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Authors: Luis Corbacho

Mi amado míster B. (5 page)

La canción de Alanis ya había terminado hace rato. Una vez más me colgué pensando en Diego y en todo lo que sufrí. Mi primera experiencia amorosa con un hombre fue determinante y me hizo aprender la lección de todas las solteronas abandonadas que habitan este mundo: no te enamores. Durante ese viaje en taxi me repetí por enésima vez que no valía la pena engancharse con nadie. Que lo único que tenía sentido era ganar plata, comprar ropa, matarse en el gimnasio para estar lindo y salir con otros chicos lindos. Eso es lo que voy a hacer —pensé—, me voy a coger a todos los pendejos más lindos de Buenos Aires y después los voy a dejar llorando como Diego hizo conmigo.

Cuando terminé de divagar entre mis aires de mujer independiente y materialista, me detuve por un segundo y pensé en el tipo que acababa de conocer. ¿Podía llegar a enamorarme de Felipe Brown? Jamás.

Esa noche me quedé en San Isidro, encerrado en mi cuarto viendo
Sex and the City,
mi serie preferida. Desde la soledad de ese pequeño dormitorio en los suburbios de la ciudad, me olvidé de la aventura que acababa de tener y soñé con vivir en New York como una de esas cuatro chicas solteras, llenas de plata y con todo el estilo del mundo. Quiero ser como vos, Carrie, pensé. Quiero tener un depa en New York, mi propia columna en un diario y escribir para
Vogue...
¡y quiero tus zapatos!

Cuatro

Al día siguiente pensé una y otra vez en Felipe y lo extrañé con una obsesión casi enfermiza, aunque recién lo conocía. No me llamó sino hasta las ocho de la noche, cuando me dijo que estaba saliendo para un programa de política y que su avión partiría «mañana a primera hora». Me propuso vernos en su suite al terminar con la tele.

Acepté de inmediato y lo esperé puntualmente, a las once de la noche, en el lobby del hotel. Media hora más tarde llegó apurado y se disculpó por haberme hecho esperar. Me abrazó fuerte delante de los conserjes, sin importarle que nos estuviesen mirando. Subimos juntos, dejando atrás los murmullos chismosos y las miradas acusadoras. En el ascensor nos besamos y alcancé a aflojarle el nudo de la corbata. Me calenté muchísimo al verlo con ese traje impecable que acentuaba sus rasgos masculinos y despertaba mis más recónditos deseos femeninos. Cuando entramos a la suite se sacó el maquillaje de la tele frente al espejo del baño y me contó que, para su sorpresa, había encontrado en el cajón de la mesa de noche un tubito negro, de esos en los que se guardan los rollos de fotografías, con restos de marihuana y un par de papelitos de seda suficientes como para armar un porro. Obviamente no me creí el cuento de que se lo había encontrado de casualidad, pero le seguí el juego porque me divertía la idea de fumar juntos.

—¿Qué vas a hacer, lo vas a fumar? —pregunté.

—No sé, hace como diez años que dejé todas mis adic-ciones... Pero tal vez sería divertido que lo compartiésemos, para celebrar la despedida. ¿Tú fumas?

—A veces, sólo si me invitan, nunca compro, no mantengo el vicio. Pero sí, hoy podríamos, ¿por qué no?

