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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (27 page)

Dos legiones, la Segunda Fulminante y la Sexta, la Legión de Hierro, reforzaron de inmediato los efectivos emplazados en Judea; Julio Severo, que pacificara antaño las regiones montañosas del norte de Bretaña, tomó meses más tarde el mando de las operaciones militares; traía consigo algunos pequeños contingentes de auxiliares británicos acostumbrados a combatir en terrenos difíciles. Nuestras tropas pesadamente equipadas, nuestros oficiales habituados a la formación en cuadro o en falange de las batallas en masa, se veían en dificultades para adaptarse a aquella guerra de escaramuzas y sorpresas, que conservaba en campo raso los procedimientos del motín. Simeón, gran hombre a su manera, había dividido a sus partidarios en centenares de escuadrones apostados en las crestas montañosas, emboscados en lo hondo de cavernas y canteras abandonadas, ocultos entre los pobladores de los suburbios populosos. Severo no tardó en comprender que aquel enemigo inasible podía ser exterminado pero no vencido, y se resignó a una guerra de desgaste. Fanatizados o aterrorizados por Simeón, los campesinos hicieron causa común con los zelotes; cada roca se convirtió en un bastión, cada viñedo en una trinchera: las alquerías debieron ser reducidas por hambre o tomadas por asalto. Sólo a comienzo del tercer año fue reconquistada Jerusalén, luego de fracasar las últimas tentativas de negociación; lo poco que se había salvado de la ciudad judía después del incendio de Tito fue aniquilado. Severo decidió cerrar los ojos por largo tiempo a la flagrante complicidad de las otras ciudades importantes; convertidas en las últimas fortalezas del enemigo, fueron más tarde atacadas y reconquistadas calle por calle y ruina por ruina. En aquellos momentos difíciles mi lugar estaba en el campamento, en Judea. Tenía la mayor confianza en mis dos tenientes, pero por eso mismo era necesario que estuviera en el terreno para compartir la responsabilidad de las decisiones, que todo hacía prever atroces. Al terminar el segundo verano de la campaña inicié amargamente mis preparativos de viaje; Euforión empaquetó una vez más el estuche que contenía mis útiles de tocador, algo abollado por el uso, y que era obra de un artesano de Esmirna, la caja con libros y cartas, la estatuilla de marfil del Genio Imperial y su lámpara de plata; a comienzos del otoño desembarqué en Sidón.

El ejército es mi oficio más antiguo; jamás me he entregado de nuevo a él sin que sus exigencias me fueran pagadas con ciertas compensaciones interiores; no lamento haber pasado los dos últimos años de mi vida activa compartiendo con las legiones la aspereza, la desolación de la campaña de Palestina. Había vuelto a ser ese hombre vestido de cuero y de hierro que dejaba de lado todo lo que no fuera inmediato, sostenido por las sencillas rutinas de una vida dura, un poco más lento que antaño para montar o desmontar, un poco más taciturno, quizá más sombrío, rodeado como siempre (sólo los dioses saben por qué) de la devoción a la vez idólatra y fraternal de la tropa. Durante aquella última permanencia en el ejército tuve un encuentro inestimable: tomé como ayuda de campo a un joven tribuno llamado Celer, a quien cobré mucho afecto. Tú lo conoces, pues no me ha abandonado. Admiraba su hermoso rostro de Minerva con casco, pero en ese afecto la parte de los sentidos fue todo lo pequeña que puede serlo en esta vida. Te recomiendo a Celer; posee esas cualidades que convienen a un oficial colocado en segundo plano, e incluso sus mismas virtudes le impedirán pasar al primero. Una vez más, y en circunstancias algo diferentes de las de antaño, había vuelto a encontrar a uno de esos seres cuyo destino es consagrarse, amar y servir. Desde que lo conocí, Celer no ha tenido jamás un pensamiento que no concerniera a mi bienestar o a mi seguridad; aún sigo apoyándome en esos fuertes hombros.

En la primavera del tercer año de campaña, el ejército puso sitio a la ciudadela de Bethar, nido de águilas donde Simeón y sus partidarios resistieron más de un año a las lentas torturas del hambre, la sed y la desesperación, y donde el Hijo de la Estrella vio perecer uno a uno a sus fieles sin aceptar rendirse. Nuestro ejército sufría casi tanto como los rebeldes, pues éstos, al retirarse, habían quemado los huertos, devastado los campos, degollado el ganado, a la vez que contaminaban las cisternas arrojando en ellas a nuestros muertos. Aquellos métodos salvajes resultaban abominables aplicados a una tierra naturalmente árida, carcomida ya hasta el hueso por largos siglos de locura y furor. El verano fue ardiente y malsano; la fiebre y la disentería diezmaron nuestras tropas. Una admirable disciplina seguía reinando en aquellas legiones obligadas simultáneamente a la inacción y al estado de alerta; hostigado y enfermo, el ejército se sostenía gracias a una especie de rabia silenciosa que se me había comunicado. Mi cuerpo ya no soportaba como antes las fatigas de una campaña, los días tórridos, las noches sofocantes o heladas, el áspero viento y el polvo. Solía dejar en mi escudilla el tocino y las lentejas hervidas del rancho común, y quedarme con hambre. Desde mucho antes del verano venía arrastrando una tos maligna, y no era el único en sufrirla. En mi correspondencia con el Senado suprimí la fórmula que encabeza obligatoriamente los comunicados oficiales: El emperador y el ejército están bien. Por el contrario, el emperador y el ejército estaban peligrosamente fatigados. Por la noche, luego de la última conversación con Severo, la última audiencia a los tránsfugas, el último correo de Roma, el último mensaje de Publio Marcelo, encargado de limpiar los aledaños de Jerusalén, Euforión media parsimoniosamente el agua de mi baño en una cuba de tela embreada. Me tendía en mi lecho; trataba de pensar.

