Menos que cero

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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Relato

 

Cuando se publicó
Menos que cero
en Estados Unidos se produjo un inesperado fenómeno: la primera novela de un autor de 20 años fue saludada por la crítica como
El guardián entre el centeno
de los años 80, el libro en el que se reconocía una generación, que lo convirtió rapidísimamente en un best-seller.

Menos que cero
(que es también el título de una canción amarga y cínica de Elvis Costello) cuenta la historia de un joven estudiante que regresa a su casa de Los Angeles para pasar las vacaciones y reencuentra a su grupo de amigos, punkis dorados, hijos de productores y magnates de Hollywood, un clan en el que cada villa tiene su piscina, cada adolescente su dealer.

Fiestas interminables, clubs de rock, líneas de coca y hamburguesas y luces de neón… y el submundo de la pornografía, las snuff movies y la prostitución masculina: con un estilo glacial, Ellis registra, impasible, la vertiginosa espiral por la que se desliza este grupo de adolescentes que experimentan precozmente con el sexo, las drogas y la desolación.

Bret Easton Ellis

Menos que cero

ePUB v1.0

Lukas_Trips
10.07.12

Título original:
Less than Zero

Bret Easton Ellis, 1985.

Traducción: Mariano Antolín Rato

Diseño/retoque portada: Ángel Jové

Editor original: Lukas_Trips (v1.0 a v1.x)

Corrección de erratas: Lukas_Trips

ePub base v2.0

Para Joe McGinniss

«Este es el juego que cambia cuando lo juegas…»

X

«Cuando miro al Oeste, noto cierta sensación…»

Led Zeppelin

A la gente le da miedo mezclarse con la circulación de las autopistas de Los Angeles. Esto es lo primero que oigo cuando vuelvo a la ciudad. Blair me recoge en la terminal y murmura eso mientras su coche sale del aparcamiento. Dice: «A la gente le da miedo mezclarse con la circulación de las autopistas de Los Angeles.» Aunque la frase no debiera haberme inquietado, se me queda grabada en la mente durante bastante tiempo. No parece que importe nada más. Ni el hecho de que yo tenga dieciocho años y sea diciembre y el vuelo haya sido duro y la pareja de Santa Barbara, que estaba sentada frente a mí en primera clase, se emborrachase a conciencia. Tampoco el barro que me había salpicado las perneras de los vaqueros, que notaba como frescos y sueltos a primera hora de ese día en un aeropuerto de New Hampshire. Tampoco la mancha en la manga de la camisa arrugada y sudada que llevo, que parecía nueva y limpia esta mañana. Ni el roto en el cuello de mi chaqueta de tela escocesa gris, que parece bastante más propia del Este que antes, en especial comparada con los ajustados vaqueros de Blair y su camisa azul pálido. Todo esto parece irrelevante al lado de esa frase. Parece más fácil oír que a la gente le da miedo mezclarse que: «Estoy completamente segura de que Muriel está anoréxica», o escuchar al cantante de la radio que grita en las ondas magnéticas. Nada parece importarme excepto esa docena de palabras. Ni el viento cálido, que parece empujar al coche por la desierta autopista de asfalto, ni el leve olor a marihuana que todavía impregna el coche de Blair. Todo lo cual lleva a que soy un chico que vuelve a pasar un mes en casa y se encuentra con alguien a quien lleva cuatro meses sin ver, y a que a la gente le da miedo mezclarse.

Blair deja la autopista y llega a un semáforo en rojo. Una fuerte ráfaga de viento hace que el coche oscile durante un momento y Blair sonríe y dice algo sobre bajar la capota del coche y cambia a otra emisora. Al acercarnos a mi casa, Blair tiene que parar el coche porque hay cinco obreros retirando los restos de las palmeras que ha derribado el viento y cargando en un camión rojo muy grande las hojas y los trozos de corteza seca, y Blair vuelve a sonreír. Se detiene ante mi casa y la puerta del jardín está abierta y me bajo del coche y me sorprende notar la sequedad y el calor. Me quedo allí parado un buen rato y Blair, después de ayudarme a descargar las maletas, me hace una mueca y pregunta:

—¿Te pasa algo?

