Montenegro (14 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

—No es mala idea —advirtió el converso—. Pero yo le enseñé a leer, me consta que no aprendió gran cosa, y podría darse el caso de que en estos años hubiera olvidado lo poco que sabía. En ese caso nunca conseguiría interpretarlos.

—He pensado en ello y es lo que me preocupa.

Hay cosas que no se olvidan nunca, pero no estoy segura de si leer y escribir es una de ellas.

—Busquemos otra fórmula.

—¿Cuál?

—Hacer que los indígenas le hablen de nosotros.

Pero no parecía aquel empeño fácil, y más difícil aún se les antojó cuando advirtieron que cada vez que intentaban desembarcar eran recibidos con una nube de flechas emponzoñadas que surgían de lo más profundo de la selva, por lo que el día en que un gaviero fue alcanzado por una de ellas, lo que le condujo a la muerte tras sufrir espantosos dolores, desistieron de intentar cualquier tipo de aproximación a tan escurridizos y hostiles aborígenes.

—«Sombras Verdes» —sentenció Yakaré, torciendo el gesto—. No los conozco pero los itotos me hablaron de ellos. Pueblan las ciénagas del gran río y aborrecen a los extraños. Nada tienen que ver con los que nos atacaron con canoas.

—¿Caníbales?

—Quizá lo sean.

—Creí que los caribes devoradores de carne humana tan sólo habitan las islas del Este —señaló la alemana.

—Hace muchísimos años, en tiempos de los abuelos de mis abuelos, los caribes invadieron grandes extensiones de territorio en «Tierra Firme». La mayoría fueron expulsados o perdieron el hábito de comer gente, pero es posible que algunos se quedaran aislados en los pantanos sin cambiar de costumbres.

—No me asusta la muerte… —sentenció con un hilo de voz el renco Bonifacio—. Pero a fe que me entran tiriteras al pensar en que puedo acabar de merienda de negro.

—Son verdes, no negros —puntualizó el cuprigueri, cuyo sentido del humor era más bien escaso.

—Verde o negro, poco importa a la hora de zamparte una pierna —se lamentó el otro—. Y por mi madre que no vuelvo a pisar esas playas ni por todo el oro de las minas de Miguel Díaz.

El resto de la tripulación parecía ser de idéntica opinión, y entre el miedo a ser devorados, y el recuerdo de la terrorífica agonía del pobre gaviero, resultaba tarea de titanes convencerles de que habían llegado hasta allí con una única misión y había que cumplirla.

Cundía el desaliento.

El Capitán Moisés Salado había llevado a cabo a la perfección su labor de reclutar a los mejores marinos que pudieran encontrarse en el Nuevo Mundo, y nadie podía negar que aquellos hombres serían capaces de conducir su nave hasta los mismísimos centros del infierno si es que existía un mar en los infiernos, pero resultaba evidente que no eran —tal vez por eso mismo— gentes de armas, y que la mayoría no tenían la menor noción de cómo comportarse frente a un enemigo invisible en plena selva.

—Aquí debería estar Alonso de Ojeda… —se lamentó amargamente
Doña Mariana
—. El sabría cómo tratar a esas «sombras verdes», y conseguir que maduraran.

—Poco podría hacer un hombre solo, aun tratándose de Alonso de Ojeda —le hizo notar el converso.

—Lo importante de don Alonso no es lo que hace, sino lo que consigue que hagan los demás. A su lado, incluso estos sencillos marineros se convertirían en fieros soldados capaces de amansar a esos salvajes.

—Mucho lo admiráis.

—Mucho, en efecto. Creo que, dejando a un lado mi amor por
Cienfuegos
, jamás imaginé que existiera un caballero tan noble, valiente y generoso. —Lanzó un hondo suspiro—. Por desgracia —añadió—, temo que su buena estrella no le haga justicia, y su destino no esté nunca acorde con sus muchas virtudes.

—Demasiados rivales para un hombre tan enamorado como yo —se lamentó sonriente don Luis de Torres—. ¿Qué puedo hacer frente a un gigante pelirrojo y un enano espadachín?

—Leerme un poema.

—¿Qué clase de poema?

—Uno que sirva para tranquilizar mi ánimo, elevar mi espíritu y confiar en que esas selvas me devuelvan lo que es mío.

Pero las selvas no devolvían más que flechas emponzoñadas, y tras cruzar frente a la desembocadura del Magdalena, el
Milagro
continuó pacientemente su interminable singladura deteniéndose largos días a esperar respuesta a sus salvas de cañón, o a dejar extraños mensajes en todas aquellas rocas y acantilados a los que la tripulación conseguía acceder sin correr riesgos, visto que aquella nueva región parecía encontrarse curiosamente deshabitada.