No lo niego: la guerra de Judea era uno de mis fracasos. No tenía la culpa de los crímenes de Simeón ni de la locura de Akiba, pero me reprochaba haber estado ciego en Jerusalén, distraído en Alejandría, impaciente en Roma. No había sabido encontrar las palabras capaces de prevenir, o al menos retardar, aquella crisis de furor de un pueblo; no había sabido ser lo bastante flexible o lo bastante firme a tiempo. Verdad es que no teníamos razones para sentirnos inquietos, y mucho menos desesperados; el error y las faltas recaían solamente en nuestras relaciones con Israel; fuera de allí, en todas partes, cosechábamos en aquel tiempo de crisis el fruto de dieciséis años de generosidad en el Oriente. Simeón había creído poder contar con una rebelión del mundo árabe, semejante a la que había marcado los últimos y sombríos años del reinado de Trajano; lo que es más, se había atrevido a esperar ayuda de los partos. Su error le costaba la muerte lenta en la ciudadela sitiada de Bethar; las tribus árabes no se solidarizaban con las comunidades judías; los partos seguían fieles a los tratados. Aun las sinagogas de las grandes ciudades sirias se mostraban indecisas o tibias; las más entusiastas se Contentaban con remitir algún dinero a los zelotes. La población judía de Alejandría, tan turbulenta por lo regular, manteníase en calma; el absceso judío se localizaba en la árida zona que se tiende entre el Jordán y el mar; podíamos cauterizar o amputar sin peligro ese dedo enfermo. Pero no obstante todo eso, y en cierto sentido, los días nefastos precedentes a mi reinado parecían recomenzar. En aquellos tiempos Quieto había incendiado Cirene, ejecutado a los notables de Laodicea, reconquistado a Edesa en ruinas… El correo nocturno acababa de informarme de que habíamos tomado posesión del montón de escombros que yo llamaba Elia Capitolina y que los judíos seguían llamando Jerusalén; acabábamos de incendiar Ascalón; había sido necesario ejecutar en masa a los rebeldes de Gaza… Si dieciséis años de reinado de un príncipe apasionado por la paz culminaban con la campaña de Palestina, las perspectivas pacíficas del mundo del futuro no se presentaban muy favorables.

Me incorporé apoyándome en el codo, incómodo en mi estrecha cama de campaña. Verdad era que por lo menos algunos judíos habían escapado al contagio de los zelotes; aún en Jerusalén los fariseos escupían al paso de Akiba, tratando de viejo loco a ese fanático que reducía a la nada las sólidas ventajas de la paz romana y gritándole que la hierba le crecería en la boca antes de que se cumpliera en la tierra la victoria de Israel. Pero yo prefería a los falsos profetas antes que a esos hombres amantes del orden que nos despreciaban a todos y contaban con nosotros para proteger de las exacciones de Simeón su dinero colocado en los bancos sirios y en sus granjas de Galilea. Pensaba en los tránsfugas que pocas horas antes se habían sentado bajo esta misma tienda, humildes, conciliadores y serviles, pero arreglándose siempre para dar la espalda a la imagen de mi Genio. Nuestro mejor agente, Elías Ben-Abayad, que nos servía de informante y de espía, era justamente despreciado por ambos bandos; el más inteligente del grupo tenía un espíritu liberal y un corazón enfermo, vivía desgarrado entre su amor por su pueblo y su afición a nuestras letras y a nosotros; también él, por lo demás, sólo pensaba en Israel. Josué Ben-Kisma, que predicaba la pacificación, era una especie de Akiba más tímido o más hipócrita; en cuanto al rabino Josuá, que había sido mucho tiempo mi consejero en cuestiones judías, yo había advertido que por debajo de su flexibilidad y su deseo de agradar se escondían diferencias irreconciliables, ese punto en el que dos pensamientos de especie diferente sólo se encuentran para combatirse. Nuestros territorios se extendían a lo largo de centenares de leguas, millares de estadios, más allá de aquel seco horizonte de colinas, pero la roca de Bethar era nuestra frontera. Podíamos aniquilar los macizos muros de la ciudadela donde Simeón consumaba frenéticamente su suicidio, pero no podíamos impedir que aquella raza siguiera diciéndonos no.

