Moby Dick (53 page)

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Authors: Herman Melville

—¡Cuidado con el aparejo! —gritó una voz como el estallido de un cohete.

Casi en el mismo instante, con un trueno, la enorme masa cayó al mar, como la Table Rock del Niagara en el remolino; el casco, repentinamente aligerado, se alejó de ella, meciéndose hasta mostrar el cobre reluciente, y todos contuvieron el aliento, mientras que Daggoo —oscilando unas veces sobre las cabezas de los marineros, otras veces sobre el agua— aparecía vagamente entre una densa niebla de salpicaduras, agarrado a los aparejos balanceantes, en tanto el pobre Tashtego, sepultado vivo, se hundía cada vez más en el fondo del mar. Pero apenas se disipó el vapor cegador, se vio por un fugaz momento cernerse sobre las amuradas una figura desnuda con un sable de abordaje en la mano. En seguida, una ruidosa zambullida anunció que mi valiente Queequeg se había sumergido para el salvamento. Todos se agolparon en masa a ese lado, y todos los ojos contaron las ondas del agua, mientras un momento sucedía a otro sin que se viera señal del que se hundía ni del zambullido. Entonces algunos marineros saltaron a una lancha junto al barco y se separaron un poco.

—¡Ah, ah! —gritó Daggoo, de repente, desde su altura oscilante, ahora quieta, allá arriba; y, mirando lejos del barco, vimos un brazo que salía verticalmente de las olas azules: espectáculo tan extraño de ver como un brazo que saliera de la hierba sobre una tumba.

—¡Los dos, los dos! ¡Son los dos! —volvió a gritar Daggoo con un clamor gozoso, y poco después se vio a Queequeg braceando valientemente con una sola mano, mientras con la otra agarraba el largo pelo del indio. Izados a la lancha que aguardaba, fueron rápidamente llevados a la cubierta, pero Tashtego tardó en recuperarse, y Queequeg no parecía muy vivo.

Ahora, ¿cómo se había realizado este noble salvamento? Pues así: Queequeg, zambullido en pos de la cabeza que descendía lentamente, había dado tajos laterales con su afilada espada cerca de su fondo, de modo que abrió un gran agujero; entonces, dejando caer la espalda, metió el largo brazo muy dentro y hacia arriba, sacando así por la cabeza al pobre Tashtego. Aseguró que, a la primera metida que dio en su busca, se le ofreció una pierna, pero sabiendo muy bien que eso no era lo que debía ser, y que podría dar lugar a gran inconveniencia, había echado atrás esa pierna, y, con un diestro empujón y sacudida, había hecho dar una voltereta al indio, de modo que, al siguiente intento, lo sacó del buen modo tradicional: con la cabeza por delante. En cuanto a la gran cabeza, se encontraba en perfecto estado de salud.

Y así, mediante el valor y la gran habilidad obstétrica de Queequeg, se realizó con éxito la liberación, o mejor dicho, el parto de Tashtego, a pesar, además, de los impedimentos más inoportunos y aparentemente desesperanzadores, lo cual es una lección que no debe olvidarse en absoluto. El arte de la comadrona debería enseñarse en el mismo curso de la esgrima, el boxeo, la equitación y el remo.

Ya sé que esta extraña aventura del indio Gay-Head parecerá seguramente increíble a algunos de tierra adentro, aunque ellos mismos habrán visto u oído decir que alguien se ha caído en una cisterna, en tierra; accidente que ocurre no raras veces, y con motivo mucho menor que el del indio, si se considera la enorme resbalosidad del borde del pozo del cachalote.

