Memorias de un cortesano de 1815 (22 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Presentacioncita se cubrió de nuevo el rostro con las manos. Entonces pasó por mi mente las sospechas de que fuese yo en aquel momento víctima de un bromazo tremendo. ¿Pero cómo era posible que el fingimiento de la muchacha fuese tan magistral? No, ninguna actriz de la tierra, aunque se llamase María Ladvenant o Rita Luna, era capaz de simular los sentimientos con tal perfección, desfigurando el rostro, estudiando las palabras, midiendo las actitudes, sin que ni un solo momento se descuidase y revelara el pérfido artificio.

Observé a Presentacioncita con atención profunda, y cuanto más la miraba, más me confirmaba en mi creencia de que cuanto veía y oía era la realidad incontrovertible de una pasión verdadera. Mis últimas zozobras se disiparon, cuando la vi alzar la frente y me mostró su rostro bañado en lágrimas, de verdaderas lágrimas de ternura y dolor. ¡Oh, estaba preciosa! Entre ahogados sollozos exclamó:

—Sr. D. Juan, ¡por amor de Dios!, no me diga Vd. eso, no me lo diga Vd. Es una falta de caridad jugar así con el corazón de esta desgraciada.

Sus dulces lágrimas humedecieron mi mano. ¡Qué lástima que aquel rocío celeste no fuera para mí! Me avergoncé de haber dudado un solo instante.

—¿No me cree Vd.? —dije—. Pues muy fácilmente puede convencerse de mi veracidad. Yo le proporcionaré ocasión de que oiga Vd. misma de los labios…

—¡Oh!, eso no puede ser… —afirmó con dignidad.

—No propongo nada contrario al honor —añadí—. Su Majestad creo que daría la mitad de su corona por poder manifestar a Vd. los sentimientos que le ha inspirado. Yo tengo el honor de ser amigo de Su Majestad, y me ha confiado este deseo de su corazón… ¿A qué conduce el negarle tan dulce y legítimo consuelo, cuando él, por la misma sublimidad de su amor, no aspira a nada que arroje sombra de mancilla sobre la adorada persona de usted?

—¡Oh, qué disparates! —dijo con miedo—. No, esto no puede pasar de aquí. Ni mi humilde condición con respecto a la suya me permite acercarme a él con legítimo fin, ni mi honra me lo consiente de otro modo. Es este un problema que no puede resolverse. No lo resolverá Su Majestad con todo su poder, ni me deslumbrará el esplendor de su corona hasta cegarme los ojos con que miro mi deber, la reputación de mi nombre y mi casa. ¡Jamás! Oiga Vd. bien lo que digo. Jamás consentiré en ver ni hablar a esa alta persona. Si he confesado lo que Vd. acaba de oír, lo he hecho porque mi corazón necesitaba esta noble, esta leal expansión con un cariñoso amigo que no puede venderme.

—Pero él…

—Ni una sola palabra más sobre este asunto. ¡Qué necia he sido! ¿Por qué no se me abrasó la lengua? Antes moriré cien veces que consentir en ser recibida por su amigo de Vd. o en aceptar su visita. ¡Miserable de mí! Me daría yo misma con mis propias manos la muerte, si me viese cogida en una inicua celada por los cortesanos y aduladores de Su Majestad.

—¿Usted ha podido creer que yo?… —dije muy confundido.

—¿Por qué lo he de negar? Creo que a pesar de su honradez, el deseo de servir a su señor le impulsa a abusar de mi confianza, de mi debilidad, de esta franqueza quizás culpable con que le he hablado… ¡Oh Dios mío!, ¡cuán desgraciada soy!, ¡cuán desgraciada!

—Señora, yo juro que nada he pensado contrario al honor de Vd. y de su hidalga familia. Pero no negaré que he creído posible y hasta conveniente para la tranquilidad del mejor de los hombres y del más virtuoso de los reyes, el preparar una entrevista amistosa…

—¡Por Dios!, ¡por todos los santos! —exclamó con acento dolorido—. Vd. ha tramado perderme; Vd. no es ni puede ser un hombre leal. Pipaón, se acabó, ni una palabra más; retírese Vd. ¡Al momento, al momento!

