Mi último suspiro (8 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

A la postre, la orden de marcha fue revocada y pasé todo el servicio en Madrid. Nada de particular. Pude seguir viendo a mis amigos, ya que, salvo cuando estábamos de guardia, nos dejaban salir todas las noches y dormir en casa. Aquello duró catorce meses.

En las noches de guardia supe lo que era la envidia. En el cuerpo de guardia, mientras esperábamos que nos tocara el turno, dormíamos vestidos, hasta con las cartucheras y martirizados por las chinches. Al lado estaban los sargentos en su sala, jugando a las cartas, con su buena estufa y su buen vaso de vino al alcance de la mano. En aquellos momentos, lo que más deseaba en el mundo era ser sargento.

De algunos períodos de mi vida no recuerdo más que una imagen, un sentimiento o una impresión —supongo que lo mismo debe de ocurrirles a los demás—: mi odio por Juan Centeno y su pelo despeinado, la envidia de la estufa de los sargentos.

A diferencia de la mayoría de mis amigos, a pesar de las condiciones de vida incómodas, a pesar del frío y a pesar del aburrimiento, conservo buen recuerdo de los jesuitas y del servicio militar. Allí vi y aprendí cosas que no pueden aprenderse en otro sitio.

Después de licenciarme, encontré a mi capitán en un concierto. No supo decirme más que:

—Era usted un buen artillero.

Durante algunos años, España vivió bajo la dictadura familiar de Primo de Rivera, padre del fundador de la Falange. El movimiento obrero, sindicalista y anarquista, se desarrollaba al tiempo que nacía tímidamente el partido comunista español. Un día, al volver a Zaragoza, me entero, en la estación, de que la víspera unos anarquistas habían asesinado en plena calle a Dato, presidente del Consejo de Ministros. Tomo un coche de punto, y el cochero me enseña los impactos de las balas en la calle de Alcalá.

Otro día, con gran alegría, nos enteramos de que unos anarquistas dirigidos, si mal no recuerdo, por Ascaso y Durruti, habían asesinado a Soldevilla Romero, arzobispo de Zaragoza, un personaje antipático, detestado por todo el mundo, incluso por un tío mío canónigo, Aquella noche, en la Residencia, brindamos por la condenación de su alma.

Por lo demás, he de decir que nuestra conciencia política estaba todavía entumecida y apenas empezaba a despertarse. Con excepción de tres o cuatro de nosotros, los demás no sentimos el imperativo de manifestar nuestra conciencia política hasta 1927-1928, muy poco antes de la proclamación de la República.

Hasta entonces —salvo raras excepciones—, no dedicamos más que una atención discreta a las primeras revistas anarquistas y comunistas. Estas últimas nos daban a conocer textos de Lenin y de Trotski.

Las únicas discusiones políticas en los que yo participaba —quizá fueran las únicas que había en Madrid— eran las de la peña del «Café de Platerías» de la Calle Mayor.

La peña ha desempeñado un papel muy importante en la vida de Madrid y no sólo en la vida literaria. La gente se reunía, por profesiones, siempre en el mismo establecimiento, de 3 a 5 de la tarde o a partir de las 9 de la noche. Una peña podía contar entre ocho y quince miembros, todos ellos, hombres. Las primeras mujeres no aparecieron en las peñas hasta principios de la década de los treinta y en detrimento de su reputación.

En el «Café Platerías», donde se reunía una peña política, solía encontrarse a Samblancat, un aragonés anarquizante que escribía en varias revistas,
España nueva
entre otras. Su extremismo era tan notorio, que la Policía lo detenía automáticamente al día siguiente de cualquier atentado. Así ocurrió cuando mataron a Dato.

Santolaria, que dirigía en Sevilla un periódico de tendencias anarquistas, iba también a la peña cuando estaba en Madrid. Eugenio d’Ors acudía asimismo de vez en cuando.

En ella conocí, finalmente, a ese poeta extraño y magnífico que se llamaba Pedro Garfias, un hombre que podía pasar quince días buscando un adjetivo.

Cuando lo veía, le preguntaba:

—¿Encontraste ya ese adjetivo?

—No; sigo buscando —contestaba él, alejándose pensativo.

Aún me acuerdo de memoria de una poesía suya titulada Peregrino, de su libro
Bajo el ala del Sur

Fluían horizontes de sus ojos,

Traía rumor de arenas en los dedos

Y un haz de sueños rotos

Sobre sus hombros trémulos.

La montaña y el mar, sus dos lebreles,

Le saltaban al paso

La montaña, asombrada, el mar, encabritado…

Garfias compartía una modesta habitación con su amigo Eugenio Montes en la calle Humilladero. Fui a verles una mañana, a eso de las once. Mientras charlaba, Garfias, con ademán indolente, se quitaba las chinches que se le paseaban por el pecho.