Pero tal vez se me apremiará sagazmente: ¿cómo es eso? Creíamos que la cabeza del cachalote, con su tejido imbricado, era la parte más ligera y flotante que hay en él, y sin embargo, tú lo haces hundirse en un elemento de mayor peso específico que ella. Aquí te tenemos. De ningún modo, sino que aquí os tengo yo: pues en el momento en que se cayó el pobre Tash, la caja casi estaba vacía de su contenido más ligero, dejando poco más que la densa pared tendinosa del pozo; una sustancia doblemente soldada y martillada, como he dicho antes, mucho más pesada que el agua de mar, en la cual se hunde un trozo suyo casi como plomo. Pero la tendencia a hundirse rápidamente que tiene esta sustancia, en el caso presente, quedó contrarrestada materialmente por las demás partes de la cabeza que quedaban sin desprender de ella, de modo que se hundió, en efecto, con mucha lentitud y deliberación, proporcionando a Queequeg una decente ocasión para que realizara su ágil obstetricia a la carrera, como podríais decirlo. Sí, fue un parto a la carrera; eso fue.

Ahora, si Tashtego hubiera perecido en esa cabeza, habría sido un modo precioso de perecer: ahogado en el más blanco y refinado de los fragantes aceites de esperma, y teniendo por ataúd, carroza y tumba, la secreta cámara interior, el sanctasantórum del cetáceo. Sólo se puede recordar fácilmente un fin más dulce: la deliciosa muerte de un buscador de colmenas de Ohio, el cual, buscando miel en la horquilla de un árbol hueco, encontró tan enorme reserva de ella que, al inclinarse demasiado, fue absorbido por la miel y murió embalsamado. ¿Cuántos creéis que hayan caído igualmente en la cabeza de miel de Platón, muriendo dulcemente en ella?

LXXIX
 
La dehesa

Escudriñar las líneas de la cara, o palpar los bultos de la cabeza de este leviatán es cosa que ningún fisiognomista o frenólogo ha hecho jamás. Tal empresa parecería casi tan poco prometedora como lo habría sido para Lavater escudriñar las arrugas del Peñón de Gibraltar, o para Gall subir en una escalerilla a manosear la cúpula del Panteón. Sin embargo, en sus famosas obras, Lavater no sólo trata sobre las diversas caras de los hombres, sino que también estudia atentamente las caras de los caballos, pájaros, serpientes y peces, y se demora en detalles sobre las variedades de expresión discernibles en ellas. Por tanto, aunque yo estoy poco cualificado para hacer de pionero en la aplicación de esas dos semiciencias al cachalote, haré lo que pueda. Lo intento todo: logro lo que puedo.

Desde el punto de vista fisiognómico, el cachalote es una criatura anómala. No tiene nariz propiamente dicha. Y dado que la nariz es el más central y conspicuo de los rasgos, y dado que quizá es el que más modifica y en definitiva domina su expresión combinada, parecería por ello que su entera ausencia como apéndice externo debe afectar mucho a la cara del cetáceo. Pues del mismo modo que en la jardinería paisajística se considera casi indispensable para el completamiento de la escena un chapitel, una cúpula o un monumento, así no hay cara que pueda estar fisiognómicamente en orden sin el alto campanario calado de la nariz. Quitadle la nariz al Júpiter marmóreo de Fidias, y ¡qué triste resto! No obstante, el leviatán es de tan poderosa magnitud, y sus proporciones son tan solemnes, que la misma deficiencia que sería horrible en el Júpiter esculpido, en él no es defecto en absoluto. Más aún, es una grandeza adicional. Para el cachalote, una nariz hubiera sido impertinente. Al navegar en vuestro chinchorro alrededor de su vasta cabeza en vuestro viaje fisiognómico, vuestro noble concepto de él jamás queda ofendido por la reflexión de que tenga una nariz de que tirar: una idea pestilente, que tan a menudo se empeña en invadirnos aun cuando observamos al más poderoso macero real en su trono.

En algunos detalles, quizá la visión fisiognómica más impotente que quepa tener del cachalote es la plena visión frontal de la cabeza. Ese aspecto es sublime.

