Me muero por ir al cielo (8 page)

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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

La señora le sonrió y le dijo:

—Hola, ¿qué tal?

Pero pasó tan deprisa que Elner no pudo preguntarle dónde estaba. Menos mal que estaba bien informada, porque al cabo de unos segundos ¡habría jurado que era Ginger Rogers! Sabía exactamente cuál era el aspecto de Ginger Rogers porque había sido siempre su estrella de cine favorita, y Dixie Cahill, que dirigía la Escuela Dixie Cahill de música y danza de Elmwood Springs, donde Linda había recibido clases de baile, tenía una gran foto de la artista en su estudio. Pero cuanto más pensaba en ello, más cuenta se daba de que, aunque la mujer era el vivo retrato de Ginger Rogers, no podía ser ella. ¿Qué demonios estaría haciendo Ginger Rogers en Kansas City, Misuri? No tenía sentido. No obstante, de repente recordó que Ginger Rogers era de Misuri, o sea que si no era ella, seguro que era alguna pariente suya.

Elner siguió andando y admirando lo limpios y blancos que estaban los suelos y las paredes de mármol. «Norma debería ver esto —pensó—. Es un edificio con el que se identificaría.» Tan brillante que se podría comer en el suelo, como le gustaba a Norma, si bien para Elner era un misterio por qué alguien querría comer en el suelo. Al cabo de unos minutos empezó a ver un puntito en el extremo del pasillo, y a medida que se fue acercando le alegró comprobar que era una persona, sentada a una mesa frente a una puerta.

—Eh —gritó.

—Eh —contestó la persona.

Cuando llegó al final del pasillo y estuvo lo bastante cerca para ver quién era la persona sentada tras la mesa, no daba crédito a sus ojos. ¡Era nada menos que Ida, su hermana pequeña y madre de Norma! Allí estaba, en carne y hueso, elegante, con sus pieles de zorro, su collar de perlas y sus pendientes.

—Ida —dijo—. ¿Eres tú de verdad?

—Sí, claro —dijo Ida, mirando con desdén la vieja bata marrón a cuadros de Elner.

Elner estaba atónita.

—Pero, por el amor de Dios… ¿Qué narices estás haciendo en Kansas City? Todos pensábamos que estabas muerta. Dios mío, cariño, si hasta celebramos un funeral y todo.

—Ya lo sé —dijo Ida.

—Pero si estás aquí ¿quién era la mujer que enterramos?

Ida adoptó inmediatamente esa mirada incisiva de cuando estaba contrariada, que era casi siempre.

—Oh, era yo, naturalmente —dijo Ida—. Y por si no te acuerdas, lo último que le dije a Norma fue «Norma, cuando esté muerta, por el amor de Dios, que Tot Whooten no me arregle el pelo». Incluso le di el numero de mi peluquera y le pagué a la mujer por adelantado. ¿Y qué hizo Norma? ¡Pues lo primero que hizo después de que me morí fue llamar a Tot para que me peinara!

«Vaya por Dios», pensó Elner. En su momento, ella y Norma pensaron que Ida nunca se enteraría, pero evidentemente se equivocaron.

—Bueno, Ida —dijo Elner, con la esperanza de suavizar un poco las cosas—. A mí me pareció que te quedaba muy bien.

—Elner, tú sabes que nunca me hago la raya a la izquierda. Y allí estaba yo, delante de todos, con la raya en el lado equivocado, por no hablar de ese colorete que me puso. ¡Parecía un payaso en el desfile de Carnaval!

Si por un momento Elner había albergado alguna duda de que la mujer que tenía delante fuera su hermana, esa duda se había disipado. Era Ida, seguro.

—Vamos a ver, Ida —dijo—, intenta no enfurruñarte. Norma no tenía elección. Tot es una buena amiga. ¿Cómo puedes decirle algo así a alguien sin herir sus sentimientos? Apareció en el entierro con todos sus pertrechos. Creía que te estaba haciendo un favor. Norma no tuvo valor para decirle que no podía hacerlo.