—Calma, calma. Lo decidiremos despacio y sin reñir, ni llamarme desleal.

—¿Qué quiere Vd. decir con entrevistas amistosas?

—Una conferencia de amigos, una explicación…

Quedose meditabunda largo rato, y yo pendiente de su contestación, con el alma en los oídos.

—Bien, lo pensaré. Deme Vd. esta noche para pensarlo.

—¿Y mañana recibiré la contestación?

—Sí, mañana en este mismo sitio y a la misma hora.

Cuando esto decía, sentí un rumor extraño en el interior de la casa.

—Mi hermano viene —dijo con zozobra—. Retírese Vd. al momento, al momento, y apriete Vd. el paso. ¡Oh! Ha sido una suerte que Gasparito esté malo y no pueda salir de noche.

—Dios le conserve el mal… Conque hasta mañana, ¿eh? Adiós, niña mía.

Cerró la reja y me retiré a mi casa. Yo también necesitaba meditar.

- XXV -

Al día siguiente oí a doña María quejarse de la profunda distracción de Presentacioncita, de sus nerviosidades y palideces, del trastorno muy visible que en sus maneras y lenguaje se había verificado, lo que acabó de confirmar mi creencia respecto a la veracidad de la niña en las confianzas que me hiciera. Llegada la noche, acudí a la segunda cita y pareciome que se habían agravado en la hermosa muchacha los síntomas de exaltada y febril pasión.

—¡Cuánto ha tardado Vd., D. Juan! —me dijo reconviniéndome.

—He venido a la hora marcada, incomparable niña —repuse—. Si Vd. se ha anticipado, no me acuse de tardío. Y ¿qué tal? ¿Se ha meditado mucho? ¿Cómo está esa preciosa cabeza? ¿Se ha serenado, se ha aclarado ese entendimiento?

—He pensado mucho en ello, Sr. D. Juan —exclamó con abatimiento—, y mi mal no tiene remedio.

—¡Que no tiene remedio! Eso lo veremos más adelante. Pero por de pronto, dígame Vd. su parecer acerca de la entrevista amistosa.

Contestome con hondo suspiro.

—La entrevista amistosa serviría tan sólo para aumentar mi desgracia. Déjeme Vd., Pipaón, déjeme Vd. Ni su amistad me sirve de nada ni quizás la merezco tampoco… me moriré sola.

—Seamos razonables, adorada niña —dije alargando una mano por entre los hierros de la reja—. Aquella persona a quien he dado esperanzas de obtener algunos castos favores, está loca de alegría. Hoy no ha habido despacho, y España y sus Indias andarán desgobernadas, mientras aquel desatentado corazón no se tranquilice.

—¿Y si yo consintiera en la entrevista? —preguntó con afán.

—Entonces pronto se conocería en el risueño aspecto del reino y en la marcha rapidísima de los expedientes, que el trono había recobrado su asiento.

—¿Pues qué —preguntó con incertidumbre—, el trono es capaz de desquiciarse por mí?

—Presentacioncita, es máxima de la antigüedad, que los reyes contrariados en sus amores no gobiernan bien a los pueblos.

—¡Ay! Pipaón, cada vez me inspira usted menos confianza —dijo ella—. Se me figura que mientras yo manifiesto mis sentimientos más escondidos con tanta sinceridad y tanta nobleza, Vd. fingiendo interés por mí, trata de engañarme, de perderme alevosamente, por servir a un caprichoso amigo.

—¡Yo falso, yo alevoso, yo traidor! —exclamé con mucho brío—. Dar tales nombres a quien es la lealtad en persona… a quien daría gustoso su vida por el prójimo, por Vd., Presentacioncita de mi alma. Por Dios, no me estime Vd. en menos de lo que valgo.

—No; Vd. no es sincero; Vd. oculta mucho sus pensamientos —dijo en tonillo quejumbroso—. Lo que ha hecho Vd. con las señoras de Porreño, mis queridas amigas, prueba su mucho arte para el disimulo.

