea azul se encontraba con la roja, para después cruzarse con la amarilla, que, por fin, se acababa cuando el tipo representado por la línea amarilla moría. Y así todo. La destrucción de Dresde, por ejemplo, estaba representada por una acotación vertical de color naranja que era cruzada por todas las líneas que continuaban aún con vida, algunas de las cuales incluso se salían por el otro lado.

Al final, cuando todas las líneas cesaban estaba la batalla del Elba, en las afueras del Halle. Llovía. La guerra en Europa había terminado hacía un par de semanas. Y permanecíamos formados en hileras, bajo la custodia de soldados rusos. Nosotros, ingleses, americanos, holandeses, belgas, franceses, canadienses, sudafricanos, neozelandeses, australianos; miles de individuos que dejábamos de ser prisioneros de guerra.

Al otro lado del campo había miles de rusos, polacos y yugoslavos, que eran custodiados por soldados americanos. El cambio se hizo bajo la lluvia y uno por uno. O’Hare y yo subimos a la caja de un camión americano con muchos otros. El no traía ningún recuerdo —casi todos los demás llevábamos algo—, pero yo cargaba con un sable de ceremonia de la Luftwaffe; todavía lo tengo. El americano pequeño y loco al que en este libro llamo Paul Lazzaro tenía casi cien gramos de diamantes que había tomado de personas muertas en los refugios de Dresde. Y así sucesivamente.

Un inglés idiota, que en alguna parte había perdido todos los dientes, guardaba su recuerdo en una bolsa de lona apoyada sobre el empeine de mis pies. De vez en cuando echaba un furtivo vistazo al interior de la bolsa, y después volvía los ojos de un lado para otro girando su huesuda nuca como si quisiera sorprender a alguien que mirara codiciosamente su bolsa. Y, hecho todo esto, la hacía repicar sobre mis pies. Al principio creí que ese movimiento de la bolsa era accidental. Pero estaba en un error. Porque lo que atormentaba al chico era que
tenía
que enseñar a alguien el contenido de la bolsa, y había decidido que podía confiar en mí. En un momento dado sorprendió mi mirada, me guiñó un ojo y abrió la bolsa. Contenía una reproducción en yeso de la Torre Eiffel, que tenía una capa de pintura dorada y, en el centro, un reloj.

—Es un objeto aplastante —dijo.

Nos llevaron a un campo de recuperación francés donde nos alimentaron con batidos de leche y chocolate, amén de otros ricos alimentos, hasta que estuvimos rollizos como bebés. Entonces nos mandaron a casa. Y yo me casé con una bonita muchacha, que estaba también rolliza como un bebé.

Y tuvimos bebés.

Y ahora que ya son mayores, yo soy un viejo fatuo, cargado de recuerdos y manías. Mi nombre es Yon Yonson, y trabajo en Wisconsin, en una serrería…

A veces, entrada la noche, cuando mi mujer ya se ha acostado intento llamar por teléfono a algunas antiguas amigas.

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