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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol

 

En Enval, en el corazón del valle de Auvernia, el descubrimiento de un nuevo manantial de aguas termales convoca una multitud de personajes e intereses de lo más inusitado. Se producen curaciones milagrosas, los médicos compiten en número de enfermos y en variedad de terapias, los campesinos ven de pronto multiplicado el valor de sus tierras, los especuladores de la ciudad hacen grandes proyectos y fortunas, y las mujeres, que en París resisten, allí caen. Se conciertan bodas, alguien nace y alguien muere, y en medio de todo ello una noble mujer casada, Christiane, se entrega a un hombre apasionado que se postra ante ella para besar su sombra, y vive por vez primera la experiencia frenética y extática del amor.

Guy de Maupassant

Mont Oriol

ePUB v1.0

griffin
03.06.12

Título original:
Mont-Oriol

Guy de Maupassant, 1887.

Traducción: María Teresa Gallego Urrutia y María Isabel Reverte Cejudo.

Editor original: griffin (v1.0)

ePub base v2.0

Primera parte
I

Los primeros bañistas, los madrugadores que ya habían salido del agua, se paseaban despacio, de dos en dos o solos, bajo los altos árboles, a lo largo del arroyo que baja de la hoz de Enval.

Otros llegaban desde el pueblo y entraban en el balneario como si llevaran prisa. Era éste un edificio grande cuya planta baja se reservaba para el tratamiento termal, mientras que el primer piso se usaba como casino, café y sala de billar.

Desde que el doctor Bonnefille había descubierto en los confines de Enval el copioso manantial al que había dado el nombre de manantial Bonnefille, algunos terratenientes de la zona y su entorno, tímidos especuladores, se habían decidido a edificar en el corazón de aquel espléndido valle de Auvernia, agreste pero alegre, poblado de nogales y gigantescos castaños, una espaciosa construcción con varios usos, que lo mismo valía para curar que para divertir, donde se vendían, abajo, agua mineral, duchas y baños, arriba, cerveza, licores y música.

Habían cercado en parte el barranco siguiendo el curso del arroyo para crear el parque indispensable en toda ciudad termal, y, en él, habían trazado tres paseos, uno casi recto y dos festoneados. Al final del primero habían hecho brotar un manantial artificial, desviado del manantial principal, que manaba entre espumas en una amplia cubeta de cemento cubierta por un tejado de paja, bajo la custodia de una mujer impasible a la que todo el mundo llamaba campechanamente Marie. Aquella sosegada auvernesa, tocada con un gorrito siempre blanquísimo y envuelta casi por completo en un gran delantal muy limpio que le ocultaba el uniforme, se ponía calmosamente de pie en cuanto divisaba por el sendero a un bañista que se le acercaba. Tras ver de quién se trataba, escogía el correspondiente vaso en un armario portátil y acristalado, luego lo llenaba despacio con un cacillo de zinc con mango de madera.

El melancólico bañista sonreía, bebía, devolvía el vaso diciendo: «¡Gracias, Marie!», y luego daba media vuelta y se iba. Y Marie volvía a sentarse en la silla de paja a esperar al siguiente.

No eran muchos, en realidad. La estación termal de Enval sólo llevaba seis años recibiendo pacientes, y, tras aquellos seis años de actividad, apenas si contaba con más clientes que a comienzos del primero. Solían venir unos cincuenta, atraídos ante todo por la belleza de la comarca, por el encanto de aquel pueblecito, sepultado bajo enormes árboles de retorcidos troncos del tamaño de una casa, y por la reputación de la hoz, de aquel curioso y breve valle que se abría a la extensa llanura de Auvernia y moría de golpe al pie de la elevada montaña, la montaña erizada de antiguos cráteres, rematado por un barranco salvaje y espléndido repleto de peñascos desplomados o a punto de desplomarse, por donde corre un arroyo que se despeña en cascadas por las gigantescas rocas y forma un reducido lago ante cada una de ellas.

