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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (5 page)

A pesar de las leyendas que me rodean, he amado muy poco la juventud, y la mía menos que ninguna otra. Consideraba en si misma, esa juventud tan alocada se me presenta la mayoría de las veces como una época mal desbastada de la existencia, un periodo opaco e informe, huyente y frágil. De más está decir que en esta regla he hallado cierto número de excepciones deliciosas, y dos o tres admirables entre las cuales tú, Marco, has sido la más pura. Por lo que a mi se refiere, a los veinte años era poco más o menos lo que soy ahora, pero sin consistencia. No todo en mi era malo, pero podía llegar a serlo: lo bueno o lo excelente apuntalaban lo peor. Imposible pensar sin ruborizarme en mi ignorancia del mundo que creía conocer, mi impaciencia, esa especie de ambición frívola y avidez grosera. ¿Debo confesarlo? En el seno de la vida estudiosa de Atenas, donde todos los placeres ocupaban su lugar morigeradamente, yo añoraba, si no a Roma misma, la atmósfera del lugar donde continuamente se hacen y deshacen los negocios del mundo, el ruido de poleas y engranajes de la máquina del poder. El reinado de Domiciano llegaba a su fin; mi primo Trajano, que se había cubierto de gloria en las fronteras del Rin, se convertía en hombre popular; la tribu española se afianzaba en Roma. Comparada con ese mundo de acción inmediata, la dulce provincia griega me parecía dormitar en un polvillo de ideas ya respiradas; la pasividad política de los helenos era para mí una forma asaz innoble de renunciación. Mi apetito de poder, de dinero —que entre nosotros suele ser su primera forma— y de gloria, para dar este hermoso nombre apasionado al prurito de oír hablar de nosotros, era ya innegable. A él se mezclaba confusamente el sentimiento de que Roma, inferior en tantas cosas, recobraba la ventaja en la familiaridad con los grandes negocios que exigía de sus ciudadanos, por lo menos aquellos de las órdenes senatorial o ecuestre. Había llegado al punto de sentir que la discusión más trivial sobre la importación de trigo de Egipto me hubiera enseñado más sobre el Estado que toda la República de Platón. Ya algunos años atrás, joven romano avezado en la disciplina militar, había creído comprender mejor que mis profesores a los soldados de Leónidas y a los atletas de Píndaro. Abandoné Atenas, reseca y rubia, por la ciudad donde hombres envueltos en pesadas togas luchan contra el viento de febrero, donde el lujo y el libertinaje están privados de encanto, pero donde las menores decisiones afectan al destino de una parte del mundo y donde un joven provinciano ávido pero nada obtuso, y que al principio sólo creía obedecer a ambiciones bastante groseras, habría de perderlas a medida que las realizaba, aprendiendo a medirse con los hombres y las cosas, a mandar, y, lo que al fin de cuentas es quizá algo menos fútil, a servir.

No todo era bello en ese advenimiento de una virtuosa clase media que se establecía en vísperas de un cambio de régimen; la honestidad política ganaba la partida con ayuda de estratagemas asaz turbias. Al poner poco a poco la administración en manos de sus protegidos, el Senado cerraba el círculo en torno a Domiciano hasta sofocarlo; quizá los hombres nuevos a los cuales me vinculaban mis lazos de familia no diferían mucho de aquellos a quienes iban a reemplazar; de todas maneras estaban menos manchados por el poder. Los primos y sobrinos de provincia esperaban obtener puestos subalternos, pero se les pedía que los desempeñaran con integridad. También ya recibí mi puesto: fui nombrado juez del tribunal encargado de los litigios sucesorios. Desde esta modesta función asistí a los últimos golpes del duelo a muerte entre Domiciano y Roma. El emperador había perdido pie en la capital, en la que sólo se sostenía gracias a continuas ejecuciones que apresuraban su propio fin; el ejército entero conspiraba para matarlo. No comprendí gran cosa de esta esgrima mucho más fatal que la de las arenas; me contenté con sentir hacia el tirano acorralado el desprecio un tanto arrogante de un alumno de los filósofos. Bien aconsejado por Atiano, desempeñé mi oficio sin ocuparme demasiado de política.