Un mes más tarde habían dejado atrás el profundo y pantanoso golfo de Uraba, del que pensaron que conformaba el último rincón de aquella esquina de la Tierra, puesto que a continuación la costa de Panamá comenzaba a remontar hacia el Noroeste como si pretendiera cerrar toda salida hacia poniente, al tiempo que el mar se embravecía y negros nubarrones bajaban veloces de la alta serranía empujados por un viento que a menudo recordaban las galernas del Cantábrico, lo que obligaba al siempre sereno Capitán Moisés Salado a fruncir el entrecejo temiendo por su barco.

—Sixto Vizcaíno tenía razón —señaló, al fin, un desapacible anochecer en que los chubascos se sucedían con inusitada frecuencia—. Este navío no está diseñado para soportar auténticos temporales.

—¿Qué aconsejáis?

—Poner rumbo a Jamaica.

—¿Y allí?

—Esperar. Pronto llegarán los huracanes.

—No tenemos bastimentos.

—Habrá que buscarlos.

—¿Dónde?

—Donde los haya.

—Sabéis bien que el único sitio es La Española y si apareciésemos por allí nos ejecutarían.

—En Xaraguá gobierna vuestra amiga Anacaona.

—En efecto. Pero también está ese cerdo de Roldán, que juró ahorcarme cuando me negué a financiar su rebelión —señaló
Doña Mariana
—. Y ése es aún peor que el mismísimo Almirante.

—Lo dudo.

—No lo dudéis. Colón es grande como Almirante, mezquino como persona e inepto como virrey, pero Roldán es ladrón como gobernante, miserable como hombre y traidor como amigo. ¡Lo peor de lo peor!

—La decisión es vuestra.

—Difícil me lo ponéis.

—Yo sólo respondo por el barco, y el barco peligra.

No hacía falta saber mucho de navíos para comprender que el ascético
Deslenguado
tenía razón, por lo que aquella misma noche la alemana le autorizó a poner proa al Nordeste buscando en primer lugar la protección de las costas de la aún casi inexplorada Isla de Santiago o Jamaica, aunque dejando para más adelante la decisión de recalar o no en Xaraguá, exponiéndose a tener un mal tropiezo con las gentes del renegado Francisco Roldán.

La situación resultaba a todas luces preocupante, y
Doña Mariana
lo sabía, puesto que hacía ya cinco meses que habían iniciado la travesía, las despensas se encontraban exhaustas pese a que en los últimos tiempos habían basado la dieta en pescado y carne de tortuga, y los hombres empezaban a estar cansados de aquel vagabundear sin rumbo ni destino.

Lo único que habían conseguido en ese tiempo era un muerto, una docena de enfermos de escorbuto, fiebres o disentería, y contemplar —la mayor parte de las veces desde lejos— una costa monótona y hostil en la que se ocultaban desconocidas tribus de «salvajes desnudos».

Y ni rastro de
Cienfuegos
.

Nada positivo desde que los afeminados itotos aseguraron haber oído decir que entre los pacabueyes habitaba un peludo mono-araguato, y ni el valiente Yakaré, que era el único que en un par de ocasiones se arriesgó en un vano intento de aproximarse a los aborígenes, había conseguido obtener la más mínima información sobre el gigante pelirrojo que buscaban.

—Necesitamos alimentos frescos y un largo descanso —señaló don Luis de Torres para añadir después significativamente—. Y mujeres…

—¿No pretenderéis convertir mi nave en un burdel? —le recriminó la alemana.

—Ni vos en un presidio —fue la irónica respuesta—. Conozco bien a estas gentes…: un par de meses de asueto con abundante vino y chicas cariñosas les harán volver a las costas de «Tierra Firme» con renovados ánimos. —Chasqueó la lengua, pesimista, al tiempo que agitaba la cabeza negativamente—. Pero si continuáis presionándoles, desertarán a la primera oportunidad que se presente.

Doña Mariana Montenegro
había pasado suficientes años rodeada de hombres como para aceptar que al converso le sobraba razón, por lo que cuando doce días más tarde hizo su aparición ante la proa la oscura mancha de Jamaica, rogó al Capitán Salado que buscara un tranquilo rincón en el que pudieran alzar sus «cuarteles de invierno».

—Tendrá que ser al Sur —señaló éste.

—¡Si vos lo decís…!

—Lo digo —replicó sin inmutarse—. Porque la isla es alta, agreste e inaccesible por su costa norte.

—¿La conocéis personalmente?

—No. Pero me he informado sobre ella.

El eficiente Capitán parecía no haber dejado nada al albur a la hora de preparar el viaje, e incluso podría creerse que sospechaba que en un momento dado algo como lo que estaba ocurriendo sucediera, por lo que aun sin haber visitado nunca Jamaica, puso rumbo a una inmensa ensenada protegida por un largo brazo de tierra, en la desembocadura de un limpio arroyuelo de la costa meridional.

El lugar elegido venía a estar situado casi en el mismo punto en que lo estaba la capital, Santo Domingo, con relación a La Española, pues los pocos que la conocían aseguraban que Jamaica constituía una copia a escala o hermana menor de su vecina del Nordeste.