—¿Pues qué he hecho yo con esas dignas señoras? —interrogué, maldiciendo interiormente aquel pícaro sesgo que había tomado nuestro coloquio.

—¡Y lo pregunta!… Vd. las entretuvo con promesas, mientras consumaba su ruina; usted compró los créditos de D. Alonso de Grijalva con la libertad de Gasparito, y después…

—Basta, basta —exclamé con indignación—. Esos hechos no pueden juzgarse en dos palabras. Si yo diera a Vd. explicaciones, ¡cuán distinta sería su opinión acerca de esas supuestas maldades!

—No, si no digo yo que sean maldades. El hombre debe mirar por sí antes que por los demás. Nada malo hay en procurar uno su propio bien, aunque sea a costa ajena. Lo que digo es que Vd. sabe fingir muy bien; lo que digo es que Vd. me está engañando.

—¡Oh! Santa Virgen de los Dolores, Señora y patrona mía. ¿Cómo convenceré a esta pícara de mi sinceridad, de mi buena fe? —dije con vehemencia—. Yo juro que nada he pensado que pueda ser contrario a la perfecta felicidad de usted, a su virtud esclarecida, al interés de su noble familia.

Y era verdad lo que pensaba. ¿Qué hacía yo sino proporcionar a la abatida familia de Rumblar fabulosos adelantamientos y repentina prosperidad? Interesado vivamente por el bien del reino en general y de cada español en particular, yo me constituía en protector de una familia, harto necesitada de una buena mano que la ayudase a salir del atolladero de sus deudas y del pantano de sus inacabables pleitos.

—Y si no cree Vd. mis palabras —exclamé resueltamente—, a los hechos me atengo. Ya he ofrecido a Vd. el medio de cerciorarse por sí misma, y no digo más.

—Acepto —dijo con viva energía, golpeando con el puño el antepecho de la ventanilla—. Acepto la entrevista amistosa. ¡Que Dios tenga piedad de mí!

—¡Oh, mujer feliz entre todas las mujeres felices de la tierra! En vuestra grandeza, señora mía, no olvidéis de hacer algo por este humilde servidor de Vuestra Majestad.

Al decir esto, me descubrí respetuosamente ante ella. Presentacioncita rompió a reír con vanidosa expresión.

—¡Yo Majestad! —exclamó—. Vamos, que pierdo el tino; ¡que lo pierdo sin remedio!

—Otras cosas hay más imposibles.

—No desvariemos, Pipaón. Sería locura pensar que he de salir de mi estado y condición actual. ¡Jesús!…

—Monaguillo te vean mis ojos, que obispo…

—No, no hay que pensar en tales imposibilidades… posibles, pero que yo rechazo desde ahora. Lo que digo es que si por acaso me levantase yo dos dedos más arriba de donde estoy ahora, emplearía mi valimiento en hacer todo el bien posible.

—¡Admirable corazón!… —dije con fingido entusiasmo—. Permítame Vd. señora, que salude en Vd. al iris de paz de la hispana monarquía. ¡Oh, señora!, ¡oh, excelsa joven!, ¡cuánto siento no estar en sitio donde pueda prosternarme!…

—¡Se va Vd. a poner de rodillas! —dijo riendo—. No tanto, Sr. D. Juan. Sólo decía que en caso de tener algún poder…

—¡Algún poder!… Inmenso poderío tendrá usted… ¡Oh, señora, no se olvide Vd. de los desgraciados, de los menesterosos, de los pobrecitos!, ¡ay!, de los pobrecitos huérfanos sobre todo.

—Sobre todo de los infelices que gimen en las cárceles y en los presidios por opiniones políticas.

—También, también, ¿por qué no? Apiádese usted de todo bicho viviente.