Durante la guerra civil publicó unas poesías patrióticas que ya no me gustan tanto. Emigró a Inglaterra sin saber ni una palabra de inglés y lo recogió en su casa un inglés que no sabía absolutamente nada de español. No obstante, parece ser que conversaban animadamente durante horas.

Después de la guerra vino a México, como tantos españoles republicanos.

Hecho casi un mendigo, muy sucio, entraba en los cafés a leer en voz alta poesías. Murió en la miseria.

Madrid era todavía una ciudad pequeña, la capital administrativa y artística.

Se andaba mucho para ir de un lado a otro. Todo el mundo se conocía y cualquier encuentro era posible.

Una noche llego al «Café Castilla» con un amigo. Veo que han puesto biombos para aislar una parte de la sala, y el camarero nos dice que Primo de Rivera irá a cenar allí con dos o tres personas. Efectivamente, llega, manda quitar los biombos inmediatamente y, al vernos, dice:

—¡Hola, jóvenes! ¡Una copita! Me encontré hasta con Alfonso XIII. Estoy asomado a la ventana de mi habitación de la Residencia. Bajo el sombrero de paja, el pelo bien planchado con fijador. De pronto, delante de la ventana, para el coche del rey, con el chófer, el ayudante y otra persona (de joven, yo estaba enamorado de la reina, la bella Victoria). El rey se apea del coche y me hace una pregunta. Busca una dirección. Yo, aunque en aquellos momentos me consideraba teóricamente anarquista, me azaro y contesto con gran cortesía y hasta le llamo «Majestad».

Cuando el coche se aleja, me doy cuenta de que no me he quitado el sombrero.

El honor está a salvo.

Conté la aventura al director de la Residencia. Era tal mi fama de bromista, que mandó comprobar mis afirmaciones cerca de un secretario de Palacio.

A veces, en una peña, todo el mundo se callaba de repente y bajaba los ojos, violento. En el café acababa de entrar alguien que era tenido por gafe.

En Madrid mucha gente creía sinceramente que era mejor evitar la proximidad de ciertos personajes porque traían mala suerte. Mi cuñado, el marido de Conchita, conocía a un capitán de Estado Mayor cuya presencia era temida por todos sus compañeros. Y si era el dramaturgo Jacinto Grau, mejor ni nombrarlo. La mala suerte parecía acompañarle con extraña perseverancia.

Durante una conferencia que dio en Buenos Aires, se cayó la lámpara e hirió gravemente a varias personas.

En vista de que varios actores murieron después de rodar una película conmigo, algunos amigos me acusaron de ser gafe. Eso no es cierto y yo protesto enérgicamente. Si es necesario, otros amigos pueden servirme de testigos.

A finales del siglo XIX y principios del XX, España conoció una generación de escritores portentosos que fueron los maestros de nuestro pensamiento.

Yo conocí a la mayoría, entre otros, a Ortega y Gasset, Unamuno, Valle Inclán y Eugenio d’Ors, por no citar más que cuatro. Todos influyeron en nosotros.

Conocí incluso al gran Galdós —de quien más adelante adaptaría
Nazarín y Tristana
—, mayor que los otros y de otra escuela. A decir verdad, sólo lo vi una vez, en su casa, muy viejo y casi ciego, al lado del brasero, con una manta en las rodillas.

Pío Baroja fue también un novelista ilustre que, personalmente, no me interesa en absoluto. También quiero citar a Antonio Machado, el gran poeta Juan Ramón Jiménez, a Jorge Guillén y a Salinas.

A aquella generación famosa que, inmóvil y sin pestañear, está en todos los museos de cera de España, le sucedió la llamada generación de 1927, de la que yo formo parte. Figuran en ella hombres como Lorca, Alberti, el poeta Altolaguirre, Cernuda, José Bergamín y Pedro Garfias.

Entre una y otra se sitúan dos hombres a los que conocí de cerca: Moreno Villa y Ramón Gómez de la Serna.

Aunque unos quince años mayor que yo, Moreno Villa (malagueño, como Bergamín y Picasso) no se disoció de nuestro grupo. Salía con nosotros a menudo.

Incluso, por una concesión especial, se alojaba en la Residencia. Durante la epidemia de gripe de 1919, la terrible gripe española que mató a tanta gente, nos quedamos prácticamente solos en la Residencia. Era pintor y escritor de talento y me prestaba libros, concretamente
Rojo y negro
, que leí durante la epidemia. Por aquel entonces descubrí también a Apollinaire, con
L’enchanteur pourrissant
.

Pasamos juntos todos aquellos años, unidos por una cálida amistad. Cuando, en 1931, fue proclamada la República, se encargó a Moreno Villa de la biblioteca del Palacio Real. Más adelante, durante la guerra civil, se trasladó a Valencia y fue evacuado, al igual que todos los intelectuales de cierta importancia.

Nos encontramos en París y, después, en México, donde murió en 1955. Venía a verme con frecuencia. Conservo un retrato que me hizo en México hacia 1948, estando yo sin trabajo.

