Authors: Muriel Spark
En previsión del calor de la tarde septembrina, habían acomodado a la señorita Taylor en un sillón en la tribuna de la sala Maud Long, con las piernas envueltas en una manta.
—Pobre Charmian —dijo—. Querida Charmian. ¡A medida que se envejece, los problemas de la vejiga y de los riñones se vuelven tan importantes para nosotros! Confío en que tendrá una bacina junto a la cama. Ya sabe usted lo difícil que es para los viejos montones de huesos manejar un vaso de noche.
—El orinal ya lo tiene —dijo Lettie—. Pero no resuelve el problema durante el día. En ese aspecto la señora Pettigrew habría ido magníficamente bien. Recuerde lo que hizo por la pobre Lisa después de su primer ataque apoplético. De cualquier modo, con esa herencia en perspectiva, no podemos contar con la señora Pettigrew. Por parte de Lisa ha sido algo ridículo nombrarla su heredero.
La cara de la señorita Taylor asumió una expresión desolada.
—Sería desastroso —comentó— que la señora Pettigrew fuese con los Colston. Charmian sería muy desgraciada con esa mujer. No debe ni pensar en esa solución, doña Lettie. Usted no conoce a la señora Pettigrew como yo.
Cuando ella se inclinó acercándose un poco más a la señorita Taylor, los ojos castaños de Lettie parecieron posarse sobre una escena excitante.
—¿Supone —preguntó— que entre la señora Pettigrew y Lisa existían particulares relaciones? ¿Quiero decir, anormales?
La señorita Taylor no fingió que no había comprendido lo que su interlocutora quería insinuar.
—No podría pronunciarme —contestó— respecto de la naturaleza de sus relaciones en los primeros años. Sólo sé esto, y también lo sabe usted, doña Lettie, que la señora Pettigrew fue muy despótica con la señora Brooke durante los ocho o nueve años últimos. Esa mujer no interesa para Charmian.
—Precisamente por su aspecto despótico la hubiera deseado para Charmian —insistió Lettie—. Charmian «tiene necesidad» de una persona que la domine, para su bien. Pero ya que no es éste el caso, no hablaremos más de ello. La señora Pettigrew no desea ese puesto en el hogar de mi hermano. He oído decir que Lisa se lo ha dejado prácticamente todo. Como ya sabe, Lisa era muy rica, y…
—Yo no estoy tan segura de que la señora Pettigrew acabe por heredar —insistió la señorita Taylor.
—Se equivoca, Taylor. Temo que la familia de Lisa tiene bien pocas probabilidades de conseguir la herencia. Es más, no creo que los abogados les aconsejen que lleven el caso ante los tribunales. No hay elementos para un pleito. Lisa tuvo perfectamente sana la cabeza hasta el día de su muerte. Es verdad que la señora Pettigrew ejercía sobre ella una influencia desagradable, pero Lisa estuvo muy lúcida hasta su fin.
—Sí, la señora Pettigrew tenía ascendente sobre ella, es verdad.
—Yo no hablaría de ascendente, sino de verdadera influencia. Si Lisa fue tan tonta de…
—Ciertamente, doña Lettie. ¿Por casualidad estaba el señor Leet en los funerales?
—¡Ah, sí!, Guy Leet también estaba. No creo que tire adelante por mucho tiempo. Artritis reumática con complicaciones.
Mientras hablaba, Lettie recordó que la artritis reumática era una de las aflicciones de la señorita Taylor, pero, después de todo, pensó, hay que afrontar la realidad.
—Va aguantando, con mucha dificultad, usando dos bastones.
—Es como hacer la guerra —observó la señorita Taylor.
—¿Cómo dice?
—Superar los setenta es como estar en guerra. Todos nuestros amigos están para ir a ella o bien ya han ido, y nosotros sobrevivimos rodeados de muertos y de moribundos, lo mismo que en un campo de batalla.
«Su mente delira. Hay algo patológico en ella», pensó doña Lettie.
—O bien sufrimos psicosis de guerra —prosiguió la señorita Taylor.
Lettie estaba despechada porque había confiado en que la señorita Taylor le hubiese dado algún buen consejo.
—Vamos, señorita Taylor —dijo—. Usted habla ahora como Charmian.
—Debe habérseme pegado mucho su modo de pensar y de hablar…
—Señorita Taylor, me gustaría oír su opinión. —Lettie miró a su interlocutora para cerciorarse de que le prestaba atención—. Hace cuatro meses —continuó— he empezado a recibir llamadas telefónicas anónimas de un hombre, y desde entonces sigo recibiéndolas. Una vez, estando en casa de Godfrey, aquel hombre, que debió seguirme hasta allí, dijo algo para mí y para mi hermano.
—¿Qué dice este hombre?
Doña Lettie se inclinó al oído de la señorita Taylor y se lo refirió en voz baja.
—¿Han informado a la policía?
—Claro que lo hemos hecho, pero los policías son unos inútiles. Incluso Godfrey ha tenido una conversación con ellos. Diríase que están convencidos de que se trata de una historia inventada por nosotros.
—Supongo que habrán pensado a consultarlo con Mortimer, el inspector jefe. Era un ferviente admirador de Charmian.