—¿Por qué no? —dijo con una sonrisita cómplice. Luego, se puso sus tres remeras de manga larga, sus dos pares de medias y un pantalón largo de piyama. Se echó en la cama y, una vez más, me pidió suavemente que me sacara el pantalón. Sobre la mesa de noche dispuso la marihuana junto con las sedas y armó un porro, al que prendió con fósforos del hotel y dio dos pitadas seguidas. Al aspirar por segunda vez tosió fuerte y me ofreció el cigarro. Fumé con la esperanza de dejar atrás miedos y pudores y estar dispuesto a todo. Con las últimas pitadas terminamos bien puestos: los ojos achinados y llorosos y una exagerada risa contagiosa fueron los primeros síntomas. Después vino el hambre voraz, que saciamos con dos helados de chocolate del room service. Felipe me contó que durante sus veintipico se la pasaba todo el día fumado en el hostal donde vivía solo antes de dejar Lima. Pasamos un buen rato contándonos anécdotas relacionadas con la marihuana, comiendo helados y tomando mucha agua. Cuando terminamos, nos fuimos a lavar los dientes y luego a la cama. Me besó la espalda entera, me dijo que tenía una piel muy suave y empezó a tocarme hasta llegar bien abajo. Siguió así un buen rato, para luego, dándome besitos en el cuello, hacerme la tan temida propuesta:

—¿Quieres que te la meta? —preguntó en voz baja, como diciéndome un secreto.

No contesté.

—¿Quieres que trate? —insistió.

—Sí —respondí con miedo.

—Pero vamos a necesitar un lubricante.

—No te preocupes, yo me encargo.

En ese momento todo se tornó surrealista. Felipe, animado por la marihuana y las ganas de cogerme, se comunicó con el conserje y le preguntó si sería posible llamar a un radio taxi para hacerle un encargo en la farmacia más cercana. El empleado del hotel dijo que no habría problemas, que ya estaba enviando un botones a la habitación. Cuando cortó el teléfono nos echamos a reír pensando en la cara que pondría cada uno de los integrantes de la cadena que intervendría en complacer nuestro pedido. A los cinco minutos tocaron la puerta. Abrió Felipe, cubierto por una toalla. El botones de turno era un tipo de unos cincuenta y pico al que yo no me hubiera atrevido a hacerle semejante encargo.

—Buenas noches, señor Brown, ¿en qué lo puedo ayudar?

—Buenas noches... ¿cómo era su nombre?

—Arnaldo.

—Claro, Arnaldo. Vea, amigo Arnaldo, yo le voy a dar una platica para que usted llame a un radio taxi y le encargue comprar una cosita en la farmacia. ¿Puede ser?

—Cómo no, señor, ningún problema. Dígame lo que necesita y yo me ocupo.

—Bueno, le agradezco muchísimo su amabilidad, yo le voy a dejar un buena propina por esto.

—Gracias señor...

—Dígame, ¿usted conoce algún lubricante íntimo? —preguntó Felipe, con total naturalidad.

Arnaldo se quedó pasmado y tardó en reaccionar. Estaba perplejo ante semejante pregunta.

—No señor —respondió con toda la entereza que pudo.

—Bueno, no importa, entonces dígale al taxista que pida en la farmacia el mejor lubricante íntimo que tengan, sin fijarse en el precio, ¿sí?

—No hay problema.

—Tome, acá le dejo cien pesos. El vuelto es para usted.

—Gracias señor.

El botones se marchó deprisa, seguramente con ganas de desparramar el chisme por todo el hotel. En la suite seguimos disfrutado de los efectos de la hierba, riéndonos de la escena que acabábamos de protagonizar y revoleándonos en la cama, excitados cada uno con el descubrimiento del cuerpo del otro. El delivery sexual se demoró una media hora, luego de la cual tocaron la puerta con nuestro ansiado producto. El lubricante, marca Kemial, made in Argentina (otro milagro de la devaluación), venía en un tubo del tamaño de un desodorante en aerosol, y en el folleto descriptivo aseguraba «un absoluto efecto de deslizamiento de acción prolongada, sin importar la medida del miembro». Felipe comenzó a leer en voz alta el manual de instrucciones, que consistían, básicamente, en untar ambas zonas (tanto la emisora como la receptora) con una considerable cantidad de producto y, una vez finalizado el acto, lavar con agua tibia.

—Bueno, entonces ahora yo me unto mi coso, tú te untas el orto, y a trabajar —

Ambos hicimos lo propio. Yo, a pesar de estar refu-mado, no podía creer lo que pasaba, no podía creer que este peruano famosito me estuviese lubricando el culo para rompérmelo.