Ida no se mostró comprensiva.

—El deseo de un moribundo es más importante que cualquier sentimiento herido en todo momento y lugar.

Elner suspiró.

—Bueno, quizá sea así, pero has de admitir que tuviste una buena despedida. Asistieron más de cien personas, fueron todos tus amigos del club de jardinería.

—Pues tanta más razón para tener mejor aspecto. Yo habría ido a la oficina del tanatorio y le habría explicado personalmente a Neva todos los pormenores; esto es lo que habría hecho yo.

—Bueno, en todo caso, cariño, me alegra muchísimo volver a verte —dijo Elner intentando cambiar de tema.

Ida compuso una sonrisa escueta y apretada, pese a estar todavía molesta por lo que Tot había hecho con su peinado.

—Yo también me alegro de verte, Elner. —Luego añadió—: Veo que has engordado unos kilos desde la última vez que te vi.

—Unos cuantos…, pero es la edad, supongo.

—Imagino que sí. Gerta también engordó cuando se hizo mayor.

Elner miró el pasillo de mármol y dijo:

—Ida, no entiendo qué está pasando. Si no estás muerta, ¿por qué no has vuelto a casa?

—Oh, sí estoy muerta. Ahora ésta es mi casa —dijo jugueteando con sus perlas.

—En todo caso, ¿qué es esto? —preguntó Elner mirando otra vez alrededor—. ¿Y qué estoy haciendo yo aquí? Debería estar en el hospital. Me tienes hecha un lío.

Ida la miró con aquella exasperante mirada de sabelotodo tan suya.

—Bueno, Elner, si estoy muerta y tú puedes verme, ¿qué te parece que significa esto?

Ahora Elner empezaba a sentirse inquieta.

—¿Cómo voy a saberlo, Ida? Me he caído de la escalera, en este momento estoy totalmente aturullada, pensaba que acababa de ver a Ginger Rogers…, y ahora me dices que estás muerta cuando te estoy viendo en carne y hueso. Me habré dado un buen porrazo en la cabeza porque nada de esto tiene sentido para mí.

—Piensa, Elner—dijo Ida—. Yo, Ginger Rogers…

Elner pensó un instante; luego cayó en la cuenta. Ginger Rogers llevaba años muerta, igual que Ida. Y no sólo eso. De pronto reparó en que oía todo lo que Ida le decía ¡sin el audífono! Estaba pasando algo realmente extraño. Y entonces lo entendió.

—Un momento, Ida —dijo Elner—. No me digas que yo también estoy muerta.

—¡Bingo!

—¿Estoy muerta?

—En efecto, querida, muerta del todo.

—¡Oh, no!… ¿Y estoy enterrada?

—No, todavía no, te has muerto hace sólo unos minutos.

—Por el amor de Dios, no hablarás en serio.

—Pues sí, hablo en serio. Y por poco te encuentras con Ernest Koonitz, que llegó ayer.

—¿Ernest Koonitz? ¿El que tocaba la tuba en el «Show de la Vecina Dorothy»?

—Sí.

Elner se sintió mareada.

—Tengo que sentarme un momento y pensar en esto. —Fue y se sentó en una silla de cuero rojo que había junto a la puerta.

Ida pareció de pronto preocupada y preguntó:

—¿Estás muy afectada, querida?

Elner la miró y negó con la cabeza.

—No, no es eso, más que nada sorprendida.

—Es lógico, a todos nos pasa. Sabes que va a suceder, pero por algún motivo no crees que vaya a sucederte a ti.

—Oh, yo nunca dudé de que pasaría —señaló Elner—. Pero me habría gustado que me avisaran un poquito antes. Para apagar la cafetera y el horno.

—Sí…, bueno, cada uno se lamenta de lo suyo, ¿verdad? —dijo Ida con tono mordaz.

Al cabo de un instante, tras recobrar la compostura y aceptar lo que parecía ser cierto, Elner miró a su hermana.

—Pobre Norma, primero tú y luego yo.