Una recién construida cabaña de madera se alzaba ya, sin embargo, en el punto que hoy ocupa la plaza mayor de Kingston, y aunque sus ocupantes corrieron a ocultarse en la espesura desde el momento en que irrumpió la nave en la bahía, en cuanto la reconocieron, cerciorándose que se encontraba comandada por el Capitán Salado y Doña Marianita, acudieron a darle la bienvenida entre risas y gritos de alegría.

Se trataba de un vivaracho valenciano gordinflón llamado Juan de Bolas, más conocido como
Manitas de Plata
, que meses atrás había decidido alejarse de Santo Domingo visto el desagradable cariz que estaban tomando allí los acontecimientos, a lo cual se unía el hecho de haberse amancebado con la inmensa Zoraida
La Morsa
, quizá la más famosa de cuantas mozas de vida alegre habían atravesado hasta el presente el «Océano Tenebroso».

La alemana no pudo evitar un cierto rechazo al advertir la desmesurada familiaridad con que la vociferante prostituta que en la isla vecina ni siquiera hubiera sido capaz de alzar la vista a su paso, la abrazaba y besuqueaba sin recato, pero comprendió bien pronto que si aquel mastodonte sudoroso y de encallecidas manos había abandonado su aireada vida anterior para tratar de construirse una nueva y decente en tierra de salvajes, bien merecía de momento un voto de confianza.

Era, eso sí, una excelente anfitriona y una maravillosa cocinera capaz de hacer prodigios con los más insospechados ingredientes, lo cual, sumido a la innata habilidad del gordinflón para realizar cualquier tipo de trabajo manual, hacía que su recién inaugurado «hogar» se hubiera transformado de inmediato en uno de los lugares más acogedores que pudieran encontrarse a todo lo largo y lo ancho del Nuevo Mundo.

—¿Cómo son los indígenas? —quiso saber de inmediato
Doña Mariana
.

—Amables y pacíficos.

—Aún no he visto a ninguno.

—«Cada mochuelo a su olivo» —Fue la divertida respuesta de Zoraida—. En La Española tuvimos una triste experiencia sobre la conveniencia, y hemos decidido que lo mejor será mantener la distancia y las buenas relaciones. A mí, con mi gordo, me basta.

—¿Y qué hay de nuevo por Santo Domingo?

—Un millón de cosas que luego os contaré. Pero lo primero es lo primero, y lo primero es cenar.

Su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise y señor de la isla de La Gomera, conoció una hermosa mañana de verano a doña Ana de Ibarra, delicada damisela de la alta nobleza sevillana, cuyos inmensos y soñadores ojos negros y frágil cuerpo de adolescente le obligaron a olvidar durante un tiempo la devastadora ira que le abrasaba el pecho.

Durante casi un año dejó dormir por tanto en un rincón del alma su necesidad de vengarse de su esposa, pero cuando el circunspecto don Tomás de Ibarra le notificó cortésmente que había comprometido a su hija con un joven pariente, visto que él no parecía dispuesto a llevarla al altar, el amargado Capitán llegó a la conclusión de que el recuerdo de Ingrid Grass continuaría persiguiéndole hasta que consiguiera enterrarlo bajo dos metros de tierra.

Cristiano practicante, tenía plena conciencia de que no podía pedir la mano de doña Ana, ni de ninguna otra Ana de este mundo, mientras la odiada alemana continuara con vida, al igual que tenía la plena seguridad de que su parentesco con el católico Rey Fernando vedaba cualquier posibilidad de obtener del Sumo Pontífice la nulidad de su matrimonio.

Por ello el día que la verja del palacete de los Ibarra se cerró definitivamente a sus espaldas, se sintió tan atrozmente hundido y amargado que no pudo por menos que encaminar sus pasos hacia aquella misma posada de El Pájaro Pinto, en la que mantuviera un curioso y nunca resuelto duelo a espada con el famoso y admirado aventurero Alonso de Ojeda.

Y fue su propietario, Pero Pinto, con el que le unía una cierta amistad desde aquella disparatada noche irrepetible, quien le susurró en secreto que las naves en las que el Comendador don Francisco de Bobadilla viajaría a Santo Domingo a sustituir a don Cristóbal Colón como gobernador de las Indias se encontraban listas para zarpar.

—¿Cómo es eso? —se sorprendió—. ¿Realmente los reyes han decidido destituir a Colón?

—Era cosa sabida tras sus incontables desmanes en La Española… —replicó el otro como si se tratara de algo harto evidente—. ¿Acaso el amor os impide enteraros de lo que ocurre en el mundo?

—Había oído rumores, pero llevaban tanto tiempo circulando, que jamás imaginé que acabaran por concretarse.

—Pues así es —sentenció el larguirucho tabernero con el tono de suficiencia de quien cree estar en posesión de todas las verdades—. Lo que colmó la paciencia de Su Majestad fue tener noticias de que el Almirante está en tratos con los genoveses con el fin de cederles La Española ¿Os imagináis? La isla por la que han dado la vida tantos valientes castellanos entregada por ese cerdo a los genoveses.

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