—No —contesto.

—Pareces pálido —insiste Blair.

Yo me encojo de hombros y nos decimos adiós y ella sube a su coche y se va.

Nadie en casa. El aire acondicionado está conectado y la casa huele como a pino. Hay una nota en la mesa de la cocina que dice que mi madre y hermanas han salido a hacer las compras de Navidad. Desde donde estoy distingo al perro tumbado junto a la piscina, respirando pesadamente, dormido, el pelo agitado por el viento. Subo al piso de arriba y me cruzo con la nueva muchacha, que me sonríe y parece comprender quién soy, y paso por delante de los cuartos de mis hermanas, que todavía parecen seguir igual, sólo que tienen recortes de
QG
diferentes pegados a la pared, y entro en mi habitación y veo que no ha cambiado nada. Las paredes siguen siendo blancas; los discos siguen en su sitio; no han quitado la televisión; las persianas siguen subidas, tal y como las dejé. Parece que mi madre y la nueva muchacha, o quizá la vieja, han limpiado mi armario mientras yo estaba fuera. Hay una pila de tebeos encima de la mesa con una nota encima que dice: «¿Todavía los quieres?»; también hay un recado de que Julian me ha llamado y una tarjeta que dice: «Puñeteras Navidades.» La abro y dentro dice: «Pasemos las jodidas Navidades juntos.» Es una invitación a la fiesta de Navidad de Blair. Dejo la tarjeta y noto que en mi cuarto está empezando a hacer frío de verdad.

Me quito los zapatos y me tumbo en la cama y me toco la frente para ver si tengo fiebre. Creo que sí. Y con la mano en la frente miro con precaución el póster con marco y cristal que está en la pared de encima de mi cama, pero tampoco ha cambiado. Es el póster de promoción de un viejo disco de Elvis Costello. Elvis mira hacia la ventana con esa sonrisa irónica y torcida en los labios. La palabra «Confianza» revolotea por encima de su cabeza, y sus gafas de sol, un cristal rojo, el otro azul, están caídas hacia la punta de su nariz, de modo que se le ven los ojos, que están ligeramente desviados. Los ojos no me miran, con todo. Sólo miran a lo que hay junto a la ventana, pero estoy demasiado cansado para levantarme y acercarme a la ventana.

Cojo el teléfono y llamo a Julian, asombrado de recordar su número, pero nadie contesta. Me siento, y por entre las persianas distingo las palmeras que se agitan furiosamente y se doblan debido al viento caliente, y luego vuelvo a mirar el póster y luego me doy la vuelta y luego vuelvo a mirar la sonrisa y la mirada burlona, los cristales rojo y azul, y todavía puedo oír que a la gente le da miedo mezclarse y trato de olvidar la frase, olvidarla del todo. Pongo la cadena de los vídeos musicales y me digo que la podría olvidar y dormirme si tuviera Valium, y luego pienso en Muriel y me siento un poco mal cuando empiezan a aparecer los vídeos.

Esa noche llevo a Daniel a la fiesta de Blair, y Daniel lleva gafas de sol y una chaqueta de lana negra y vaqueros negros. También lleva unos guantes de cuero negro porque la semana pasada, en New Hampshire, se cortó con un trozo de cristal. Tuve que ir con él a la sala de urgencias del hospital y miraba cómo le limpiaban la herida y le quitaban la sangre y empezaban a coserle, cuando empecé a encontrarme mal y después me fui y me senté en la sala de espera y eran las cinco de la mañana y oí cantar a The Eagles «New Kid in Town» y sentí ganas de volver a casa. Estamos a la puerta de casa de Blair en Beverly Hills y Daniel se queja de que los guantes se le pegan a los puntos y le quedan estrechos, pero no se los quita porque no quiere que la gente vea los puntos del pulgar y los otros dedos. Blair abre la puerta.

—Hola, guapos —exclama Blair. Lleva una chaqueta de cuero negro y pantalones a juego. Está descalza y me abraza y luego mira a Daniel.