Una vez embadurnados con ese líquido gelatinoso que me resultó tan poco higiénico, Felipe empezó a mastur-barse mientras yo le besaba el pecho. El porro había resultado ser potente, los dos estábamos voladísimos. La escena se volvió inverosímil: el botones, el lubricante, la marihuana... todo me parecía demasiado ridiculo. Me eché a reír con unas carcajadas incontenibles. Felipe se contagió y comprendió que sería imposible consumar el hecho. Nos quedamos así unos cinco minutos, cagándonos de risa, asfixiándonos como dos hienas chistosas, y hasta ahí llegamos. Después de todo, era más divertido tomar el asunto con gracia que desesperarse por tener sexo con solemnidad. Además, estábamos tan volados que ya nada funcionaba, y yo sólo quería dormir, porque las pocas veces que me fumo un porro quedo de cama, muerto, totalmente en coma.

—No hay apuro con estas cosas —dijo, divertido—. Lo mejor es pasarla bien en la cama, reírse mucho. Además, la marihuana me dejó tumbado, no me provoca agitarme, es mejor estar así, tranquis, echaditos... Perdona mi torpeza —se disculpó luego de un breve silencio.

—No, el torpe soy yo —dije un poco avergonzado—. Además, me muero de sueño, no tengo fuerzas para nada.

—Yo menos.

—Pero está todo bien, a mí me da igual si lo hacemos o no.

—A mí también me da igual. Espera que me voy a lavar, este lubricante de mierda me ha dejado todo pegajoso.

Primero se lavó él y después yo, que tenía todo el culo patinoso y me moría del asco. Estábamos cansados, sólo queríamos dormir. Sin embargo, era la última noche, así que nos quedamos hablando hasta caer vencidos por el sueño.

—¿Por qué será tan complicado acostarse con un tipo? —pregunté, de pronto, medio tristón.

—No sé, es un poco injusto no poder hacer el amor con un hombre como si fuera una mujer. Con las chicas es todo tan fácil... —dijo, y dio un suspiro triste, como si hubiera preferido estar en otra parte, ser otra persona.

—Yo todavía no me resigno a ser gay, porque a veces el sexo anal me parece tan, no sé... asqueroso. Creo que nunca me la van a poder meter. Si algún día llego a tener un novio tendrá que ser totalmente pasivo, y el problema es que, no sé, supongo, los pasivos son todas unas locas de cuarta, pero ni idea, tal vez me equivoco.

—Sí, suena complicado. Pero bueno, es lo que hay. Yo ya he pensado mucho en el tema y creo que no se puede hacer nada al respecto, así que no vale la pena amargarse —dijo entre bostezos—. Perdona, pero estoy muy cansado, creo que es hora de dormir. No quiero perder el vuelo de mañana.

Casi arrastrándose fue hasta la ventana y procuró bloquear todo rasgo de luz, uniendo bajo la presión de una silla la rendija que separaba los dos paños de las cortinas. Después abrió el placard y sacó un par de medias gruesas, se sentó al borde de la cama y las calzó sobre unas que traía puestas. Por último, se sacó el calzoncillo y sumó otra remera de manga larga a las tres que ya llevaba encima. Se cubrió sus oídos con tapones de goma, apagó la última luz y se acostó boca abajo con la almohada tapándole la cabeza. «Que duermas bien», fueron sus últimas palabras esa noche.

Al poco rato estaba completamente dormido y emitía un leve ronquido que no llegaba a ser del todo molesto. A pesar del cansancio, yo no podía conciliar el sueño. Pensaba en el reciente episodio de sexo frustrado, en el pánico que me inspiraban las relaciones anales, en la imposibilidad de estar con chicas, en que Dios me había castigado al hacerme gay, en este hombre increíble que acababa de conocer, en que podía enamorarme de él, en las diferencias que nos separaban, en que en unas horas se iría muy lejos y tal vez no lo volvería a ver nunca más.