Una hermosa frente humana, cuando piensa, es como el oriente cuando se turba con el amanecer. Paciendo en reposo, la rizada frente del toro tiene un toque de grandiosidad. Al arrastrar pesados cañones por desfiladeros de montañas, la frente del elefante es majestuosa. Humana o animal, la misteriosa frente es como ese gran sello de oro adherido por los emperadores germánicos a sus decretos. Significa: «Dios: hecho en el día de hoy por mi mano». Pero en la mayor parte de las criaturas, e incluso en el hombre mismo, muy a menudo la frente es una mera franja de tierra alpina extendida a lo largo de la línea de nieve. Pocas son las frentes que, como la de Shakespeare o la de Melanchthon, se elevan tan alto y descienden tan bajo que los propios ojos semejan claros lagos eternos y sin oscilación; y sobre ellas, en sus arrugas, os parece seguir el rastro de los astados pensamientos que bajan a beber, igual que los cazadores de las tierras altas siguen el rastro de los ciervos por sus huellas en la nieve. Pero en el gran cachalote esta alta y poderosa dignidad divina, inherente a la frente, está tan inmensamente amplificada que, al contemplarla, en esa plena vista frontal, sentís a la Divinidad y las potencias temibles con más energía que al observar cualquier otro objeto de la naturaleza viva. Pues no veis un solo punto con precisión, no se revela un solo rasgo visible; no hay nariz, ojos, oídos o boca; no hay cara; no la tiene, en rigor; nada sino un solo ancho firmamento de frente, alforzado de enigmas, amenazando mudamente con la condenación de lanchas, barcos y hombres. Y tampoco disminuye de perfil esa prodigiosa frente; aunque, al observarla así, su grandeza no os abrume tanto. De perfil, observáis claramente esa depresión horizontal, como una media luna, en el centro de la frente, que en el hombre es la señal del genio, según Lavater.

Pero ¿cómo? ¿Genio en el cachalote? ¿Alguna vez el cachalote ha escrito un libro o pronunciado un discurso? No, su gran genio se declara en que no haga nada especial para demostrarlo. Se declara además en su silencio piramidal. Y eso me recuerda que, si el joven mundo oriental hubiera conocido al gran cachalote, lo habría divinizado en sus pensamientos de mágico infantilismo. Divinizaron al cocodrilo, porque el cocodrilo no tiene lengua; y el cachalote tampoco tiene lengua, o al menos es tan pequeña que resulta incapaz de sacarse. Si en lo sucesivo algún pueblo poético y de alta cultura logra con sus incitaciones que regresen a sus derechos de nacimiento los alegres dioses de los mayas de antaño y los vuelve a entronizar con vida en el cielo hoy egolátrico, en el monte hoy sin hechizos, entonces, estad seguros, exaltado al alto asiento de Júpiter, el gran cachalote será el dominador.

Champollion descifró los arrugados jeroglíficos del granito. Pero no hay Champollion que descifre el Egipto de la cara de cada hombre y de cada ser. La fisiognomía, como todas las demás ciencias humanas, es sólo una fábula pasajera. Entonces, si sir William Jones, que leía treinta idiomas, no sabía leer la más sencilla cara de aldeano en sus más profundos y sutiles significados, ¿cómo puede el analfabeto Ismael tener esperanzas de leer el terrible caldeo de la frente del cachalote? No hago más que poner ante vosotros esta frente. Leedla si podéis.

LXXX
 
El núcleo

Si el cachalote es una esfinge, desde el punto de vista fisiognómico, para el frenólogo su cerebro parece aquel círculo de la geometría que es imposible cuadrar.

En el animal maduro, el cráneo mide por lo menos veinte pies de largo. Si desengoznáis la mandíbula inferior, la vista lateral de este cráneo es como la vista lateral de un plano moderadamente inclinado apoyado totalmente en una base horizontal. Pero en vida —como hemos visto en otro lugar— el plano inclinado queda rellenado en su ángulo y casi cuadrado por la enorme masa superpuesta del «trozado» y la esperma. En su extremo más alto, el cráneo forma un cráter para acomodar esa parte de la masa, mientras que bajo el largo suelo de ese cráter —en otra cavidad que rara vez excede diez pulgadas de largo y otras tantas de profundo— reposa el escaso puñado de cerebro de este monstruo. El cerebro está por lo menos a veinte pies de su frente visible, en el animal vivo; está escondido detrás de sus enormes obras defensivas, como la ciudadela interna tras las amplias fortificaciones de Quebec. Está escondido en él de modo tan semejante a un cofrecillo precioso, que he conocido a muchos pescadores de ballenas que niegan perentoriamente que el cachalote tenga otro cerebro que esa palpable semejanza de cerebro formada por las yardas cúbicas de la reserva de aceite de esperma. Como ésta se encuentra en extraños repliegues, conductos y circunvoluciones, para su modo de ver parece más de acuerdo con la idea de su potencia de conjunto considerar esta misteriosa parte suya como la morada de su inteligencia.