Aquel año de trabajo no se diferenció mucho de los años de estudio. Ignoraba el derecho, pero tuve la suerte de encontrar como colega en el tribunal a Neracio Prisco, quien consintió en instruirme y siguió siendo mi asesor legal y mi amigo hasta el día de su muerte. Pertenecía a esa rara familia espiritual que, poseyendo a fondo una especialidad, viéndola por así decirlo desde adentro, y con un punto de vista inaccesible a los profanos, conserva sin embargo el sentido de su valor relativo en el orden de las cosas, y la mide en términos humanos. Más versado que cualquiera de sus contemporáneos en la rutina legal, no vacilaba nunca frente a las innovaciones útiles. Gracias a él pude imponer más tarde ciertas reformas. Pero entonces se imponían otras tareas. Había yo conservado mi acento provinciano; mi primer discurso en el tribunal hizo reír a carcajadas. Aproveché entonces mi frecuentación de los actores, que escandalizaban a mi familia; durante largos meses las lecciones de elocución fueron la más ardua pero la más deliciosa de mis tareas, y el secreto mejor guardado de mi vida. Hasta el libertinaje se convertía en un estudio en aquellos años difíciles. Trataba de ponerme a tono con la juventud dorada de Roma; jamás lo conseguí por entero. Movido por la cobardía propia de esa edad, cuya temeridad exclusivamente física se agota en otras cosas, sólo a medias me atrevía a confiar en mí mismo; con la esperanza de parecerme a los demás, embotaba o afilaba mi naturaleza.

No era muy querido. No había ninguna razón para que lo fuera. Ciertos rasgos, por ejemplo la afición a las artes, que pasaban inadvertidos en el colegial de Atenas y que serían más o menos aceptados en el emperador, resultaban incómodos en el oficial y el magistrado en los primeros peldaños de la autoridad. Mi helenismo se prestaba a las sonrisas, tanto más que yo lo exhibía y lo disimulaba alternativamente. En el Senado me llamaban el estudiante griego. Empezaba a tener mi leyenda, ese extraño reflejo centelleante nacido a medias de nuestras acciones y a medias de lo que el vulgo piensa de ellas. Los litigantes impudentes me delegaban sus mujeres, si sabían de mi aventura con la esposa de un senador, o sus hijos, cuando yo proclamaba alocadamente mi pasión por algún joven mimo. Confundir a esas gentes con mi indiferencia me resultaba un placer. Los más lamentables eran los que me hablaban de literatura para congraciarse conmigo. La técnica que debía elaborar en aquellos puestos mediocres me sirvió más tarde para mis audiencias imperiales. Volcarse íntegramente a cada uno durante la breve duración de la entrevista, hacer del mundo una tabla rasa donde en ese momento sólo existe cierto banquero, cierto veterano, cierta viuda; acordar a esas personas tan variadas —aunque encerradas en los estrechos limites de alguna especie— toda la atención cortés que en los mejores momentos nos acordamos a nosotros mismos, y verlos casi infaliblemente aprovechar de esa facilidad para engreírse como la rana de la fábula; y, finalmente, consagrar seriamente algunos instantes a su problema o a su negocio. Aquello seguía siendo el consultorio del médico. Ponía al desnudo viejos odios aterradores, una lepra de mentiras. Maridos contra esposas, padres contra hijos, colaterales contra todo el mundo; el poco respeto que tenía personalmente por la institución de la familia no resistió a ese desfile.

No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para que cuenten en la suma final. Me esfuerzo pues para que mi actitud esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del César. Los hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca bien la flauta, ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee. A la búsqueda de esas virtudes fragmentarias aplicaré aquí lo que decía antes, voluptuosamente, de la búsqueda de la belleza. He conocido seres infinitamente más noveles, más perfectos que yo, como Antonino, tu padre; he frecuentado a no pocos héroes, y también a algunos sabios. En la mayoría de los hombres encontré inconsistencia para el bien; no los creo más consistentes para el mal; su desconfianza, su indiferencia más o menos hostil cedía demasiado pronto casi vergonzosamente, y se convertía demasiado fácilmente en gratitud y respeto, que tampoco duraban mucho; aun su egoísmo podía ser aplicado a finalidades útiles. Me asombra que tan pocos me hayan odiado; sólo he tenido dos o tres enemigos encarnizados, de los cuales y como siempre yo era en parte responsable. Algunos me amaron, dándome mucho más de lo que tenía derecho a exigir y aun a esperar de ellos; me dieron su muerte, y a veces su vida. Y el dios que llevan en ellos se revela muchas veces cuando mueren.