Más adelante tendré ocasión de hablar de Ramón Gómez de la Serna, ya que algunos años después estuve a punto de empezar con él mi carrera de cineasta.

Durante los años que pasé en la Residencia, Gómez de la Serna era un gran personaje, acaso la figura más famosa de las letras españolas. Era autor de numerosas obras y escribía en todas las revistas. Por invitación de un grupo de intelectuales franceses, un día se presentó en un circo de París, el mismo en el que actuaban los Fratellini. Ramón, montado en un elefante, tenía que recitar algunas de sus greguerías. Apenas había pronunciado la primera frase, el público prorrumpió en carcajadas. Ramón se quedó sorprendido del éxito. Y es que no se había dado cuenta de que el elefante acababa de hacer sus necesidades en medio de la pista.

Todos los sábados, de nueve de la noche a una de la madrugada, Gómez de la Serna reunía a su cenáculo en el «Café Pombo», a dos pasos de la Puerta del Sol. Yo no faltaba a ninguna de aquellas reuniones, en las que encontraba a la mayoría de mis amigos y a otros. De vez en cuando asistía Jorge Luis Borges.

La hermana de Borges se casó con Guillermo de Torre, poeta y, sobre todo, crítico, que conocía a fondo a la vanguardia francesa y que fue uno de los miembros más importantes del «ultraísmo» español. Era admirador de Marinetti y coincidía con él en que una locomotora puede ser más hermosa que un cuadro de Velázquez, por lo que no es de extrañar que escribiera:

Yo quiero por amante

La hélice turgente de un hidroavión…

Los cafés literarios más importantes de Madrid eran el «Café Gijón», que aún existe, la «Granja del Henar», el «Café Castilla», «Fornos», «Kutz», el «Café de la Montaña», en el que hubo que cambiar los veladores, de tanto como los habían ensuciado los dibujantes (yo iba todas las tardes, después de las clases, para seguir estudiando) y el «Café Pombo», donde los sábados por la noche pontificaba Gómez de la Serna. Llegábamos, nos saludábamos, nos sentábamos, pedíamos de beber, casi siempre, café y mucha agua (los camareros no paraban de traer agua) y se iniciaba una conversación errabunda, comentario literario de las últimas publicaciones, de las últimas lecturas, noticias políticas. Nos prestábamos libros y revistas extranjeras. Criticábamos a los ausentes. A veces, un autor leía en voz alta una poesía o un artículo y Ramón daba su opinión, siempre escuchada y, en ocasiones, discutida. El tiempo pasaba de prisa. Más de una noche, unos cuantos amigos seguíamos hablando mientras deambulábamos por las calles.

El neurólogo Santiago Ramón y Cajal, Premio Nobel y uno de los sabios más grandes de su época, iba todas las tardes al «Café del Prado» y se sentaba solo a una mesa del fondo. En aquel mismo café, a pocas mesas de distancia, se reunía una peña de poetas ultraístas, de la que yo formaba parte.

Un amigo nuestro, el periodista y escritor Araquistain (al que después, durante la guerra civil, encontraría de embajador en París), se tropezó en la calle con un tal José María Carretero, novelista de la más baja estofa, un gigante de dos metros que firmaba sus obras con el seudónimo de el
Caballero Audaz
.

Carretero agarró a Araquistain por las solapas, insultándole y echándole en cara cierto artículo desfavorable que nuestro amigo le había dedicado (con muchísima razón). Araquistain le contestó con una bofetada y los transeúntes tuvieron que separarlos.

El caso metió bastante ruido en el mundillo literario. Nosotros decidimos dar un banquete de homenaje a Araquistain y recoger firmas en su apoyo. Mis amigos ultraístas, sabedores de que yo conocía a Cajal del Museo de Historia Natural, en el que le preparaba plaquetas para el microscopio en la sección de Entomología, me pidieron que solicitara su firma, que hubiera sido la más prestigiosa de todas.

Así lo hice. Pero Cajal, muy viejo ya, se negó a firmar, aduciendo la excusa de que el periódico
ABC
, en el que colaboraba habitualmente el
Caballero Audaz
, iba a publicar sus propias
Memorias
y temía que, si firmaba, el periódico pudiera rescindir el contrato.

También yo, aunque por razones distintas, me niego siempre a firmar las peticiones que me presentan. Los pliegos de firmas no sirven más que para tranquilizar la conciencia. Ya sé que mi actitud es discutible. Por ello, si me ocurre algo, si me meten en la cárcel, por ejemplo, o desaparezco, pido que nadie firme por mí.

ALBERTI, LORCA, DALÍ

Rafael Alberti, nacido en Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, era una de las grandes figuras de nuestro grupo. Es más joven que yo —tiene dos años menos, si no me equivoco—, y al principio lo tomamos por un pintor. Algunos dibujos suyos, realzados en oro, adornaban las paredes de mi habitación.

Un día, tomando unas copas, otro amigo, Dámaso Alonso (actual presidente de la Real Academia de la Lengua Española), me dijo:

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