—Nada me contrista tanto —añadió con gravedad— como oír hablar de esas crueles comisiones militares, de esas persecuciones horrendas. ¡Oh! ¡Qué dulce será conseguir el perdón de los desgraciados para quienes se ha levantado la horca! ¡Qué inefable dicha correr en busca de la afligida madre, de la esposa, de la inocente hija, para decirles: «por intercesión mía tenéis padre, tenéis marido, tenéis hijo»! ¡Abrir las puertas de la patria a los proscriptos, arrancar la vil soga de manos del verdugo, aplacar la ira de los furibundos jueces, derramar el bálsamo de la caridad en el irritado y endurecido corazón del mejor de los reyes!… ¡Oh, qué hermoso papel! ¡Dios mío, mátame, o déjame hacer ese papel!

A esta exaltación sublime siguió en la sensible muchacha un abatimiento profundo. Yo la contemplaba, diciendo para mí:

—Tan atroz es su pasión, que poco le falta para estar rematadamente loca.

—¡Qué sueños! —murmuró de un modo patético pasando la mano por su abrasada frente—. ¡Qué disparates he dicho, Pipaón!… Pero mi desvarío es disculpable, ¿no es verdad? ¿Quién no pierde la vista hallándose tan cerca del sol?, ¿quién al sentir en su rostro el calor que irradia aquel centro de luz y de poder, de grandeza y munificencia, no se trastorna y marea?… Yo no sé lo que pienso, yo estoy absorta. Me parece que estoy amando a una sombra regia, a una figura magnífica y arrebatadora que para seducirme ha brotado de las estampas de un libro de historia. ¡Son tan altos los reyes! Feliz el gusano miserable que cae bajo su augusto pie. Honran hasta aquello que aplastan… Mi destino está ya decidido. No puedo contenerme —añadió con brío—. Adelante; Dios estará conmigo, puesto que está con él, como decía
La Atalaya
. ¿No es el hijo predilecto de Dios? ¿No le ha puesto Dios en el trono? ¿No emanan sus acciones todas de inspiración divina? ¿No están de antemano aprobados todos sus actos por el Eterno Padre? Adelante. Cúmplase mi destino y la voluntad de Dios.

No era ocasión de perder el tiempo en vanas retóricas. Deseando concluir, le dije:

—Su Majestad va casi todas las tardes a la Casa de Campo.

—¿Al otro lado del Manzanares?… No he estado nunca allí —repuso en tono pueril—. Dicen que es muy bonito. Hay jardines preciosos y un lago… todo de agua.

—Todo de agua, exactamente. Es un lugar delicioso. Iremos allá los dos.

—Bueno. Pasearemos primero por entre los árboles.

—Y nos embarcaremos en los botes del lago.

—¡Oh! ¡En los botes del lago! ¡Qué delicia! Pero ¡ay! —exclamó con pena—, ocurre una dificultad grande.

—¿Cuál?

—Gasparito…

—Al diantre con Gasparito.

—No es esa la principal dificultad. Por la mañana le encargaré una comisión cualquiera, y cuando venga a darme la respuesta, ya habré salido yo.

—¡Admirable idea!

—Pero mamá no me dejará salir sola de casa. Forzosamente me ha de acompañar mi hermano.

—¡El Sr. D. Diego! —exclamé meditabundo, considerando que el heredero de aquella noble casa no pecaba de sabio.

—No puede ser de otra manera. Mi hermano ha de ir conmigo, pero bien sabe Vd. que aunque se ha corregido mucho, es bastante aturdido —dijo con malicia.

—Me ocurre una idea —repuse, encontrando solución a aquella contrariedad—. No importa que el Sr. D. Diego nos acompañe hasta la posesión regia. Entraremos los tres: nos pasearemos por espacio de una hora u hora y media; luego se le hace salir con cualquier pretexto.

—Y volverá a entrar.

—No; de que no vuelva a entrar me encargo yo.

—¡Cómo resuelve Vd. todas las dificultades!… Por mi parte yo procuraré catequizar desde esta noche a mi señor hermano, que ahora está muy fino y complaciente conmigo. Le diré que Vd. nos ha convidado para pasear por la Casa de Campo sin que lo sepa mamá; que Vd. conoce al administrador, el cual nos permitirá divertirnos mucho, correr por todos lados, hacer lo que queramos, como si la posesión fuese nuestra.

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