Sólo en un punto me siento superior a la mayoría de los hombres: soy a la vez más libre y más sumiso de lo que ellos se atreven a ser. Casi todos desconocen por igual su justa libertad y su verdadera servidumbre. Maldicen sus grillos; a veces parecería que se jactan de ellos. Por lo demás su tiempo transcurre en vanas licencias; no saben urdir para sí mismos el más ligero yugo. En cuanto a mí, busqué la libertad más que el poder, y el poder tan sólo porque en parte favorecía la libertad. No me interesaba una filosofía de la libertad humana (todos los que la intentan me hastían) sino una técnica; quería hallar la charnela donde nuestra voluntad se articula con el destino, donde la disciplina secunda a la naturaleza en vez de frenarla. Compréndeme bien: no se trata de la dura voluntad del estoico, cuyo poder estimas exageradamente, ni tampoco de una elección o una negativa abstractas, que insultan las condiciones de nuestro mundo pleno, continuo, formado de objetos y de cuerpos. Soñé con una aquiesciencia más secreta o una buena voluntad más flexible. La vida era para mi un caballo a cuyos movimientos nos plegamos, pero sólo después de haberlo adiestrado. Como en definitiva todo es una decisión del espíritu, aunque lenta e insensible, que entraña asimismo la adhesión del cuerpo, me esforzaba por alcanzar gradualmente ese estado de libertad —o de sumisión— casi puro. La gimnástica me ayudaba a ello; la dialéctica no me perjudicaba. Busqué primero una simple libertad de vacaciones, de momentos libres. Toda vida bien ordenada los tiene, y quien no sabe crearlos no sabe vivir. Fui más allá; imaginé una libertad simultánea, en la que dos acciones, dos estados, serían posibles al mismo tiempo; tomando por modelo a César, aprendí a dictar diversos textos a la vez, y a hablar mientras seguía leyendo. Inventé un modo de vida en el que podía cumplirse perfectamente la tarea más pesada sin una tregua total; llegué aun a proponerme eliminar la noción física de fatiga. En otros momentos me ejercitaba en practicar una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajos, debían poder ser interrumpidos a cada instante y luego reanudados; la certidumbre de poder ahuyentarlos o llamarlos como a esclavos les quitaba toda posibilidad de tiranía, y a mi todo sentimiento de servidumbre. Hice más: ordené todo un día en torno a una idea escogida, que no debía abandonarme nunca; cuando hubiera podido desanimarme o distraerme, los proyectos o los trabajos de otro orden, las palabras vanas, los mil incidentes de la jornada, se apoyaban en esa idea como los pámpanos en un fuste de columna. Otras veces, en cambio, dividía al infinito: cada pensamiento, cada hecho, era objeto de una segmentación, de un seccionamiento en múltiples pensamientos o hechos más pequeños, de manejo más fácil. Las resoluciones difíciles se desmigajaban así en un polvillo de decisiones minúsculas, tomadas una a una, determinándose consecutivamente, y por ello tan inevitables como fáciles.