Ida asintió.

—Ya lo dicen, no hay vida sin muerte ni placer sin pesar.

—Sí, supongo, pero espero que no le haya afectado mucho, al fin y al cabo soy bastante mayor y esto tampoco habrá sido tan inesperado, ¿verdad?

—Sí…, no es como cuando me morí yo. Sólo tenía cincuenta y nueve años. Fue una absoluta sorpresa, y yo aún estaba en bastante buena forma, con toda modestia.

Elner soltó un suspiro.

—Ahora que estoy muerta, espero que
Sonny
esté bien. Macky decía que se ocuparía de él si alguna vez me pasaba algo, y no creo que un gato te eche mucho de menos mientras se le dé de comer. —Elner bajó la vista a sus manos y añadió—: Sabes, Ida, es curioso, pero no me siento muerta en absoluto, ¿y tú?

—No, no como pensaba que me sentiría. Ahora estás viva, y al cabo de un momento estás muerta, no hay mucha diferencia. Es mucho menos doloroso que dar a luz, te lo aseguro.

—No, no hay ningún dolor. De hecho, hacía años que no me encontraba tan bien; la rodilla izquierda me ha estado fastidiando, pero no se lo dije a Norma, pues me habría llevado prácticamente a rastras a un implante de prótesis; pero ahora no me duele nada —dijo levantándola y bajándola—. Así, ¿qué va a ser lo próximo? ¿Voy a ver a alguien más?

—No conozco todos los detalles; sólo me han avisado de que te recibiera y te llevara adentro.

—Te estoy inmensamente agradecida. Ver un rostro familiar enseguida lo pone todo más fácil, ¿verdad?

—Así es —admitió Ida—. Adivina a quién me encontré yo al llegar aquí.

—¿A quién?

—A la señora Herbert Chalkley.

—¿Quién es?

—La última presidenta del Club de Mujeres de Norteamérica, nada menos.

—Ah…, seguro que te encantaría.

Ida se levantó, abrió el cajón de arriba de la mesa y se puso a buscar algo mientras hablaba.

—Por cierto, me han llamado muy deprisa. ¿Qué ha sido, un ataque al corazón?

Elner pensó en ello y luego dijo:

—No lo tengo muy claro, quizá fueron las picaduras de un enjambre de avispas, o a lo mejor la caída, quién sabe; yo quería morirme en mi propia cama, pero supongo que no se puede tener todo.

—Creo que fue un ataque cardíaco. Es lo que mató a Gerta y papá. Desde luego mi corazón estaba perfectamente, pero claro, yo era más joven que tú y tu muerte ha sido repentina…, la mía no. El médico dijo que yo tenía una afección sanguínea rara, aunque bastante común en las familias reales de Alemania.

«Dios mío —pensó Elner—, ya está otra vez, muerta desde hace veintidós años y dándose aires todavía.»

Tenía al menos setenta años y había muerto de leucemia, pero Ida siempre tenía que estar por encima de los demás. Toda la vida había sido así. Su padre era un simple granjero, pero según ella había sido barón con lazos de parentesco con los Habsburgo y tierras de los antepasados transferidas a la familia. Después de casarse con Herbert Jenkins, Ida sólo fue a peor. De vez en cuando, Elner se veía obligada a recordarle de dónde venía, pero ahora comprendió que a estas alturas no valía la pena decirle nada. Si no había cambiado, no cambiaría jamás.

Ida buscaba nerviosa en el cajón hasta que por fin encontró la llave que buscaba.

—Aquí está —dijo. Se puso en pie, se acercó a la enorme puerta de dos hojas y empezó a abrirla. Tan pronto terminó, se volvió hacia Elner—. Venga, vamos.

Elner se levantó y se dispuso a seguirla, pero se paró en seco.

—Un momento, éste es el sitio bueno, ¿verdad? No me llevarás al sitio malo, ¿eh?

—Por supuesto que no —dijo Ida.