—Mortimer no tiene nada que ver con eso. Está retirado, jubilado, y casi tiene setenta años. El tiempo pasa. Usted vive en el pasado, señorita Taylor.
—Yo sólo pensaba en que el inspector Mortimer podría actuar privadamente, o cuando menos hacerse útil en alguna manera. Le he considerado siempre un hombre excepcional.
—Mortimer está fuera del asunto. Para esta labor queremos un investigador joven y activo. Un loco peligroso está en libertad. Quién sabe cuántas personas, además de mí, se encuentran en peligro.
—Si yo fuera usted, doña Lettie, no contestaría al teléfono.
—Querida señorita Taylor, no podemos quedar al margen por una eternidad. He de seguir ocupándome de mis instituciones de beneficencia. No estoy completamente fosilizada, querida. Es forzoso contestar al teléfono. Pero, se lo confieso, me siento muy nerviosa. Puede imaginárselo: cada vez que se contesta… se teme siempre oír aquella penosa frase. Sí, penosa.
—«Recuerde que ha de morir» —repitió la señorita Taylor.
—¡Chist!… —dijo Lettie, mirando, preocupada, por encima de su hombro.
—¿No consigue despreocuparse de esas llamadas telefónicas, doña Lettie?
—No, no lo logro. Lo he intentado, pero ese asunto me turba profundamente. Es una cosa que me ataca los nervios.
—Quizás, a lo mejor, debería hacer caso de la recomendación —sugirió Taylor.
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a que quizá debería intentar recordar que ha de morir.
«Delira otra vez», pensó Lettie. A continuación, dijo:
—Señorita Taylor, yo no deseo que me aconseje respecto a lo que he de hacer. Yo sólo esperaba que pudiera sugerirme una manera de arrestar al criminal, pero observo que he de ocuparme personalmente del asunto. ¿Entiende usted sobre hilos de teléfono? ¿Pueden ponerse bajo control las llamadas que parten de aparatos particulares?
—Para las personas ancianas es difícil empezar a recordar que han de morir —continuó la señorita Taylor—. Es mejor acostumbrarse a la idea desde que somos jóvenes. Veré si concreto algún plan para descubrir a ese hombre, doña Lettie. Hubo un tiempo que yo entendía algo de instalaciones telefónicas. Intentaré volver a pensar en ello.
—Ya es hora de irme. —Lettie se levantó y añadió—: Deseo que aquí la traten bien, señorita Taylor.
—Ahora tenemos una nueva encargada de la sala. No es tan simpática como la anterior. Yo, personalmente, no puedo quejarme, si bien algunas de mis compañeras son algo quisquillosas. Tienen ideas fijas, manías.
Lettie miró a lo largo de la baranda soleada de la sala Maud Long, en la cual una hilera de ancianas estaban sentadas en sus sillones.
—¡Son afortunadas! —exclamó Lettie, reteniendo apenas un suspiro.
—Lo sé —dijo la señorita Taylor—. Con todo, no están contentas y tienen miedo.
—¿Miedo de quién?
—De la encargada de la sala.
—¿Qué tiene de especial esa encargada?
—Nada, excepto que le asustan esas viejas.
—¿«Ella» tiene miedo? Me pareció que usted dijo que son las pacientes las que tienen miedo de «ella».
—El resultado es el mismo —contestó la señorita Taylor.
«Disparata», pensó Lettie. Luego añadió:
—En los países balcánicos, al llegar el verano, los campesinos echan fuera de casa a sus viejos padres y los mandan a mendigar su comida para el invierno.
—¿De veras? Es un sistema muy interesante —exclamó la señorita Taylor.
Al despedirse de ella, Lettie estrechó su mano, de tal modo que le dolieron las deformes articulaciones.
—Espero —añadió aún Taylor— que no pensará emplear a la señora Pettigrew.
«Tiene celos de cualquiera que deba relacionarse con Charmian», pensó doña Lettie.
«Quizá los tengo», pensó la señorita Taylor, que había leído en la mente de su interlocutora.
Como de costumbre, luego que doña Lettie hubo salido, la señorita Taylor meditó largo rato y comprendió siempre con mayor claridad por qué Lettie iba a visitarla tan a menudo; porque parecía gustarle y, al propio tiempo, raras veces le demostraba simpatía, fuese con palabras o con su conducta. Todo era culpa de aquella vieja herrumbre por el asunto amoroso de Taylor en 1907. En realidad, doña Lettie ya lo había olvidado, peligrosamente olvidado, de modo que había quedado en su corazón una vaga, tenaz enemistad para Jean Taylor sin que hubiese llegado a una saludable clasificación. Por el contrario, ella, Taylor, hasta hacía muy poco tiempo recordaba los detalles de su historia de amor y el subsiguiente noviazgo de doña Lettie con aquel hombre, noviazgo que, en resumen, no había llegado a buen término.
«Sin embargo, de un tiempo a esta parte —pensaba la señorita Taylor—, empiezo a sentir lo mismo que siente ella. La enemistad es contagiosa.»