Aquella estación termal había empezado como empiezan todas, con un folleto del doctor Bonnefille en el que hablaba de su manantial. Comenzaba con una alabanza majestuosa y sentimental de las alpestres seducciones de la comarca. Sólo usaba adjetivos selectos, lujosos, de los que impresionan sin decir nada. Todos los contornos eran pintorescos, colmados de lugares grandiosos o de paisajes deliciosamente íntimos. Todas las excursiones que había más a mano poseían un notable toque de originalidad adecuado para agradar a artistas y turistas. Luego, bruscamente, sin transición, pasaba a comentar las cualidades terapéuticas del manantial Bonnefille, bicarbonatado, sódico, mixto, agrio, litínico, ferruginoso, etc., y capaz de curar todas las enfermedades, que, dicho sea de paso, enumeraba bajo el título de: «afecciones crónicas o agudas para las que Enval resulta especialmente adecuado»; y la lista de aquellas enfermedades para las que Enval resultaba especialmente adecuado era larga, variada y reconfortante para todo tipo de enfermos. El folleto concluía con una serie de informaciones de utilidad para la vida práctica, precio del alojamiento, de los comestibles, de los hoteles. Pues, al tiempo que el balneario y casino, habían aparecido tres hoteles. Se trataba del flamante Splendid Hotel, construido en la vertiente del valle que dominaba los baños, del Hotel de las Termas, antigua venta remozada, y del Hotel Vidaillet, creado por el sencillo procedimiento de comprar tres casas colindantes y horadar los tabiques para convertirlas en una sola.

Luego, de forma simultánea, habían aparecido un buen día en la comarca dos nuevos médicos sin que nadie supiera muy bien cómo habían llegado, pues los médicos, en las ciudades termales, parece que brotan de los manantiales como si fueran burbujas de gas. Se trataba del doctor Honorat, un auvernés, y del doctor Latonne, de París. Entre el doctor Latonne y el doctor Bonnefille se había desatado en el acto un odio feroz, mientras que el doctor Honorat, hombre grueso, aseado y bien afeitado, sonriente y dúctil, le había tendido la mano derecha al primero y la izquierda al segundo y se llevaba bien con ambos. Pero el doctor Bonnefille era el dueño de la situación merced a su título de Inspector de aguas y del balneario de Enval-les-Bains.

Dicho título le confería autoridad, y el balneario dependía de él por completo. Se pasaba allí los días, y había quien decía que también las noches. Durante la mañana, iba cien veces de su casa, que estaba en el pueblo pero muy cerca, a su consulta instalada a la derecha, a la entrada del corredor. Emboscado en ella como una araña en su tela, acechaba las idas y venidas de los pacientes, vigilaba a los suyos con mirada severa y a los de los demás con mirada furibunda. Increpaba a todo el mundo casi como un capitán en alta mar y aterrorizaba a los recién llegados, a menos que despertase su hilaridad.

Según llegaba aquel día con paso veloz que le hacía revolotear, como si fueran dos alas, los amplios faldones de la vieja levita, lo paró en seco una voz que gritaba: «¡Doctor!».

Se volvió. El rostro flaco, al que las profundas y renegridas arrugas prestaban expresión avinagrada y aspecto desaseado la barba grisácea, recortada de tarde en tarde, se esforzó por sonreír; y se quitó la raída chistera de seda, mugrienta y pringosa, con que se cubría el largo cabello canoso, «¿de can o de oso?» solía preguntar su rival, el doctor Latonne. Luego dio un paso al frente, se inclinó y murmuró:

—Buenos días, señor marqués, ¿qué tal se encuentra esta mañana?

Un hombrecillo muy pulcro, el marqués de Ravenel, le tendió la mano al médico y contestó:

—Muy bien, doctor, muy bien. Al menos, no parece que esté peor. Los riñones me siguen molestando; pero desde luego que he mejorado, he mejorado mucho. Y sólo voy por el décimo baño. El año pasado no noté nada hasta el decimosexto, ¿se acuerda?

—Sí, desde luego.