Pero el mayor rigor lo apliqué a la libertad de aquiescencia, la más ardua de todas. Asumí mi estado y mi condición; en mis años de dependencia, la sujeción perdía lo que pudiera tener de amargo o aun de indigno, si aceptaba ver en ella un ejercicio útil. Elegía lo que tenía, exigiéndome tan sólo tenerlo totalmente y saborearlo lo mejor posible. Los trabajos más tediosos se cumplían sin esfuerzo a poco que me apasionara por ellos. Tan pronto un objeto me repugnaba, lo convertía en tema de estudio, forzándome hábilmente a extraer de él un motivo de alegría. Frente a un suceso imprevisto o casi desesperado, una emboscada o una tempestad en el mar, una vez adoptadas todas las medidas concernientes a los demás, me consagraba a festejar el azar, a gozar de lo que me traía de inesperado; la emboscada o la tormenta se integraban sin esfuerzo en mis planes o en mis ensueños. Aun en la hora de mi peor desastre, he visto llegar el momento en que el agotamiento lo privaba de una parte de su horror, en que yo lo hacia mío al aceptarlo. Si alguna vez me toca sufrir la tortura —y sin duda la enfermedad se encargará de someterme a ella—, no estoy seguro de conservar mucho tiempo la impasibilidad de un Trasea, pero al menos me quedará el recurso de resignarme a mis gritos. Y en esta forma, con una mezcla de reserva y audacia, de sometimiento y rebelión cuidadosamente concertados, de exigencia extrema y prudentes concesiones, he llegado finalmente a aceptarme a mí mismo.

De haberse prolongado en exceso, esa vida en Roma me hubiera agriado, corrompido o gastado. Me salvó el reingreso en el ejército, que también tiene sus compromisos pero más sencillos. La incorporación significaba viajar, y me puse en marcha lleno de júbilo. Había sido nombrado tribuno en la Décima Legión, la Coadjutora; pasé a orillas del alto Danubio algunos meses lluviosos de otoño, sin otro compañero que un libro de Plutarco que acababa de aparecer. En noviembre fui trasladado a la Quinta Legión Macedonia, acantonada entonces (y aun hoy) en la desembocadura del mismo río, en las fronteras de la Moesia inferior. La nieve que bloqueaba las rutas me impidió viajar por tierra. Embarqué en Pola, y apenas tuve tiempo de visitar otra vez Atenas, donde más tarde habría de vivir largo tiempo. La noticia del asesinato de Domiciano, anunciada a los pocos días de mi llegada al campamento, no asombró a nadie y alegró a todo el mundo. Trajano no tardó en ser adoptado por Nerva; la avanzada edad del nuevo príncipe daba a esta sucesión un carácter perentorio. La política de conquistas, en la que mi primo se proponía lanzar a Roma según era notorio, los reagrupamientos de tropas que empezaban a cumplirse, la severidad progresiva de la disciplina, mantenían al ejército en un estado de efervescencia y expectativa. Aquellas legiones danubianas funcionaban con la precisión de una máquina de guerra bien engrasada; no se parecían en nada a las soñolientas guarniciones que yo había conocido en España. Lo que es más importante, la atención del ejército había dejado de concentrarse en las querellas de palacio, para fijarse en los asuntos exteriores del imperio; nuestras tropas no se reducían ya a una banda de lictores prontos a aclamar o a degollar a cualquiera. Los oficiales más inteligentes se esforzaban por distinguir un plan general en esas reorganizaciones de las que participaban, por prever el futuro nacional y no solamente el suyo propio. Por lo demás aquellos acontecimientos, que atravesaban la primera etapa de su crecimiento, provocaban no pocos comentarios ridículos; todas las noches las mesas de los oficiales quedaban cubiertas de planes estratégicos tan gratuitos como inhábiles. El patriotismo romano, la creencia inquebrantable en los beneficios de nuestra autoridad y en la misión de Roma sobre los pueblos, asumían en aquellos profesionales una brutalidad a la cual yo no estaba aún acostumbrado. En las fronteras, donde precisamente hubiera hecho falta cierta habilidad, por lo menos momentánea, para obtener la adhesión de algunos jefes nómadas, el soldado eclipsaba por completo al estadista; los trabajos forzados y las requisiciones daban lugar a abusos que no asombraban a nadie. Gracias a las divisiones continuas entre los bárbaros, la situación en el nordeste era más favorable que nunca; incluso dudo de que las guerras posteriores la hayan mejorado. Los incidentes fronterizos nos causaban pocas pérdidas, sólo inquietantes por su repetición continua; reconozcamos que ese perpetuo quién vive servia por lo menos para fortalecer el espíritu militar. Estaba persuadido sin embargo de que un menor número de demostraciones, unido al ejercicio de una mayor actividad mental; hubiera bastado para someter a ciertos jefes, para ganar la adhesión de los otros, y decidí consagrarme a esta última tarea que todo el mundo desdeñaba.

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