La anciana señorita cerró los ojos y dejó caer sus manos sobre la manta que le cubría las rodillas. Pronto vendrán las enfermeras para llevar las abuelas a la cama. Mientras, ella pensaba, con un placer un poco soñoliento:
«Estoy contenta por las visitas de doña Lettie. Las espero con impaciencia, aunque luego la trato con mi acostumbrada aspereza. Quizá sea debido a que ahora tengo tan poco que perder, o acaso porque nuestras entrevistas tienen un fondo divertido. Si no fuese por esa vieja gordinflona de Lettie, me hundiría en una especie de apatía. Además, podré servirme de ella para el problema de la encargada de la sala, pese a que es poco probable que obtenga algo efectivo.»
* * *
—Abuela Taylor. Geminis. «Festejos nocturnos os divertirán cuanto confiáis en ellos. Día determinante para iniciativas de negocios.»
La señorita Valvona leía el horóscopo por segunda vez.
—Ya —fue el comentario de la señorita Taylor.
Las huéspedes de la sala Maud Long habían sido acomodadas en sus camas y ahora esperaban la cena.
—Casi he dado en el blanco —dijo la abuela Valvona—. Por su horóscopo siempre puede saber cuándo recibirá visitas, abuela Taylor. O viene la señora, o viene aquel otro señor. Siempre conseguirá saberlo por las estrellas.
Abuela Trotsky levantó su marchita cabeza, de frente baja y nariz respingona, y dijo algo. Su estado de salud había empeorado de unas semanas a esta parte. No se conseguía percibir con claridad lo que decía. De toda la sala, la señorita Taylor era la más rápida en formular conjeturas sobre palabras pronunciadas por la abuela Trotsky, pero la señorita Barnacle era la que daba prueba de mayor inventiva.
Abuela Trotsky repitió sus palabras, cualesquiera que fuesen.
—Naturalmente, abuela —respondió la señorita Taylor.
—¿Qué ha dicho? —preguntó la abuela Valvona.
—No lo sé con exactitud —repuso la señorita Taylor.
La señora Reeves-Duncan, que se alababa de haber vivido en sus buenos tiempos en un
bungalow,
se dirigió a la abuela Valvona.
—¿Se da cuenta de que el horóscopo que nos ha leído hace poco habla de fiestas nocturnas, en tanto que la amiga de la abuela Taylor ha venido hoy por la tarde a las tres y cuarto?
Abuela Trotsky levantó de nuevo su cabeza de extraño perfil. Habló subrayando sus palabras con vivaces ademanes de aquella cabeza cuya conformación era tan increíble y espantosa.
—¡Ha dicho festejos, un cuerno! —se arriesgó a decir a este punto la abuela Barnacle—. ¿De qué va a servirnos que las estrellas nos hagan predicciones con esa carroña de enfermera de allí fuera, la cual únicamente espera el invierno para vaciar la sala, cuando tengamos que quedarnos en cama con la pulmonía? ¡Podrá leer magníficamente bien en sus estrellas cuando tengan necesidad de nuestras camas para la próxima hornada! Eso es lo que ha dicho… ¿No es así, abuela Trotsky?
La interpelada, levantando la cabeza hizo otro y aún más trémulo esfuerzo; luego, exhausta, dejóse caer sobre la almohada y cerró los ojos.
—Eso es lo que ha dicho —repitió la abuela Barnacle—. Por descontado, le asiste plena razón. Cuando llega el invierno, las que han dado más molestia no duran mucho en estas condiciones.
A lo largo de la fila de camas de la sala pasó una ola de murmullos. Cesaron cuando la enfermera recorrió la sala y se reanudaron apenas se fue.
Los ojos de la señorita Valvona hurgaron, a través de sus gafas, en el pasado, como hacían a menudo en otoño. Ella volvió a ver la puerta abierta de la tienda en una tarde dominguera y los exquisitos helados que hacía su padre. Oyó también de nuevo el armonioso sonido de la armónica que él seguía tocando cuando ya había llegado la noche, hasta la hora del cierre.
—¡Oh, la salita detrás de la tienda y los helados mixtos, y los
white ladies,
que servíamos a nuestros clientes! —exclamó—. Y mi padre con la armónica… Los
white ladies
se mantenían firmes y duros sobre el mostrador de cinc, compactos y fabricados con ingredientes de primera calidad. Y los amigos me decían: «¿Cómo estás, Doreen?», pese a venir del cine acompañados de otra muchacha. Y mi padre cogía la armónica y tocaba como un campeón. Le había costado cincuenta esterlinas. En aquel tiempo, recuerden, era mucho dinero.
—¿Ha rogado a aquella señora que hiciera algo en favor nuestro? —preguntó la abuela Duncan a la señorita Taylor.
—No de manera directa, pero he logrado que comprendiera que ahora no estamos tan bien como antes.
—¿«Hará» algo por nosotras? —preguntó la abuela Barnacle.
—Ella no forma parte del comité directivo —explicó la señorita Taylor—. Una amiga de ella forma parte de la directiva, y por eso necesitará cierto tiempo. Es una mujer que fácilmente pierde la paciencia. Entretanto, nosotras debemos esforzarnos en afrontar la situación como mejor podamos.