—Pero no era eso lo que quería decirle. Acaba de llegar mi hija esta mañana y quiero hablarle de ella enseguida, porque mi yerno, el señor Andermatt, William Andermatt, el banquero…

—Sí, ya sé.

—Mi yerno trae una carta de recomendación para el doctor Latonne. Yo no me fío más que de usted y le ruego que tenga a bien subir al hotel antes… ya me entiende… He preferido decirle las cosas con franqueza… ¿Está usted libre ahora mismo?

El doctor Bonnefille se había puesto el sombrero, nervioso, muy inquieto. Contestó en el acto:

—Sí, estoy libre. ¿Quiere que lo acompañe?

—Sí, claro.

Dándole la espalda al balneario, subieron con paso rápido por un paseo cuya curva llevaba hasta la puerta del Splendid Hotel, construido en la ladera de la montaña para que los viajeros disfrutaran de las vistas.

En la primera planta, entraron en un salón contiguo a las habitaciones de las familias Ravenel y Andermatt; y el marqués dejó solo al médico para ir en busca de su hija.

Regresó con ella casi en el acto. Se trataba de una joven rubia, de corta estatura, pálida, muy bonita, con rasgos infantiles, aunque las pupilas azules, de mirada atrevida, se clavaban en las personas con una resolución que prestaba encantadora y atractiva firmeza y singular personalidad a aquella mujer primorosa y fina. No tenía nada de particular, malestares inconcretos, melancolía, injustificados ataques de llanto o de ira, anemia en resumidas cuentas. Ante todo, quería un hijo y llevaba esperándolo en vano los dos años de matrimonio.

El doctor Bonnefille aseguró que las aguas de Enval serían un remedio soberano y redactó en el acto sus prescripciones. Éstas tenían siempre el temible aspecto de un alegato fiscal. Los numerosos párrafos de sus recetas ocupaban una hoja grande: cada uno de ellos constaba de dos o tres líneas trazadas con letra agresiva, erizada de rasgos como pinchos.

Y las pociones, las píldoras, los polvos que había que tomar en ayunas, a mediodía o por la noche se alineaban con aspecto feroz.

Era como si pusiera: «Dado que D. Fulano de Tal padece una enfermedad crónica, incurable y mortal, deberá tomar:

»1º Sulfato de quinina, que lo dejará sordo y le hará perder la memoria.

»2º Bromuro de potasa, que le sentará mal al estómago, le debilitará todas las facultades, y hará que le salgan granos por todo el cuerpo y que el aliento se le vuelva fétido.

»3º También tomará yoduro de potasa, que, al secar todas las glándulas secretoras de su persona, las del cerebro y todas las demás, lo dejará, en poco tiempo, tan impotente como idiotizado.

»4º Salicilato de sosa, cuyos efectos curativos no están aún probados, pero que parece provocar en los pacientes a los que se aplica este remedio una muerte pronta y fulminante.

»Tomará simultáneamente:

»Cloral, que vuelve loco, belladona, que ataca a la vista, todas las soluciones vegetales, todas las composiciones minerales que corrompen la sangre, corroen los órganos, devoran los huesos y matan al tomar el medicamento a quienes no mueren de enfermedad».

Estuvo largo rato escribiendo por las dos caras de la hoja. Luego firmó como firmaría un magistrado una pena de muerte. La joven, sentada enfrente de él, lo miraba, y las ganas de reír le alzaban la comisura de los labios.

Nada más irse el doctor, tras un ceremonioso saludo, tomó el papel, en el que no quedaba ni un espacio en blanco, hizo una bola con él, arrojó luego ésta a la chimenea y, pudiendo al fin reírse a gusto, dijo: «Pero, padre, ¿de dónde has sacado a ese fósil? Si parece un ropavejero… ¡Ay! ¡Qué tuyo es eso de ir a dar con un médico de antes de la Revolución!… ¡Qué gracioso es!… ¡Y qué sucio va!… sí, sí… sucio, me parece que me ha manchado el palillero, en serio…».

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