Zumbaba un mosquito; Euforión, que se estaba poniendo viejo, no había cerrado del todo las finas cortinas de gasa; los libros, los mapas tirados por tierra, se movían crujiendo a causa del viento que entraba bajo la tela de la tienda. Sentándome en el lecho me calzaba los borceguíes, buscaba a tientas mi túnica, mi cinturón y mi daga; salía luego a respirar el aire nocturno. Recorría las grandes calles regulares del campamento, vacías a aquella hora avanzada, iluminadas como las de las ciudades. Los soldados de facción me saludaban solemnemente al yerme pasar; mientras flanqueaba la barraca que servía de hospital, respiraba el hedor de los enfermos de disentería. Me acercaba al terraplén que nos separaba del precipicio y del enemigo. Un centinela marchaba a largos pasos regulares por aquel camino de ronda y la luna lo recortaba peligrosamente; en aquel ir y venir reconocía el movimiento de un engranaje de la inmensa máquina cuyo eje era yo mismo. Por un instante me emocionaba el espectáculo de aquella silueta solitaria, de esa llama efímera ardiendo en el pecho de un hombre en medio de un mundo de peligros. Silbaba una flecha, apenas más importuna que el mosquito que me fastidiara en mi tienda; me acodaba a los sacos de arena del parapeto.

Desde hace algunos años se supone que gozo de una extraña clarividencia, que conozco sublimes secretos. Es un error, pues nada sé. Pero no es menos cierto que en aquellas noches de Bethar vi pasar ante mis ojos inquietantes fantasmas. Las perspectivas que se abrían al espíritu en lo alto de las colinas desnudas eran menos majestuosas que las del Janículo, menos doradas que las del Sunión; eran su reverso, su nadir. Me repetía que era vano esperar para Atenas y para Roma esa eternidad que no ha sido acordada a los hombres ni a las cosas, y que los más sabios de entre nosotros niegan incluso a los dioses. Esas formas sapientes y complicadas de la vida, esas civilizaciones satisfechas de sus refinamientos del arte y la felicidad, esa libertad espiritual que se informa y que juzga, dependen de probabilidades tan innumerables como raras, de condiciones casi imposibles de reunir y cuya duración no cabe esperar. Destruiríamos a Simeón; Arriano sabría proteger a Armenia de las invasiones alanas. Pero otras hordas vendrían después, y otros falsos profetas. Nuestros débiles esfuerzos por mejorar la condición humana serían proseguidos sin mayor entusiasmo por nuestros sucesores; la semilla del error y la ruina, contenida hasta en el bien, crecería en cambio monstruosamente a lo largo de los siglos. Cansado de nosotros, el mundo se buscaría otros amos; lo que nos había parecido sensato resultaría insípido, y abominable lo que considerábamos hermoso. Como el iniciado en el culto de Mitra, la raza humana necesita quizás el baño de sangre y el paisaje periódico por la fosa fúnebre. Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras. Otros centinelas amenazados por las flechas irían y vendrían por los caminos de ronda de las ciudades futuras; continuaría el juego estúpido, obsceno y cruel, y la especie, envejecida, le incorporaría sin duda nuevos refinamientos de horror. Nuestra época, cuyas insuficiencias y taras conocía quizá mejor que nadie, llegaría a ser considerada por contraste como una de las edades de oro de la humanidad.

Natura deficit, fortuna mutatur, deus omnia cernit. La naturaleza nos traiciona, la fortuna cambia, un dios mira las cosas desde lo alto. Atormentaba con los dedos el engarce de un anillo en el cual, cierto día de amargura, había hecho grabar aquellas tristes palabras. Iba aún más allá en el desencanto y quizás en la blasfemia, y terminaba por encontrar natural, si no justo, que tuviéramos que perecer. Nuestra literatura se agota, nuestras artes se adormecen; Pancratés no es Homero, Arriano no es Jenofonte; cuando quise inmortalizar en la piedra la forma de Antínoo, no pude encontrar un Praxiteles. Nuestras ciencias están detenidas desde los días de Aristóteles y Arquímedes; los progresos técnicos no resistirían el desgaste de una guerra prolongada; hasta los más voluptuosos de entre nosotros sienten el hartazgo de la felicidad. Las costumbres menos rudas, el adelanto de las ideas durante el último siglo, son obra de una íntima minoría de gentes sensatas; la masa sigue siendo ignara, feroz cada vez que puede, en todo caso egoísta y limitada; bien se puede apostar a que lo seguirá siendo siempre. Demasiados procuradores y publicanos ávidos, senadores desconfiados y centuriones brutales han comprometido por adelantado nuestra obra; los imperios no tienen más tiempo que los hombres para instruirse a la luz de sus faltas. Allí donde un sastre remendaría su tela, donde un calculista hábil corregiría sus errores, donde el artista retocaría su obra maestra todavía imperfecta, la naturaleza prefiere volver a empezar desde la arcilla, desde el caos, y ese derroche es lo que llamamos el orden de las cosas.

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