Esa noche lloré en silencio. Me sentí abandonado. Hubiera querido tener un tiempo más para abrazarlo. Hubiera querido que no se fuera, que se quedara conmigo en Buenos Aires y me diera al menos una oportunidad.

Cinco

eres exquisito.

me has hecho muy feliz.

te llevo en el corazón.

volveré pronto.

te quiero.

—¡Me escribió! —grité en el tono más bajo que pude—. ¡Mariana, mirá, me escribió! —le dije excitado a mi jefa—. ¿No es un amor?

—¿Quién te escribió? —preguntó incrédula. —¡Brown, es un mail de Brown! —¿A ver? —se acomodó frente a la pantalla y leyó—. Se ve que le pegó fuerte, aunque... yo que vos no me hago ilusiones. El pibe ya las vivió todas, se la pasa viajando, es una estrella... Además, ¿no está casado?

—Separado, o divorciado, no sé bien.

—Da igual, el tema es que no te enganches, para que no sufras. Y esto te lo digo yo, que ya pasé los treinta y sigo sola. ¿Sabés cuántos tipos me ofrecieron el oro y el moro? ¿Sabés con cuántos me ilusioné como una tarada? A mí que no me jodan, yo no le creo nada a nadie, y menos a un pibe que se las da de noviecito. Yo, si querés coger, todo bien, pero que no se me vengan a hacer los enamorados. Ya no me engancho más. Y vos, encima, con un tipo trece años mayor, una estrellita de la tele que vive en la loma del orto... Haceme caso, olvídate.

—No, yo no me engancho, obvio, si lo más probable es que no lo vuelva a ver, o que lo vea de acá a un año, qué se yo.

—Pero te gustó, eso no me lo podés negar, se te nota en la cara.

—Sí, la verdad que me encantó. Es divino, súper tranquilo... nada que ver a la imagen que da en la tele.

—No lo puedo creer, boludo, ¡te enamoraste de Felipe Brown!

—No me enamoré, sólo me pareció un copado, punto, ya está.

—¿Quedaron en algo? ¿Vuelve a Argentina? ¿Se van a ver de nuevo?

—Por ahora no, se fue de gira a presentar el libro por toda América Latina.

—¿Y ahora dónde está?

—En Chile.

—Ah, acá al lado.

—Sí, cruzando la cordillera, lo decís como si estuviera en la otra cuadra. Qué suerte de mierda la mía, encima que soy puto y nunca salgo con nadie, una vez que encuentro a alguien que me gusta resulta que vive en el culo del mundo... Y encima, con esto de la devaluación, hasta que junte los verdes para pagarme un pasaje a Miami puede pasar un año entero.

—¿No te invitó para que fueras?

—Me dijo «cuando quieras te puedes dar una vuelta por Miami, yo encantado». ¿Y qué le iba a decir? «Discúlpame, pero ni siquiera tengo guita para el pasaje.» Es un quemo, me muero de la vergüenza.

—Sí, no da —dijo, y se quedó pensativa frente al monitor—. Bueno, vamos a laburar. ¿Hiciste la lista de chicas para entrevistar este número? Porque ya empieza el mes y estamos en bolas, y...

Mariana empezó con otro de sus sermones, mientras yo lo único que quería era que se fuera para poder contestar el mail de Felipe. Cuando la gorda me dejó en libertad, hice clic en «responder» y comencé a escribir.

lunes, tres de la tarde, ya estoy de nuevo en la oficina, nos despedimos hace linas pocas horas y no dejo de pensar en vos. me encantó haberte conocido, esos pocos días cambiaron mi vida de una forma inesperada, ahora me siento más adulto y seguro de mí mismo, y eso te lo debo a vos. te voy a extrañar.

besos.

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