—Bueno, ¿y éste quién es? —pregunta haciendo una mueca.

—Se llama Daniel. Daniel, te presento a Blair —digo.

Blair le tiende la mano y Daniel sonríe y se la estrecha con suavidad.

—Bueno, entrad. Feliz Navidad.

Hay dos árboles de Navidad, uno en el cuarto de estar y otro en el estudio, y los dos tienen luces rojas que se encienden y apagan. En la fiesta hay tipos del colegio y a la mayor parte de ellos no los he visto desde que nos graduamos y todos están de pie cerca de los dos enormes árboles de Navidad. Trent, un modelo masculino al que conozco, también está.

—Hola, Clay —dice Trent. Lleva un pañuelo rojo y verde alrededor del cuello.

—Hola, Trent —digo yo.

—¿Cómo estáis, pequeños?

—Estupendamente. Trent, te presento a Daniel. Daniel, te presento a Trent.

Trent le tiende la mano y Daniel sonríe y se ajusta las gafas de sol y se la estrecha.

—Hola, Daniel —dice Trent—. ¿Dónde estudias?

—En el mismo sitio que Clay —dice Daniel—. ¿Y tú?

—Yo voy a la U.C.L.A. o, como dicen los orientales, U.C.R.A. —Trent imita a un viejo japonés, ojos rasgados, cabeza inclinada, enseña los dientes, y luego se ríe como un borracho.

—Yo voy a la Universidad de los Sin Carácter —dice Blair, sonriendo con malicia y pasándose los dedos por su larga melena rubia.

—¿Dónde dices? —pregunta Daniel.

—A la U.S.C.

—Ya entiendo. A la Universidad del Sur de California —dice él—. Está muy bien.

Blair y Trent se ríen y ella le agarra del brazo para mantener el equilibrio.

—O a la Utopía de S.C. —dice ella, casi sin poder respirar.

—O a la Utopía de C.L.A. —dice Trent, todavía riendo.

Por fin Blair deja de reír y se roza contra mí al cruzar la puerta y decirme que debería probar el ponche.

—Lo probaré yo —dice Daniel—. ¿Quieres un poco, Trent?

—No, gracias. —Trent me mira y dice—: Pareces pálido.

Caigo en la cuenta de que lo estoy, sobre todo comparado con el oscuro bronceado de Trent y la mayor parte de los demás que están en la habitación.

—He pasado cuatro meses en New Hampshire.

Trent busca en uno de los bolsillos.

—Toma —dice, dándome una tarjeta—. Es la dirección de un salón de bronceado de Santa Monica. No se trata de luces ni de nada de eso, y tampoco tienes que tragar pastillas de vitamina E. Es una cosa que llaman Rayos Uva y dicen que te tiñe la piel.

Al cabo de un rato dejo de escuchar a Trent y miro a los otros tres chicos, unos amigos de Blair a los que no conozco y que van a la U.S.C. Los tres bronceados y rubios. Uno canta acompañando la música que sale de los altavoces.

—Y funciona.

—¿Qué es lo que funciona?

—Los rayos Uva. Mira la tarjeta, tío.

—Ah, claro —miro la tarjeta—. Te tiñen la piel, ¿es eso?

—Sí.

—Estupendo.

Pausa.

—¿Qué has estado haciendo últimamente? —pregunta Trent.

—Deshaciendo el equipaje —digo—. ¿Y tú?

—Verás —sonríe con orgullo—. Me han contratado en una agencia de modelos, una de las buenas —me asegura—. ¿Adivinas quién va a salir, y no sólo en la portada del
International Male
de dentro de dos meses, sino también el mes de junio en el almanaque de la U.C.L.A.?

—¿Quién? —pregunto.

—Yo, tío —dice Trent.

—¿En el
International Male
?

—Sí. Es una revista que no me gusta. Mi agente les dijo que nada de desnudos, sólo algo así como los anuncios de los trajes de baño Speedo y cosas de ese tipo. Yo no poso desnudo.

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