Está claro, entonces, que, desde el punto de vista frenológico, la cabeza de este leviatán, en el estado vivo e intacto del animal, es un completo engaño. En cuanto a su verdadero cerebro, no podéis ver indicaciones suyas, ni sentirlas. El cachalote, como todas las cosas potentes, ostenta una frente falsa para el mundo común.

Si liberáis su cráneo de su cargamento de aceite de esperma, y lanzáis una vista por detrás a su parte trasera, que es el extremo elevado, os sorprenderá su semejanza con el cráneo humano observado en la misma situación y desde el mismo punto de vista. En efecto, colocad este cráneo vuelto del revés (reducido a la escala de la magnitud humana) entre una bandeja de cráneos humanos, e involuntariamente lo confundiréis con ellos; y al observar las depresiones en una parte de su cima, diríais, en lenguaje frenológico: «Este hombre no tenía estimación de sí mismo, ni veneración». Y con esas negaciones, consideradas juntamente con el hecho afirmativo de su portentosa mole y energía, os podéis formar del mejor modo el concepto más auténtico, aunque no el más regocijante, de lo que es la potencia más exaltada.

Pero, si por las dimensiones relativas del cerebro propiamente dicho del cachalote, lo juzgáis incapaz de ser adecuadamente localizado, entonces tengo otra idea que ofreceros. Si consideráis atentamente el espinazo de casi todos los cuadrúpedos, os llamará la atención la semejanza de sus vértebras con un collar engarzado de cráneos enanos, todos ellos ostentando una semejanza rudimentaria con el cráneo propiamente dicho. Es un concepto alemán que las vértebras son cráneos absolutamente sin desarrollar. Pero entiendo que no fueron los alemanes los primeros en percibir esa curiosa semejanza externa. Un amigo extranjero una vez me la hizo notar en el esqueleto de un enemigo que había matado, con cuyas vértebras estaba haciendo una especie de incrustación en bajorrelieve en la proa en pico de su canoa. Ahora, considerad que los frenólogos han omitido una cosa importante al no prolongar sus investigaciones desde el cerebelo hasta el canal medular. Pues creo que mucho del carácter de un hombre se hallará representado en su espinazo. Prefería tocar vuestro espinazo que vuestro cráneo, quienquiera que seáis. Una débil viga de espinazo jamás ha sostenido un alma íntegra y noble. Yo me complazco en mi espinazo, como en el firme y audaz mástil de la bandera que despliego ante el mundo. Aplicad esta rama espinal de la frenología al cachalote. Su cavidad craneana se continúa con la primera vértebra del cuello, y, en esta vértebra, el cauce del canal medular mide unas diez pulgadas de ancho, con ocho de altura, y con una forma triangular con la base para abajo. Al pasar por las restantes vértebras, el canal disminuye de tamaño, pero durante una considerable distancia sigue siendo de gran capacidad. Ahora, desde luego, este canal está lleno de la misma sustancia extrañamente fibrosa —la médula espinal— que el cerebro, y comunica directamente con el cerebro. Y, lo que es más, durante muchos pies después de emerger de la cavidad cerebral, la médula espinal sigue teniendo la misma circunferencia sin mengua, casi igual a la del cerebro. En todas esas circunstancias, ¿no sería razonable inspeccionar y sacar planos de la médula del cachalote desde el punto de vista frenológico? Pues, mirada en este sentido, la notable pequeñez relativa de su cerebro propiamente dicho está más que compensada por la prodigiosa magnitud relativa de su médula espinal.

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