Elner se sintió aliviada al oír eso. Pero luego, pensándolo bien, entendió que si Ida lo había logrado, todo el mundo tenía grandes posibilidades. No obstante, aún quería hacer otra pregunta.

—¿Qué pasará cuando esté dentro?

Ida se volvió y miró a Elner como si ésta estuviera chiflada.

—¿Qué crees que va a pasar, Elner? Vas a conocer a tu Creador. Ahí es adonde te estoy llevando, boba, a encontrarte con tu Creador.

—Oh —exclamó Elner—. Imagínate, y yo llevando esta vieja bata con los bolsillos rotos y ni pizca de lápiz de labios.

—Ahora entenderás cómo me sentía yo —dijo Ida sorbiéndose la nariz.

—Sí…, me hago cargo.

—¿Estás lista?

—Supongo que sí, de lo contrario no estaría aquí, ¿verdad?

—Exacto, y ahora que estás aquí, ¿te arrepientes de muchas cosas?

—¿Cómo?

—Cosas que te hubiera gustado hacer antes de que fuera demasiado tarde.

Elner pensó sobre ello unos instantes y luego dijo:

—Bueno, nunca fui a Dollywood…, me habría gustado ir, aunque sí estuve en Disney World, así que no puedo quejarme mucho. ¿Y tú?

Ida suspiró.

—Me habría gustado pasar más tiempo en Londres, visitar los jardines del palacio, quizá tomar el té con la familia real, pero por desgracia no pudo ser.

Y tras decir esto, Ida abrió las puertas de par en par y, haciendo una floritura, dio un paso atrás y dijo:

—¡Tachan!

Verbena Wheeler difunde la noticia

11h 25m de la mañana

En los Productos de limpieza Cinta Azul, tras la llamada de su esposo Merle, Verbena quedó tan afectada que empezó a llamar a todos los que se le ocurrieron para decirles que Elner había muerto. Primero telefoneó a Cathy Calvert a su oficina de la revista, pero comunicaban. Sabía que Luther Griggs, el amigo de Elner, querría saberlo lo antes posible, pero nadie cogía el aparato. Volvió a llamar a Cathy, pero seguía comunicando. Frustrada, se sentó, pensó en más personas a las que darles la noticia, y cogió el teléfono para llamar al programa de radio preferido de Elner. Sabía que también desearían saberlo.

A lo largo de los años, el parte agrícola de Bud y Jay de primera hora de la mañana de radio WDOT se fue convirtiendo poco a poco en el parte meteorológico, de tráfico y noticias para todos los que por la mañana iban a trabajar a la ciudad desde los barrios periféricos. En un radio de ochenta kilómetros no quedaban ya muchas granjas, pero Elner había sido una oyente fiel del programa, al que llamaba regularmente. Bud y Jay siempre se lo pasaban en grande con ella. Mientras estuvieron haciendo el concurso de la pregunta del día, Elner siempre intentó dar con la respuesta, y a veces sus respuestas eran lo mejor del programa. Si nadie acertaba, a Elner le mandaban igualmente un premio. Uno de los patrocinadores era PETCO, con lo que mediante ese sistema Elner consiguió un montón de comida para
Sonny
. Bud también hacía el programa «Compra e intercambia», de once a doce, y recibió la llamada de Verbena durante una pausa publicitaria.

Unos minutos después dio la noticia en su programa:

—Bueno, amigos, acabamos de recibir una llamada de Elmwood Springs para darnos una triste noticia; lamentamos comunicar que esta mañana ha fallecido nuestra buena amiga Elner Shimfissle. Era una señora especial y una de nuestras participantes favoritas en WDOT; la echaremos de menos…, no sabemos cuándo será el funeral, pero en cuanto lo sepamos, lo pasaremos. Bien, vamos a ver qué tenemos ahora… En centralita, Rovena Snite dice que tiene un maletín de hombre con las iniciales B. S., que cambiará por cualquier artículo de «Artesanía sencilla» o por un reloj de mujer. Nos llega un mensaje del Grupo Quiropráctico Valerie Girard…

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